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Authors: Álvaro Colomer

Tags: #Intriga

Los Bosques de Upsala (4 page)

BOOK: Los Bosques de Upsala
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Desde mi posición a pie de calle entreveo la cabeza del perro asomando entre los barrotes del séptimo piso. Aunque hay otros peatones a mi alrededor, gentes que van y vienen, así como personas que se detienen, juraría que el chucho me mira directamente a mí y, cuando camino hacia la derecha para cerciorarme de que no se trata de un engaño visual provocado por la distancia, compruebo que el animal yergue las orejas, estira un poco el cuello y mueve el hocico en la misma dirección en la que yo me desplazo. Desconozco hasta dónde alcanza el horizonte de los canes, pero no hay duda de que ese pelanas discierne mi figura incluso a veinticinco metros de distancia, y tampoco de que mi vecina, a quien también descubro espiándome desde su balcón, goza de idéntica pericia visual, porque ahora mismo, cuando la saludo con la mano indicándole que la he pillado, da un paso atrás para sumergirse en las sombras de su terraza. Poco después, cuando la entrometida del séptimo segunda se ha desvanecido tras las tinieblas de su soledad y cuando el perro de enfrente ha encajado una nueva patada de su dueño, me concentro en el pavimento ávido de alguna pista que verifique o desmienta mis sospechas. Busco una salpicadura de sangre, un pendiente desparejado o un montón de serrín. Lo que sea con tal de esclarecer si Elena se ha descerebrado contra la acera. Pero no encuentro nada. Ni siquiera un adoquín quebrado. Lógicamente, los transeúntes me miran con cierta desconfianza porque no acostumbran a topar con hombres acuclillados en plena calle y al conductor de un coche patrulla, de fijo anhelando un poco de acción, se le hacen los dedos huéspedes mientras circula a mi lado. Y ese policía continúa arqueando la ceja cuando una adolescente se detiene a mi lado, me pregunta qué busco y palidece cuando respondo que nada de su incumbencia. Siquiera dos minutos después, habiéndome convencido de que no hay restos humanos sobre la calzada, devuelvo la atención a las alturas con la esperanza de que Elena asome por nuestro balcón, grite qué haces ahí, imbécil, y me ordene que suba a casa inmediatamente. Sin embargo, como tampoco ocurre nada de esto y como no imagino otros paraderos, acepto que mi mujer ha desaparecido sin dar ninguna explicación. No está en casa, no lleva el móvil, no ha cogido las llaves, pero tampoco se ha roto contra la acera, así que sólo puede haberse largado lejos de mi lado. Elena me ha abandonado porque no soporta mis errores, porque ha conocido a otro o porque la depresión, acaso transformada en locura, la ha lanzado al mundo. Quién sabe. Pese a esto, antes de permitir que mis pensamientos avancen por semejantes derroteros, me recuerdo a mí mismo que tiendo a sacar las cosas de quicio y en última instancia me agarro a la posibilidad de que mi esposa continúe en la entrevista de trabajo que, según me comentó durante la cena de ayer, había concertado para las cuatro de la tarde. Tal vez ha superado las pruebas de aptitud a las que se ha ido enfrentando a lo largo de la jornada y todavía ahora, cuando ya han tocado las diez de la noche, se examina ante unos chupatintas que alargan artificialmente la cita para disfrutar un poco más de su talento y, cómo no, de su belleza. De nuevo animado por estos argumentos, me dirijo a casa dispuesto a esperarla ante el televisor, pero a medida que el ascensor pasa de largo las distintas plantas me voy inclinando hacia la desconfianza y, cuando al fin alcanzo el séptimo piso, pienso que Elena puede haberse marchado a tomar un cafetito con alguna de esas amigas a quienes dejó de lado por culpa de la enfermedad. Durante este último año no ha mantenido relaciones con ningún conocido, excepción hecha de su hermano, pero esas mujeres han continuado llamándola para convencerla de que se apunte a alguna de sus reuniones recordándole que, si sigue apartada del