Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan (4 page)

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
8.79Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué te pasa, Cristian?

—Que una fiera corrupia y pelirroja me pisa los talones. Y para colmo, insultándome.

Gracias a ellos, que ante mi presencia dejaron de hacer manitas y dedicarse carantoñas, pude salvarme. Bueno, salvarme momentáneamente. Cuando calculé que la fiera había desistido de su ataque, me despedí de mis primos y salí a la calle por la puerta que da a La Castellana. Ahí estaba Olimpia esperándome. La trifulca duró muy poco.

—¡Maricón!

Y me dio una bofetada.

Cosas del rencor. Se vio dueña de La Jaralera y se sintió marquesa de Sotoancho.

Hubiese significado el fin de la dinastía. Y ahora Marsa se empeña en que nos vayamos a San Petersburgo, con treinta grados bajo cero y millones de rusos. Voy a llamarla para que cambie el destino de nuestro viaje.

—¿Marsa? Soy Cristian.

—Dime, amor.

—Rusia me da miedo.

—Vas conmigo.

—Prefiero una isla caribeña.

—Estoy del Caribe hasta las cejas. Además, ya he sacado los billetes. Vuelo directo desde Madrid. Cuatro horas y media. Viviremos en el Hotel Davidoff. Volamos pasado mañana a las 9 horas. Trae ropa de abrigo. Quince bajo cero. El tiempo, bueno para el fin de semana. Estoy deseando hacerte mío en Rusia, mi tucán.

Pienso en una postal de nieve más allá de la ventana, y en Marsa desnuda abrazada a mí, y me pongo morcillón completo. Esta mujer es maravillosa. Colombia en estado puro.

—Me da miedo encontrarme con un pariente de Olimpia.

"CUCÚ, ¿QUIEN SOY?"

No hay solución. Iré donde ella vaya. Pierdo los sentidos por Marsa. Me hizo hombre en Cascáis, en una época difícil. Mi madre estropeó la boda. Me ha rescatado de la melancolía. Si quiere que nos vayamos a San Petersburgo, para allá me voy de cabeza. Y hablando de cabeza, tengo que comprar un gorro de piel. A Sevilla que me largo. Y Tomás sin aparecer.

Capítulo 2

La gran ventaja de ser muy rico es que se puede uno ir imprevistamente de casa y dejarlo todo en orden. He llamado a Elena, que me ha asegurado aún más dedicación, si cabe, para con los niños. Los cinco mocosos crecen y no terminan de convencerme de que la paternidad es maravillosa. Con Elena están de dulce y la quieren como si fuera su madre. A mí me miran y rompen a llorar. Cuando vuelva de Rusia voy a ocuparme de ellos, porque no quiero parecerme a Mamá. A Tomás le he dejado unas notas desabridas. Su fin de semana en el Puerto de Santa María se ha alargado en exceso. Le he llamado para contarle las novedades y pormenores de mi viaje, y su comentario me ha dolido.

—En San Petersburgo empezó el tomate, señor marqués. Los niños jugaban al fútbol con las cabezas de los aristócratas.

Me irrita Tomás. Tan bueno cuando quiere, tan hiriente cuando le sale el complejo de clase.

—Pero con anterioridad a que jugaran al fútbol con sus cabezas, los aristócratas se lo pasaron de maravilla. El Príncipe de Volodia se acostaba los lunes, miércoles y viernes con la novia de su ayuda de cámara. Y el ayuda de cámara, chitón.

—Eran otros tiempos, señor marqués. Mi novia le ve a usted desnudo, y llama a la centralita del parque de Doñana: «Oigan, que se les ha escapado un alimoche».

—Es decir, que reconoces que tienes novia.

—Tengo principio de compañera. Somos un proyecto de pareja de hecho.

—Ésa va por tu dinero.

—No, señor marqués. Gladys no es de ésas.

—¿Se llama Gladys? Me ahogo de la risa.

—Se llama Gladys. Y si se ríe usted de Gladys, a su vuelta de Rusia, si es que vuelve, y ante todo el personal de La Jaralera, le voy a poner la cara a cuadros.

—¿Es inglesa?

—No, es de Almodóvar del Río. Y ni una broma más, señor marqués. Que se lo pase bien en Rusia con su colombiana. Y que le den.

