Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan (6 page)

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
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A Mamá le ha afectado seriamente mi opinión. No se le había pasado por la cabeza que pudiera existir una confusión protocolaria. He sentido un arreón de lástima al verla desvanecerse, pero me he recuperado al momento. Es una mala mujer.

Don Crispín, de su lado.

—Creo, don Cristian, que su señora madre tiene razón. Ahora mismo, viuda o no, la única marquesa de Sotoancho que hay sobre la tierra es ella.

—En este instante preciso sí. Pero la semana que viene voy a casarme por lo civil con la señorita Res—trepo Olivares, y desde ese momento, la marquesa de Sotoancho será ella.

—Los Reyes no aceptan marquesas por lo civil.

—Por supuesto que sí, Mamá. La ley es la ley.

—Pues no te casas.

—Lo he decidido.

—Pues retrasas tu pecaminosa boda municipal.

—No me da la gana.

—Pues yo voy, aunque me echen. A ver quién es el guapo que se atreve a echar de una boda a una marquesa viuda con noventa y cuatro años.

—Cualquier sargento de la Benemérita. Pero no te preocupes. Yo hablo con la Casa Real.

—Prefiero hablar yo.

—De acuerdo. Hazlo y me dices.

Magistral actuación. Tomás me ha felicitado efusivamente.

—Nunca pensé que sería usted capaz de tan sibilina acción, señor.

—Tomás, Tomás, amigo mío. De eso y mucho más.

—Su madre se ha quedado fastidiada.

—No hace falta que te hagas el fino. Di lo que pensabas.

—Pues que está jodida.

—Y más que lo va a estar. Venganza total. Y vas a ver como se atreva a llamar a la Casa Real. Ahí son muy educados, pero no se andan con chiquitas. Boda de Estado, Tomás, ¡que es una boda de Estado!

Mamá se ha hecho con varios números de teléfono. La primera, Pitita Ridruejo.

—¿Doña Esperanza Ridruejo? Soy la marquesa viuda de Sotoancho.

—Lo siento, pero no está en casa.

Segunda llamada. Cayetana de Alba.

—¿La señora duquesa, por favor? Soy la marquesa viuda de Sotoancho.

—La señora duquesa no está. Lo siento, señora marquesa.

Tercera llamada. Ana Botella.

—¿Doña Ana Botella? Soy la marquesa viuda de Sotoancho.

—La señora Botella está en el Pleno.

Cuarta llamada. Sra. de Rodríguez Zapatero.

—¿La señora de Rodríguez Zapatero?

—Imposible. Está preparando la nueva Bodeguilla.

Última llamada anterior a la definitiva.

—¿Doña María Teresa Campos? Soy la marquesa viuda de Sotoancho.

—Está en el aire. Lo sentimos mucho. Déjenos su móvil y la llamaremos.

—De acuerdo. Cuando aterrice. Pero que me llame.

Mamá no se deja vencer así como así. Por fin, Alberto Aza.

—¿Don Alberto Aza? Soy la marquesa viuda de Sotoancho.

—Está despachando con Su Majestad. Llame en una hora más o menos, señora.

—Estará despachando con el Rey de mi caso. Póngame con él o con el Rey.

—Lo siento, señora, pero no estoy autorizado a interrumpir un despacho de Su Majestad.

—Pues les dice de mi parte a los dos que conmigo no se juega.

Mamá se sube por las paredes. No he conocido a nadie con menos capacidad de contacto. No se le pone nadie al teléfono. Se lo he dicho, con todo mi cariño.

—Mamá, no te hace caso nadie. Llamas a una ONG para dar dinero, y te cuelgan.

Está enfadadísima. Un desesperado intento.

—¿Monseñor Rouco Várela? Soy la marquesa viuda de Sotoancho.

—Su Eminencia se encuentra ausente del Arzobispado.

Furia desatada.

"¿LA SEÑORA DE RODRÍGUEZ ZAPATERO?"

—Esta gente de Madrid siempre está haciendo lo que no es necesario. Y como no hay quien hable con los que hay que hablar, me voy a Madrid inmediatamente.

María, prepare mi equipaje. Viene usted conmigo. También usted, don Crispín. Que el administrador me reserve tres habitaciones en el Ritz. Dos interiores, de servicio.

Yo hablo con el Rey como me llamo Cristina. Y si no, con la Reina. Y si tampoco, con doña Letizia, o con su abuela. Pero esto no puede quedar así. Y tres billetes de avión.

