Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan (3 page)

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
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Preciosa Reñones Lemos

Lugar de nacimiento:
Algeciras.

Fecha:
19 de mayo de 1975.

Nueva doncella y ponebaños de la marquesa viuda, que decide llamarla María por considerar indecente que su hijo la llame «Preciosa».

Capítulo 1

Mama es mala. Con la edad se le ha puesto una cara de somormujo que asusta.

Pero de tonta no tiene un pelo. Mi padre era inteligente y culto, mujeriego antiguo, hembrero de cumbre alta, siempre jinete, y aficionado a la poesía. Pero yo nací tontito, y aunque la vida y la experiencia me han sacado del atolladero y ahora parezco razonablemente listo, calificar mi infancia de brillante se me antoja una exageración. Pero todo termina por saberse. Así que me hallaba en el salón preparándome mi primer whisky del ocaso cuando mi madre, que se atizaba un pedazo de ginebra capaz de tumbar a un pescador del mar del Norte, me lo soltó de sopetón.

—Tú eres tonto porque te pegaste un morrón en la cabeza el día de tu bautizo.

Revelación sorprendente y desagradable. Mamá se había tragado toda la ginebra e hizo ademán de incorporarse para repetir faena. Hijo solícito donde los haya, acudí hasta su sillón, y me ofreció su vaso. Le preparé una segunda copa de órdago. Tenía que saber el secreto de mi memez infantil. Cuando mi madre probó mi cóctel soltó un leve eructillo, casi carraspeo de ratón. Pero no lo rechazó.

—Te caíste de los brazos del ama cuando los cañones dispararon las salvas de honor.

Intrigante. No sabía que en mi bautizo se habían disparado cañonazos en mi honor. Mamá estaba lanzada.

—En la biblioteca de tu padre encontré un librito con el ceremonial del bautizo del Príncipe de Asturias en tiempos de Isabel II. Y aunque tu padre era reacio a este tipo de cosas, me dio carta blanca para que lo organizara como yo quería. Mi tío, Jorge Belvís de los Gazules, era coronel de Artillería, y le pedí prestados dos cañones y ocho soldados. Como era encantador me los mandó sin poner ni una pega. Instalaron los cañones en la recoleta de los magnolios, en espera de recibir la señal. Mira, el librito está ahí. Yo lo seguí al pie de la letra.

Encontré el preciado volumen, preciosamente encuadernado. Mamá había subrayado los puntos importantes:

Se nombrarán los ocho gentileshombres del Rey más antiguos para llevar las insignias del bautizo y las condecoraciones. El primero llevará el salero; el segundo el cepillo; el tercero la vela; el cuarto el aguamanil; el quinto la toalla; el sexto el mazapán; el séptimo el Toisón de Oro y el octavo la banda de la Concepción.

—Mamá, ni nosotros tenemos Gentileshombres, ni yo el Toisón de Oro y la banda de la Concepción.

"LE PREPARÉ UNA SEGUNDA COPA DE ÓRDAGO."

—De acuerdo, Susú. Pero nos adaptamos a nuestras circunstancias. En lugar de Gentileshombres llevaron todas esas cosas tus tíos con mejor pinta. El Toisón de Oro lo sustituimos por una corona marquesal de plata dorada que encargué a un orfebre de Sevilla, y la banda de la Concepción por una banda de la Cruz Roja, de la que yo era vicepresidenta regional.

Seguí leyendo.

Desde la sala de guardias hasta la capilla se colgará todo el trecho con tapicerías, y se alfombrará la galería. En el centro de la capilla se pondrá una tarima de dos pies de alto y de capacidad suficiente para colocar sobre ella la Pila de Santo Domingo y cinco o seis personas nada más.

—Mamá, la Pila de Santo Domingo está en Madrid.

—Pero la de Santa Guiomar es nuestra.

—Jamás la he visto.

—Porque está gafada desde que te bautizamos. La guardamos en el chiscón de las caballerizas. Ahí tiene que estar todavía.

Me afané en la lectura.

Llegada la hora, vestido el Rey nuestro señor, preparado el Príncipe, y colocado cada individuo en la pieza que por su clase le corresponde, saldrán del cuarto del Rey dos ujieres de saleta, un mayordomo de semana y un gentilhombre de Su Majestad para avisar a los Consejos y demás invitados que están en la capilla la salida del Rey de su habitación.