Me ha colgado y no he tenido más remedio que dejarle unas páginas manuscritas impregnadas de afecto y autoridad. Pero lo de Gladys me ha divertido. Al fin tengo a la vista una grieta en su muralla. Lo cierto es que tampoco puedo ser muy autoritario, porque Tomás tiene suficiente dinero para no volver a vestirse de mayordomo. Heredó de mi tío Juan José, el querido e inolvidable putero de la familia. Y sin Tomás uno se siente desamparado. Así que al final de la nota le he escrito: «Eres un viejo forajido, y te estimo mucho. Te permito incluso que te traigas a Gladys a casa, aunque ello provoque un nuevo patatús a mi madre. Te traeré un regalo, bribonzuelo. Un abrazo, tu marqués y señor».

Lo de «bribonzuelo» lo leí en no recuerdo qué libro y me hizo mucha gracia. Soy de sonrisa fácil. Lo peor viene ahora, pero me divierte. Comunicarle a Mamá mi decisión de viajar con Marsa a Rusia, que, según mi madre, sigue siendo comunista.

Está con don Crispín, el capellán palomo, rezando el Santo Rosario en la galería de poniente. Un Rosario muy raro y a la medida del estado de humor de Mamá.

Cuando se harta, corta por lo sano y grita: «¡Amén, amén y amén!». Entonces don Crispín sabe que tiene que terminar la faena.

Don Crispín llegó de sustituto de don Ignacio, el gran don Ignacio que se fugó con Ramona, la cocinera. En un principio, don Crispín no terminó de caer bien. Vino con ínfulas solidarias y poca querencia al aseo personal. Pero al cabo del tiempo se ha convertido en un cura de derechas de toda la vida y está limpio como la patena de plata de la capilla. Más que limpio, porque me mete en su relación mensual de gastos unos pufos en concepto de «Perfumería» que no tienen justificación. «Frasco mediano de Chanel n.° 5, vaporizador, 310 euros.» Pero en fin, ha encajado con Mamá y eso es lo importante. Ahí están, en plena plegaria.

—Siento interrumpir la sesión. Mamá, sabes perfectamente que por mucho que reces tu futuro infinito está en el infierno.

—No diga esas cosas ni en broma, señor marqués. El diablo siempre está al acecho —protestó don Crispín.

—El diablo está a su lado disfrazado de marquesa viuda —repliqué con lozana campechanía.

—Vete de aquí, canalla. Además, ya sabes por qué eres tonto.

Reconozco que no estaba preparado para recibir la andanada. El demonio que habita en mi madre es rápido y cruel. Don Crispín, que nada entendía, puso expresión de angustiosa curiosidad.

—Mi hijo es tonto porque se dio un morrón en la cabeza contra el suelo el día de su bautizo.

Era mucha la humillación y reaccioné como pude.

—Tonto o no, soy tu hijo. Tonto o no, soy el dueño de todo esto. Tonto o no, me voy a Rusia con Marsa.

—¿No lo ve, don Crispín? Tonto.

—Me vendrá bien descansar de ti, Mamá.

—¿Y dices que te vas a Rusia?

—A Rusia.

—¿Y con la colombiana ésa?

—Con mi amor.

—¿A Moscú?

—No, a San Petersburgo.

—¿Hace frío?

—Ayer, veinte bajo cero.

—¿Qué pretendes hacer allí?

—Conocer una ciudad maravillosa e histórica, y por la noche dormir con Marsa.

Voy a pedirle que se case conmigo.

—Si lo haces, te desheredo.

—Mamá, la tonta eres tú. Sólo yo puedo desheredarme. Todo es mío. Adiós, higo chumbo. Me largo ahora mismito. Don Crispín, si no se porta bien, nada mejor que una buena leche a tiempo.

—¡Por Dios, señor marqués!

—En cinco días estaré de vuelta. Adiós, Mamá.

—Que te mate un bolchevique, imbécil.

"¡AMÉN, AMÉN y AMÉN!"

Capítulo 3

Nada más complicado que hacer un equipaje para viajar a Rusia con Tomás ausente. Compré en Sevilla un gorro de piel muy parecido al que llevaba Omar Sharif en
Doctor Zhivago.
Camisetas de lana con manga larga y pololos hasta los tobillos. Un «plumas» de esos que se llevan después de esquiar y toda suerte de complementos esquimales. Me ha llevado hasta Santa Justa Lorenzo, el nuevo chófer, que me pone de los nervios con su manera de conducir. O muy lento o como Fernando Alonso, adelantando por la derecha y por la izquierda. Lo que más le sugiere a Lorenzo es un coche de la Guardia Civil. En lugar de disimular y disminuir de velocidad, aprieta el acelerador y adelanta a la Benemérita a doscientos por hora.