Y que avisen a las autoridades del aeropuerto de Barajas de mi hora de llegada. Se van a enterar en Madrid de quién es la marquesa de Sotoancho. ¡Ah! Y que no quiero cámaras de televisión. Viaje privado, de incógnito. Que alquile un coche con chófer, de color oscuro. De color oscuro el coche, no el chófer. Chófer blanco. No coche blanco con chófer oscuro, sino al revés. Que el Ritz tenga al corriente de mi llegada al médico del hotel. Y un pase especial al Valle de los Caídos para visitar la tumba del Caudillo cuando yo quiera, en privado. Cristian, procura que todo se lleve a cabo. Y a usted, don Crispín, que no se le olvide la estampa del Santo Cristo del Buen Viaje.

—No se me puede olvidar, porque no la tengo ni la he tenido nunca.

—María, una estampa del Santo Cristo del Buen Viaje para don Crispín. Hay un montón en el cajón de mi mesilla de noche. Mañana se va a enterar el Rey de quién soy yo.

El ventanal de la habitación de la marquesa daba a la calle de Felipe IV. El Prado y Los Jerónimos. Obras y vallas. Vista a la izquierda y el palacete rojo de la Real Academia Española. Clausurando la calle, el Casón del Buen Retiro. Cruzando el paseo de Alfonso XII, el viejo parque con sus castaños recién renovados, los magnolios más alegres y el enorme sauce mejicano de quinientos años amaneciendo nuevos verdes. La marquesa, don Crispín y María reunidos en el salón de la
suite.

—Me encantaría pasear por El Retiro, señora marquesa.

—Para eso tienes La Jaralera y nunca te ha dado por pasear.

Don Crispín preparado para las oraciones.

—Usted reza, pero yo pido.

—Lo que ordene la señora.

Rezaron siete veces el Padrenuestro. Para que el Rey recibiera a la marquesa, para que Cayetana de Alba se acordara de ella, para que Pitita Ridruejo intercediera ante la Virgen que se aparece, mayo arriba, en El Escorial. Las restantes plegarias, por el hambre en Etiopía, las vocaciones sacerdotales, la lucha contra la viruela y la subida de la Bolsa. Cuando don Crispín sugirió rezar un octavo Padrenuestro por la salud del Papa, la marquesa se negó en rotundo.

—Por Pío XII, de acuerdo. Por el de ahora, no. Demasiada obsesión por la justicia social. Este Papa, don Crispín, no se confunda, es más rojo que una amapola.

—¡Pero si él solo ha derribado el Telón de Acero!

—Aparentemente. Más Vaticano y menos viajecitos y nos iría a todos muchísimo mejor.

—Señora, a veces, y por mucho que me intereso, no puedo asumir sus razonamientos.

—No tiene capacidad para ello. Limítese a cumplir con sus obligaciones y no me venga con gaitas, don Crispín. Este Papa es comunista.

—¡Señora!

—De acuerdo. Oremos para que lo deje de ser. Pero me parece demasiado tarde. Y

después de la oración, a La Zarzuela.

—¿Sin avisar ni nada?

—Si avisamos, nos pondrán alguna pega. Nada, de improviso. Quiero preguntárselo al Rey cara a cara. Mirándole a los ojos. Y si es ante testigos, mejor. El traje de chaqueta oscuro, María. Don Crispín, me voy a vestir. Salga de la habitación.

Nos vemos en el
hall
en media hora.

En el coche azul oscuro con el chófer blanco —Ramón—, iba instalada la marquesa viuda de Sotoancho camino del Palacio de La Zarzuela. Moncloa abajo, carretera del Pardo, kilómetro 3 frente al Tiro de Pichón de Somontes. Dehesa prodigiosa. En La Zarzuela —«en Zarzuela», que dicen los asiduos—, un capitán de navío, ayudante del Rey, mantenía una interesante conversación telefónica en el antedespacho de Su Majestad. La voz del otro lado del hilo pertenecía al marqués de Sotoancho.

—Señor oficial. Ordene que los carros de la División Acorazada rodeen el perímetro de La Zarzuela. Mi madre va para allá.

—No creo que sea necesario. Se le impide el paso, y punto. No por descortesía, sino por norma. No está prevista ninguna audiencia a su nombre.

—Usted no conoce a mi madre, señor marino. Mi madre es capaz de subirse a los lomos de un gamo para llegar al Palacio.

—No se preocupe. No va a pasar.

—Sin tanques, pasa.

El ayudante del Rey avisó al control de la entrada principal. Pocos minutos después, llegaba el coche con la marquesa viuda de Sotoancho. Un sargento de la Guardia Real se acercó y saludó militarmente.