—Aquí, hijo, tuvimos que rizar el rizo. De Rey hacía tu padre, al que obligué a vestirse de maestrante. Los ujieres de saleta eran Juan y Martín, dos criados que teníamos con bastante buena facha. De mayordomo de semana hizo tu tío Jaime Valeria del Guadalén, y cuando tu padre salió de su habitación parecía el Rey de Prusia, de lo guapísimo que estaba. Nunca antes lo había visto tan guapo. Además, como llevaba encima un enfado tremendo, se le acentuaba la majestad. Todavía, y ya han pasado sesenta y algunos años, los que tú tienes, pienso en ese momento y se me pone la carne de gallina. De verdad, hijo, que eres un privilegiado.

No entiendo bien mi privilegio, pero no es cosa de discutir con una beoda.

Además, que me estaba revelando el secreto fundamental de mi vida.

Y aquí llega el momento culminante. La lectura lo resume: Llevará al Príncipe el Aya, la cual con una banda roja con flecos de oro al cuello, tomará en el dormitorio de la Reina a Su Alteza Real.

—Por supuesto, Mamá, que la Reina eras tú y yo el Príncipe.

—No yerras. La Reina yo, tú el Príncipe y el Aya tu ama de Amurrio, Vichori, a la que pusimos una banda de lo más aparente. Pero se nos olvidó prepararla para los cañonazos.

En efecto. Porque el librito no miente.

En ese momento, cuando el Aya toma de la Reina al Príncipe, una salva de artillería anunciará la ceremonia.

—Aquí está el meollo, Cristian. En Palacio, a las ayas se las preparaba previamente. Con todo el lío de la organización, no le advertimos a Vichori de lo de los pepinazos. Yo te deposité en sus brazos, y arqueando la ceja izquierda hice la señal de aprobación a Francisca, que era entonces mi doncella y ponebaños. Entonces Francisca tremoló un pañuelo blanco, y el sargento de artillería mandó hacer fuego.

Diez cañonazos. Al oír el estrépito del primero, Vichori pegó un alarido y te dejó caer al suelo. El golpe, brutal, fue en la cabeza, y se te puso esa cara de idiota que todavía no te ha abandonado. A Vichori tuvimos que despedirla.

—¿Me hice alguna herida en la cabeza?

—No, Susú. Sólo un chichón. Pero con un aspecto horrible. Prepárame otra ginebra.

—Mamá, tu estado es ya de avanzada embriaguez.

—Desde la avanzada embriaguez a la total embriaguez queda un largo trecho por recorrer. Escancia.

A sus noventa y cuatro años, la resistencia de Mamá es increíble. El alcohol se muestra en su mirada, chispeante, pero no consigue desmoronarla. Ya con la tercera copa en la mano, prosiguió su escalofriante relato.

"VICHORI PEGÓ UN ALARIDO y TE DEJÓ CAER AL SUELO."

—El problema no fue sólo tu morrón y que te quedaras lelo para siempre. Lo peor fueron las ciento pico mil pesetas de aquella época que tuvo que pagar Papá de indemnización al propietario de la tienda de ultramarinos del pueblo. Y menos mal que estaba cerrada y no había clientes. La pulverizó un proyectil. De los diez cañonazos, uno fue con balas de verdad, por un despiste del sargento. Y fue a parar a la tienda. O sea, que además de tonto, gafe.

—Yo no tuve la culpa, Mamá. Eso te pasó por pretenciosa y esnob. No entiendo cómo mi padre te permitió montar ese numerito.

—Tu padre, en aquella época, hacía lo que yo quería. Fue después, años más tarde, cuando empezó a darme disgustos con sus amiguitas piconeras.

—Pues ya ves. De tonto, no tengo nada.

—Tienes muchísimo, Susú. Jamás he pronunciado esa palabra, y será la primera y última vez que lo haga. Pero a los noventa y cuatro años puedo permitirme la licencia del desahogo. Con el morrón, te quedaste gilipollas.

La impresión que produce en un hijo que ha superado los sesenta y cinco años oír de su madre tamaña atrocidad, me dejó por unos momentos sin capacidad de reacción. Siete minutos después, aproximadamente, y tras recuperar el habla, con sarcasmo pero sin perder la compostura, puse a mi madre en su sitio.

—Buenas noches, Mamá.

—Que descanses, hijo.

—Si ves cucarachas y arañas enormes en tu cuarto esta noche, no te preocupes. Esa experiencia tan desagradable es habitual entre los alcohólicos. Se llama «delírium trémens». Voy a avisar a María, tu doncella, para que te lleve a la cama. Si deseas una camilla no tienes más que decirlo, Mamá.

Mi madre tampoco supo encajar el golpe. Me miró con expresión de manatí. Ha pasado del somormujo al manatí. De anátida a mamífero de agua. Le tiemblan los papos, y ha hecho ademán de agarrar algún objeto para lanzármelo. Pero el objeto era el retrato de sus padres y se ha arrepentido.