mundo, jamás recuperará el apetito por la vida. Podría darse el caso de que hoy, tras cientos de telefonazos a horas más que intempestivas e incluso de varias incursiones imprevistas a nuestro domicilio, esa panda de entrometidas hubiera logrado su objetivo. Aunque yo preferiría lo contrario. Nunca me han gustado esas tiparracas. Principalmente porque se pasan las horas restregándole la mala situación económica en que vivimos y porque no se cortan un pelo a la hora de recordarle que ya le advirtieron sobre las consecuencias de casarse con un hombre cuya máxima aspiración consistía en diseccionar insectos. Me revienta suponer que un día como hoy, en el que cumplimos cinco años de matrimonio y en el que deberíamos cenar en el restaurante donde le supliqué que se casara conmigo, ella pueda haber restablecido el trato con ese hatajo de chismosas y esta posibilidad me enrabia tanto que, al poner un pie en nuestro apartamento, me dirijo al ropero resuelto a colgar el abrigo en una percha que, por supuesto, colocaré en sentido contrario al resto. Y todavía saboreo el placer de la venganza cuando, al abrir las puertas de este armario empotrado, encuentro a Elena tumbada en su interior. Al principio no reacciono. Observo su figura yacente, pero no alcanzo a comprender el significado de esta escena hasta que reparo en el frasco de barbitúricos, la baba reseca y los ojos sin pupilas. Es entonces cuando maldigo el día en que, escondido en una habitación junto a otros adultos, comenté que yo nunca había sido objeto de una sorpresa de aniversario. Porque no me refería a esto.

II

Apenas diez minutos después, dos técnicos sanitarios llaman a la puerta de casa, me dan las buenas noches y se arrodillan junto a mi esposa. Al principio considero que se toman el asunto con demasiada tranquilidad, como si no hubiera urgencia alguna, pero enseguida comprendo que la calma con la que se manejan, así como la ritualidad con la que despliegan el instrumental sobre la moqueta, revela un auténtico dominio de la situación, casi una costumbre, una mecánica ante el suicidio. Después, cuando ya me he retirado unos pasos para no interferir en su trabajo, uno de ellos me pregunta por qué no he sacado a la paciente del ropero y, en vez de responder al instante, medito durante unos segundos mi contestación. No quiero reconocer que me aterraba tocar el cuerpo de Elena, de modo que me encojo de hombros deseando que entienda que yo, como tantos otros urbanitas, me paralizo ante el dolor ajeno. Un par de meses atrás presencié un accidente de tráfico en el que un conductor descalabró a un motorista. El batacazo proyectó al adolescente por encima del capó, le hizo dar dos vueltas de campana y lo depositó, retorcido como un alambre, sobre un pozo de alcantarillado. De inmediato un peatón, uno que simplemente pasaba por ahí, telefoneó a la ambulancia, y algunos ciudadanos más, haciendo gala de idéntica rapidez a la hora de actuar, se precipitaron sobre el herido para prestarle auxilio. Esos viandantes reaccionaron en un santiamén, como si supieran de antemano qué debía hacerse en casos de esa índole, mientras que el resto nos mantuvimos en nuestras posiciones sin atrevernos a tomar partido en una situación que obviamente nos superaba. Yo mismo me quedé paralizado junto al semáforo, pero al cabo de un rato, en concreto cuando un policía inició las tareas de reanimación, me di cuenta de que ya no me encontraba junto al semáforo, sino detrás del semáforo. Mientras la gente se había ido apelotonando alrededor del accidentado sin duda fascinada por el hecho de que la muerte pudiera hacer acto de presencia en un lugar tan cotidiano como aquél, yo me había ido escondiendo detrás del semáforo sin ser consciente de ello y todavía hoy me extraño de que mis piernas me alejaran del escenario de la tragedia sin haber recibido, al menos de un modo directo, la orden de mi cerebro. Esta noche me ha ocurrido lo mismo. Después de encontrar a Elena tumbada en el armario, me he deslizado a lo largo de la pared hasta alcanzar el teléfono y he llamado