—Buenos días. ¿Qué se le ofrece?

—Ver al Rey.

—¿Tiene audiencia, señora?

—La tengo.

—¿Su nombre?

—Marquesa viuda de Sotoancho. María Cristina Belvís de los Gazules y Hendings.

—Un momento que voy a comprobar. Pero no me suena nada.

—Pues opérese del oído, soldado.

—Sargento, señora.

—Sargento o soldado, igual de sordo.

El sargento de la Guardia Real, un tanto quemado, entró en el cuerpo de guardia.

Un minuto más tarde abandonaba el local en dirección al coche con cara de evidente satisfacción.

—No consta, señora. No tiene usted audiencia con Su Majestad. Le ruego que abandone el recinto.

—Voy intentar que le degraden, sargento. No me voy. O me recibe el Rey o hago huelga de hambre aquí mismo. No creo que sea una buena imagen para la Monarquía que una anciana de noventa y cuatro años fallezca de inanición en la puerta de La Zarzuela esperando ser recibida por el Rey. Mi capellán será testigo.

Don Crispín estaba más blanco que las corvas de una irlandesa.

—Señora, no me obligue a adoptar medidas desagradables. Tengo órdenes concretas de impedir su paso como sea.

—Aténgase a las consecuencias. Don Crispín, iniciamos ahora mismo la huelga de hambre. Usted también, chófer alquilado.

—Señora, de huelga de hambre nada. Doy la vuelta y nos volvemos.

—Pues no cobra.

—Vaya si cobro.

—Pues salgo del coche. Váyase usted si quiere, chófer mariquita, pero don Crispín y yo nos quedamos.

Don Crispín no quería salir del coche, pero su libertad estaba muy limitada por el carácter de la marquesa.

—En aquella sombra estaremos bien. Chófer traidor, vuelva al hotel y comunique a mi doncella María la actual situación. Que compre una tienda de campaña y haga una pancarta en la que se lea:

«Marquesa y cura dispuestos a morir si no les recibe el Rey». Y como sigue usted alquilado, me lo trae todo. ¡Rápido!

El sargento no pudo reaccionar. Cuando lo intentó, el coche tomaba la curva y, carretera del Pardo arriba, ponía rumbo a Madrid. Los guardias reales no sabían qué hacer. El sargento pidió de nuevo instrucciones. Fueron terminantes.

—Señora, de orden de la superioridad, o abandona inmediatamente este lugar o avisamos a la Guardia Civil.

—Que venga la Guardia Civil. Nos vamos a divertir. Don Crispín, siéntese.

"¿TIENE AUDIENCIA, SEÑORA?

—Señora, sea razonable… —musitó el sargento.

—Nada. Y voy a convocar a la prensa. Don Crispín, llame por el móvil a los periodistas. Y ustedes —dirigiéndose a los guardias reales— a trabajar, que para eso les pagan.

Junto al aparcamiento del control de acceso a La Zarzuela, bajo una encina de doscientos años, la marquesa viuda y don Crispín montaron su campamento, no sin exigir una manta para el suelo.

—Sargento, aquí hay millones de hormigas. Una manta.

—No hay manta, señora.

—Me parece rarísimo que en una caseta de guardia no tengan mantas. Da igual.

Nos arreglaremos con la sotana de mi capellán. Don Crispín, quítese la sotana y extiéndala sobre el hormiguero. Y no me ponga excusas, que lleva debajo pantalones.

—Señora marquesa, esta sotana me la regalaron mis padres, que en paz descansen, y la cuido como colibrí a la orquídea selvática.

—Señor sargento, por favor. Disparen contra mi capellán. Por cursi.

—No podemos, señora. Por favor, abandonen el recinto. Tengo que llamar a la Guardia Civil.

—¿Y cómo nos vamos?

—No se preocupe, le pedimos un taxi.

—Bueno, pues llame al taxi. Pero le aseguro que esto no va a terminar así.

Volveremos a vernos, sargento.

—Espero que no, señora.

—Usted mismo.

Ya en el taxi, la furia se desató en las tripas de la marquesa.

—¡Esta noche vuelvo, sola o acompañada, pero vuelvo!

—Prefiero que lo haga en solitario, señora.

—Nada. Con usted, por si me tiene que dar la extremaunción. Y ahora, al Corte Inglés a comprarme unos vaqueros y ropa de camuflaje. Entro en La Zarzuela como que me llamo Cristina.

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