Las multas, hasta ahora, las he pagado yo. Pero todo tiene un antes y un después, y más con Rusia. Antes de Rusia las pagaba yo. Después de Rusia se las deduciré de su sueldo.

En el AVE me he encontrado con lo de siempre. Gente que habla por el móvil. Se suben al tren y se ponen a hablar. Mi compañero inmediato estaba muy preocupado por un pagaré que no había satisfecho y todos los viajeros del vagón de «Club» nos hemos enterado de que es un moroso. Si no puede atender una deuda, que viaje en

«Turista» que es más barato. He estado a punto de decírselo, pero la ancestral cautela de los Sotoancho me ha aconsejado el abrazo del silencio. La gente reacciona muy mal.

En Puertollano le ha vuelto a llamar el afectado por su falta de formalidad, y se ha puesto a ulular por el móvil. He recurrido al revisor y puesto las cosas en su sitio.

«Señor, este viajero no sólo no paga lo que debe, sino que nos está dando la tabarra a todos, que no tenemos culpa de sus manejos.» El revisor le ha recordado que sólo se puede hablar por el móvil en los rellanos entre vagones. Se lo ha dicho con tanta autoridad que todos se han sentido aludidos y han abandonado el vagón para hablar.

Un guirigay en el rellano.

El sinvergüenza me mira con mala cara. Expresión amenazante. Mucho me temo que al llegar a Atocha intente vengarse con una agresión. Me tiemblan las canillas.

Así que me marcho al bar-cafetería para calmar mis angustias. Ciudad Real superada. Madrid a un paso.

Con las maletas que llevo, huir es empresa imposible. El moroso, no obstante, ha tenido a bien decidir no machacarme. En el taxi me he sentido libre y tranquilo.

"SE SUBEN AL TREN Y SE PONEN A HABLAR."

—Al Ritz, por favor.

El taxista, de muy malas maneras me ha dicho:

—Podía haber elegido La Moraleja. El Ritz está ahí al lado. Una puta mierda de carrera.

—Sí, pero yo voy al Ritz, no a La Moraleja.

Esta ciudad está de un humor que no hay quien la soporte. Ni dejando al taxista un euro de propina he conseguido su gratitud. En la puerta del Ritz, por fin, Marsa.

Cara de pocos amigos.

—¡Hola, mi amor!

—Hola, Cristian. Malas noticias. El viaje, suspendido.

—¿Por qué?

—Han llamado de tu casa.

—Si te han dicho que se ha vuelto a morir Mamá, no te lo creas.

—No, Cristian. El problema es grande. Tu madre está de los nervios. Tomás se ha incorporado. Os han invitado a la boda del Príncipe de Asturias. Tu madre está tan contenta que hasta ha sido simpática conmigo. Y me ha pedido que vuelvas, que hay que preparar muchos detalles, y que no eres tan tonto como te ha dicho. Creo Cristian, que esto no es un asunto personal. Se trata de un asunto de Estado, y tu deber es atenderlo como de ti se espera.

Estupor. Entiendo el nerviosismo de mi madre. Las relaciones entre nuestra casa y la Real no han sido estrechas en los últimos años. La verdad es que durante el régimen de Franco nos olvidamos de Don Juan. Cuando murió el Caudillo, intentamos alguna aproximación, pero con poco éxito. Y el mazazo vino con la boda de la Infanta Elena en Sevilla. Mamá se encargó de todo, desde los zapatos a la pamela, pero no recibimos la invitación. En Sevilla se rieron bastante de nosotros, y mi madre dejó de organizar sus meriendas. Tampoco nos convidaron a la boda de la Infanta Cristina en Barcelona, pero eso tenía mejor explicación. Lo de Sevilla fue un golpe difícil de sobrellevar. Pero todo se compensa con esta invitación, con la que ni soñábamos. Se trata de la boda del Heredero de la Corona, y nos confirma que los Reyes nos han elegido para representar a nuestra dinastía en la ceremonia más importante. En efecto, tengo que volver. Pero lo haré mañana.

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
8.79Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Jack County Demons by AK Waters, Vincent Hobbes
Blackthorn Winter by Kathryn Reiss
The Enemy of the Good by Arditti, Michael
Undressed by Aster, Avery