a los servicios sanitarios rogándoles que vinieran enseguida, pero luego he permanecido en el pasillo, con la espalda pegada al muro y las manos sobre el rostro, anquilosado a causa del miedo. No me he atrevido a acceder de nuevo al dormitorio porque no sabía cómo actuar en una situación como ésa y, en vez de comportarme como el hombre que debería habitar en mí, me he quedado en el corredor suplicando a Dios por la vida de mi mujer. Bueno, en realidad no sólo he suplicado por su vida, sino que también he pedido que no se percatara de que la había dejado a solas en la que podría ser su última hora. Mi cobardía ha alcanzado tal cota de vileza que he preferido su muerte inmediata a una agonía lo suficientemente larga como para que reparara en mi abandono. Y todavía me martirizaba con mi bajeza moral cuando me he dado cuenta de que estaba acuclillado en una esquina del comedor. Igual que me ocurriera la tarde en que un motorista falleció sobre un pozo de alcantarillado, me lie desplazado del pasillo al salón sin percatarme de ello, lo cual me ha ratificado que, además de quedarme agarrotado ante las situaciones que me rebasan, tiendo a alejarme de ellas de un modo absolutamente inconsciente. Por eso mismo, en este preciso instante, mientras los sanitarios sacan a Elena del armario, también mientras el perro del vecino ladra desde su balcón, me agarro a la puerta del dormitorio temeroso de que mis piernas me arrastren hasta otra habitación y horrorizado ante la posibilidad de que dentro de un rato, cuando hayan terminado su labor, los médicos me localicen agazapado tras los cojines del sofá, ovillado en el interior del baúl o llorando ante un abismo de siete plantas. No quiero abandonar a mi esposa en un momento como éste, así que me aferró al batiente mientras observo el modo en que uno de estos médicos inyecta una sustancia, supongo que adrenalina, en el brazo de la moribunda y la forma en que el otro le arrea unos sopapos al tiempo que le ordena despertar. Hasta que de pronto ella obedece. Súbitamente mi esposa clava sus pupilas en el hombre que le ha devuelto la vida y, como éste se inclina hacia ella para darle literalmente la bienvenida al paraíso de las segundas oportunidades, ella le devuelve una sonrisa que, la verdad, ya quisiera para mí.

En este momento no hago más que repetir la palabra gracias mientras las lágrimas resbalan por mis mejillas. Uno de los técnicos guarda el instrumental sin atender a mi lloriqueo, pero su colega, viéndome en semejante trance, me palmea la espalda, asegura que todo se arreglará y me pide que sea bueno y le traiga una silla. Salgo disparado del dormitorio porque quiero serles de utilidad y, mientras me dirijo al comedor, les oigo cuchichear a mis espaldas. No me importa. Pueden despotricar contra mi cobardía cuanto quieran porque, habiendo resucitado a mi esposa, también me han devuelto la vida a mí. Sus insultos no me ofenden lo más mínimo, ni tampoco me afecta que ahora, cuando regreso con el mueble entre las manos, cambien burdamente de tercio para fingir que sus susurros no eran más que bromas sobre el estado de la paciente. Quieren demostrarme que lo peor ya ha pasado, que debemos alegrarnos por su recuperación, que incluso podemos contar chistes a su costa, como hace uno de ellos al recomendarme que la próxima vez, si no me atrevo a sacar a la moribunda del armario, al menos le ponga una pastilla de alcanfor en el bolsillo. Ellos se desternillan con la gracieta; yo no. Pero tampoco protesto. A fin de cuentas, me han devuelto a mi pareja, así que me resigno a su falta de tacto y aguardo hasta que uno de los dos, dándose cuenta de que no considero que sea momento para gansadas, me confirma que mi mujer se pondrá bien. Después colocan a la paciente sobre una silla que arrastran hasta el descansillo, donde Elena, todavía adormecida pero igualmente hermosa, apoya su cabeza sobre el vientre de uno de sus salvadores y donde, aun cuando yo preferiría verla reclinada sobre mi pecho, asumo el rol de esposo pasmado que me toca representar. Y es