Entonces, con el dolor a cuestas pero simulando la herida, con la entereza que de siempre ha caracterizado a mi familia paterna, he apurado el whisky, suspirado de alivio triste, y abandonado posteriormente el salón sin recibir su beso nocturno.

—Enormes cucarachas, Mamá.

—Que Dios te perdone, mal hijo.

Me da vueltas la cama. La verdad es que no sé a ciencia cierta si la cama da vueltas o el techo de mi cuarto es una peonza. Más de la impresión que de la bebida. Por la mañana bebo ginebra, pero cuando el sol se decide a descansar, en esa hora maravillosa que unos dicen el ocaso, otros el crepúsculo, los más el atardecer y yo el atardecielo, acostumbro a pimplarme tres escoceses de trapío con hielo y agua. Y esta noche, sólo he bebido un whisky, porque la revelación del secreto me ha dormido las apetencias etílicas. No comprendo cómo Mamá ha sido capaz de guardar los enigmas de un misterio que, sinceramente, sospechaba que existía. Algún motivo tenía que haber para que yo, ahora tan despabilado y de mi tiempo, hubiera tardado más de sesenta años en parecerme a una persona normal. Me da vueltas la cama y la tristeza.

Decididamente mi madre es un ser malvado y sin escrúpulos. Su cuarto, contiguo al mío, es testigo diario de los «delírium trémens» que le asaltan. Ella no reconoce nada.

No tiene miedo a las grandes arañas y cucarachas que surgen en la mente de los borrachos. Hasta el «delírium trémens» se somete a su temperamento. Y para colmo de los males, me falta Tomás. Está en su casa del Puerto de Santa María, primera línea de playa en Vistahermosa. Se ha ido de ligue, que a mí no me engaña. Y los niños, mis cinco hijos, gracias a Elena, no me molestan, pero a medida que van creciendo los encuentro más pesaditos. Marisol en el recuerdo y Marsa en Madrid.

Me llama todos los días, pero no acepta instalarse en La Jaralera. De cuando en cuando me largo a la Capital del Reino y sofoco mis ansias íntimas con ella. El fantasma de Marisol puede con su resistencia. El pasado sábado me lo confesó, después de echar un polvete en su suite del Ritz.

—Aquí soy libre. En tu casa no podría hacerlo. Me aterroriza tu madre. Y tus recuerdos.

Mujer maravillosa. Mi jaguara. Rubia y rizada. Guitarra de Cartagena de Indias.

Cuerpo cobrizo, piel de crema. Más dinero que yo. También eso, por qué no reconocerlo, me gusta.

—Marisol ya no está, amor mío. Y me quiero casar contigo. Olvida los fantasmas.

—Marisol está encantada, allá donde esté, de nuestro amor. Pero temo a tu madre.

No la temo, la odio. Pisaría su cabeza con muchísimo gusto.

—Con noventa y cuatro años, poca cabeza le queda.

—Ésa te entierra, Cristian. Ésa te entierra.

«¡Marsa! Estoy en mi cuarto, solo, y tú no vienes. Sin ti y sin Tomás no soy nadie.

Me da vueltas la cama, pero mucho me temo que sea mi alma la que baila con mis tristezas.»

Está claro que La Jaralera me pesa. Tengo que cambiar de aires. Marsa me ha sugerido San Petersburgo, pero a mí los rusos me dan miedo. Además, que de allí eran los zares, tíos lejanos de mi primera novia, Olimpia de Bolka-Romanov y Repullés, con la que Mamá me quiso casar hace ya cinco años. Pienso en Olimpia y me salen granos con pus. Mujer horrible, autoritaria y lo peor, juguetona. Una tarde, ya instalada en casa, entré en el salón y Olimpia estaba escondida detrás de las cortinas. Me tapó los ojos con sus grasientas manos y me soltó un «Cucú, ¿quién soy?», que todavía me acompaña en mis pesadillas. Piel de chacha. Y pelirroja.

Prefiero un rotweiller galopando hacia mis piernas con afanes de mutilación a una pelirroja con ciento ochenta y siete centímetros de estatura. Y encima, que se dedique a esconderse tras las cortinas para jugar al «Cucú, ¿quién soy?».

En Madrid, dos años hace, me la topé en plena calle de Serrano. Crucé la calzada sin mirar. Un autobús estuvo a punto de atropellarme. Olimpia me reconoció y no paró de insultarme hasta que desaparecí por Ayala abajo. Recuerdo con especial desagrado el término «pichafloja», que repitió con insistencia. Me refugié en Embassy, donde me encontré con mis primos Dolo y Carlos Domecq que estaban en su segunda luna de miel, acarameladísimos. Carlos me notó atribulado.

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