entonces cuando entreveo el rostro de mi vecina asomando tras su puerta. La anciana aparece en el rellano como por arte de birlibirloque y observa a mi esposa con tanta fruición que parece dispuesta a abrazarla en cualquier momento. Por fortuna, se limita a preguntar qué ocurre y uno de los sanitarios, al reparar en que yo no contesto, responde que no pasa nada, señora, vuelva a su casa y no se preocupe. Pero la mujer insiste. Nos interroga sobre Elena dos, tres y cuatro veces, llegando a hacerse tan pesada que el otro técnico, también extrañado ante mi silencio, le asegura que la paciente ha sufrido una indigestión de lo más vulgar. Lógicamente, ella no traga. Ni tampoco oculta su indignación al percatarse de que la tratamos como a una vieja chocha, por lo que de súbito se hincha de hostilidad hacia mi persona y, señalándome con su uña postiza, vocea que yo soy el culpable de todo. Durante los siguientes segundos el rellano queda sumido en el más absoluto de los silencios. Al menos hasta que mi mujer apoya una mano sobre el pecho de su salvador y lanza un gemido desde la caverna de su garganta, consiguiendo con semejante reacción que yo despierte de mi letargo y ordene a la viuda que se calle de una jodida vez. Luego empujo a los sanitarios hasta el interior del ascensor y, diciéndoles que yo emplearé la escalera, les mando para la planta baja. Cuando al fin me quedo a solas con la vecina, cuando ya no hay testigos a mi alrededor, cuando además el mundo parece quedar reducido a nuestro descansillo, doy un paso al frente, me cuadro a menos de un palmo de la bruja y cierro los puños con tanta fuerza que incluso su gato se eriza. Puedo sentir el hedor a orín que desprende la bata de esta anciana, pero aún percibo con más nitidez el pestazo a miedo que emana su espíritu, un tufo que me envalentona, que me convierte en pura agresividad, que me confiere poder, en verdad un poder tan extraordinario que sólo tengo que sugerir a este carcamal que desaparezca inmediatamente de mi vista para que ella retroceda unos pasos, se adentre en su recibidor y, sumergiéndose en las sombras de su apartamento, cierre la puerta sin chistar media palabra.

Cuando alcanzo la calle, uno de los enfermeros me indica que suba lo antes posible a la ambulancia y ya he arrancado a correr cuando descubro, frente a la portería, solitaria sobre el adoquinado, absurda en ese decorado, la silla con la que bajaron a Elena. Mi mujer jamás me perdonará que abandone este asiento a su suerte. Es más, estoy convencido de que, a su regreso, me armará un pitote no sólo por haber dejado dicho mueble a la intemperie, sino por haberme largado de casa sin ordenar previamente un armario cuyas perchas, dicho sea de paso, desbarajustó ella misma cuando tuvo la ocurrencia de esconderse en su interior. Pero ahora no debo perder el tiempo con asuntos de esta índole, así que monto en la parte trasera de la ambulancia y caigo de bruces sobre la banqueta cuando el conductor aprieta el acelerador. Luego contemplo la silla abandonada a través de las rendijas y al verla en medio de la acera, como esperando a que alguien la use, me invade la misma sensación de soledad que experimenté la tarde de mi infancia en la que, después de presenciar la precipitación de mi vecina y mientras observaba los espaguetis brotando por su nariz, descubrí a su marido saliendo a la misma terraza, escrutando el mismo vacío y, tras divisar el cadáver despanzurrado sobre el buzón de correos, subiéndose a la misma silla que su esposa empleara poco antes a modo de trampolín. El hombre permaneció allí arriba durante un buen rato, supongo que buscando el coraje como para emular los vuelos de su mujer, pero al cabo se apeó del taburete, se acurrucó en una esquina del balcón y, siempre sin reparar en mi presencia, rompió a llorar. Desde aquel entonces, cuando trato de representar gráficamente el concepto de soledad, me sobreviene la imagen de un hombre sollozando junto a una silla vacía. Y precisamente ésa es la estampa que se adueña de mi cerebro cuando ahora, mientras observo el asiento olvidado junto a la portería, rebrota en mi interior la misma comezón que sentí en aquella terraza del pasado, una comezón que me haría llorar si no fuera porque tengo al sanitario a mi lado. Este hombre no presta atención a la paciente, sino que se concentra en el respirador artificial, la bolsa con el suero y el artilugio de las constantes vitales. Pero no en mi mujer. Y todavía observo el modo en que este individuo se desvive por los cachivaches que surcan el cuerpo de Elena cuando me devuelve la mirada. En este momento parece enfadado. Tal vez harto. Quizá cansado. Puede que esta tarde haya presenciado la muerte de un par de personas en la misma camilla donde ahora descansa la paciente, y por eso contrae el rostro, o también podría ser que me considere responsable de la situación a la que mi mujer ha llegado y muestre su repulsa hacia mi persona torciendo el gesto de ese modo. Sea por lo que sea, su actitud ejerce tanta presión sobre mi conciencia que de pronto, temeroso de que realmente me acuse de las circunstancias presentes, le juro que no ha sido culpa mía. Lo digo en voz baja, como si hablara para mis adentros, y el sanitario, sin duda acostumbrado a toda suerte de reacciones por parte de los acompañantes, se limita a apoyar la coronilla en la ventana, clavar la atención en el techo y suspirar con resignación. Acto seguido, más preocupado por ganarme el respeto del técnico que por cuidar de mi mujer, cojo la mano de Elena, le atuso el pelo y musito que estoy aquí, cariño, a tu lado. Sé que el enfermero aprueba mi acción porque la paciente necesita contacto humano, pero ambos somos conscientes de que hay algo de artificial en mis actos y de que en realidad acaricio estos dedos porque tengo que hacerlo, no porque me salga de dentro. Y es que ahora mismo siento un profundo rechazo hacia mi mujer, hacia la acción de mi mujer, hacia el intento de abandono perpetrado por la mujer que juró estar a mi lado en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en no sé cuántas cosas más, ni tampoco en cuántas menos. Me comporto con ternura porque entiendo que ella necesita mi apoyo, pero en verdad siento unas enormes ganas de saltar fuera de la ambulancia y echar a correr hacia cualquier sitio, a lo mejor hacia la playa, puede que hacia los confines de esta ciudad, acaso hacia el país de los hombres abandonados. En vez de eso, trato de reclinarme sobre el cuerpo de Elena para besarle la frente, ya que el respirador impide que haga lo propio en su boca, y justo cuando me incorporo para acercar mi rostro, la ambulancia frena de golpe, el sanitario abandona la banqueta de un brinco, abre las puertas del maletero, salta sobre el asfalto, tira de la camilla, lanza un grito, hace una señal, saluda a un médico, informa de que trae una intoxicación por somníferos, entrega unos papeles y cede el paso a un celador que a continuación empuja la parihuela hasta el pabellón de urgencias psiquiátricas del hospital al que hemos llegado. Apenas un instante después, cuando Elena ya ha desaparecido tras la puerta automática y cuando se supone que yo debería correr a su zaga, me detengo ante el técnico sanitario porque me siento en la obligación de agradecerle el esfuerzo realizado. El tipo está de pie, a menos de un metro, esperando mi discurso, y yo, que nunca me había sentido tan juzgado como en este momento, sólo acierto a decir que hoy es nuestro quinto aniversario de bodas. Entonces el hombre palmea mi rostro, señala la entrada del edificio y nuevamente me pide que sea bueno y entre en la sala de espera. Luego monta en la ambulancia, anota algo en un portafolio y me mira de soslayo. Y ahora, habiendo desaparecido el vehículo tras la primera curva y descubriéndome en medio del aparcamiento sin nadie a mi alrededor, me embarga la misma sensación de soledad que me dominó al contemplar la silla abandonada ante la portería de casa o al espiar, muchos años antes, al marido que no se atrevió a seguir a su esposa hasta el más allá.

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