—Su mujer saldrá de ésta —añade a continuación—, pero debe usted saber que hay muchas posibilidades de que lo intente de nuevo. Las estadísticas demuestran que casi todos los suicidas fracasados reinciden en su intento en el plazo de diez años.
Me molesta que emplee la palabra fracasados porque considero que no debe llamar así a quienes no consiguieron la muerte.
—Por tanto, durante los siguientes diez años usted tendrá que estar alerta ante cualquier comportamiento extraño de la paciente.
Diez años, susurra una voz en mi interior. Y repite: diez.
—Mi esposa acaba de salir de una depresión —acierto a decir con la esperanza de que este dato sirva para algo.
—Sí, bueno, eso es lógico —masculla, y sin dar más importancia a mi comentario, añade—: Ahora iniciaremos un tratamiento para ayudar a su mujer. Con un poco de suerte, descubriremos que continúa padeciendo un simple trastorno mental y…
—¿Un simple trastorno mental?
El tono con el que he lanzado esta pregunta le ha parecido insolente, así que yergue un poco la espalda para aclarar quién manda en este despacho:
—El noventa y cinco por ciento de suicidas sufre algún tipo de trastorno mental perfectamente curable con psicofármacos y terapia.
—¿Y el otro grupo?
—¿Qué otro grupo?
—Pues el cinco por ciento restante.
—Ese otro porcentaje corresponde al de suicidas que alegan causas filosóficas. Pero no creo que su esposa pertenezca a ese colectivo.
—¿Por qué?
Ahora parece dudar:
—Digamos que es difícil encontrar a gente que renuncie a la vida tras haber elaborado argumentos existencialistas. La mayoría de suicidas frustrados que pasan por esta consulta padecen serios trastornos de la mente. Y la verdad, señor Garrido, no creo que esto vaya a cambiar en el caso que nos ocupa.
Aunque queda patente que este médico jamás se ha enfrentado a un paciente dispuesto a abandonar la vida por motivos más nobles que un mero desarreglo neuronal, y aunque tampoco hay duda de que su fe en la ciencia le impediría reconocer un caso de éstos aun cuando se lo plantaran delante de las narices, doy por supuesto que mi esposa pertenece al cinco por ciento de personas capaces de dotar de un sentido filosófico a su propia muerte. No obstante, carezco de pruebas que certifiquen la inteligencia superior de mi mujer, por lo que me quedo callado ante un facultativo que no cree ni en un cinco por ciento de motivaciones del alma básicamente porque ha conocido un noventa y cinco de casuísticas del cuerpo, y que en consecuencia se ha acostumbrado tanto a los desbarajustes en la composición química del cerebro que sería incapaz de diagnosticar un trastorno existencial ni siquiera en un individuo que hubiera empleado la enciclopedia del pesimismo a modo de taburete en el que alzarse antes de encorbatar su pescuezo con una soga. Ahora mismo, mientras contemplo la cara sin rostro de este hombre y mientras compruebo que los botones de sus ojos no emiten el más leve destello de humanidad, me convenzo de que jamás encontrará entre sus pacientes más síntomas que los estrictamente relacionados con la serotonina. Nada más que ésos. Ni humanismos, ni ateísmos, ni otras corrientes del pensamiento. Sólo descalabros en ese neurotransmisor, y ninguna cosa más. Incluso parece convencido de que el porcentaje que descuadra en su estadística corresponde a alguna afección cerebral que la ciencia todavía no ha detectado, pero que desvelará tan pronto como la tecnología lo permita, momento a partir del cual la muerte voluntaria se convertirá en un acto tan biológico que ya no valdrá la pena ni llorar por los humanos que devinieron en cadáveres con la mayor de las intenciones.
—¿Cómo puedo evitar que vuelva a ocurrir?
—Al suicidio se llega por aprendizaje —responde fingiendo tener una frase idónea para cada ocasión—. Su esposa ha ingerido un blíster entero de somníferos y no ha muerto. Ahora ha aprendido que un blíster no basta, por lo que dentro de un tiempo lo intentará con dos. Si fracasa de nuevo, triplicará la ración. Y luego la cuadriplicará. Y entonces sí, señor Garrido, entonces sí que morirá. Los errores enseñan, y por eso digo que al suicidio se llega por aprendizaje.
Quiero preguntarle por segunda vez qué debo hacer para impedir que mi mujer vuelva a atentar contra sí misma porque considero que no me ha contestado, pero el médico se adelanta a mis deseos haciendo gala de la capacidad que su profesión le otorga para anticipar las reacciones de los demás:
—A partir de ahora usted tendrá que hablar con ella. Hablar con ella el doble o el triple de lo que lo hace normalmente. Entienda que la angustia del suicida sólo se apacigua cuando verbaliza los pensamientos que rondan su cabeza. El silencio hace que la gente fantasee, señor Garrido, y en asuntos suicidas fantasear es lo peor que se puede hacer. Siempre recomendamos a los familiares que, a partir de momentos como éste, no muestren temor a la hora de abordar el tema de la muerte y que hablen abiertamente sobre el asunto. Es la única forma de impedir que su mujer lo intente de nuevo. Repito: la única. Ahora bien, si esto no funciona, espíela. Atienda a su estado de ánimo constantemente y, cuando la vea triste o incluso cuando la vea demasiado alegre, sospeche. Los cambios de ánimo suelen ser indicativos de algún trastorno, pero aún lo son más los repentinos periodos de calma. Si su mujer acostumbra a estar nerviosa y de pronto se apacigua, algo ocurre. Tal vez esté tranquila porque ha tomado una decisión, una que a usted no le gustará. Muchos suicidas potenciales entran en una etapa de serenidad absoluta justo antes de alzar la mano contra ellos mismos. Eso se debe a que han planificado su muerte con tanta diligencia que ya ni siquiera se ven a sí mismos en este mundo. Y eso les relaja. Así que a partir de ahora su misión consistirá en sospechar de cualquier cambio en el ánimo en su señora. No deje nunca de sospechar, señor Garrido, porque la sospecha lleva a la anticipación.
En este punto me mira atentamente para cerciorarse de que sigo sus explicaciones, y luego continúa:
—Tenga siempre presente que casi todos los suicidas dan pistas sobre sus intenciones. Pero hay que ser capaz de ver esas pistas. Cualquier detalle, por insignificante que parezca, puede esconder una advertencia. Cualquier detalle, ¿comprende? Cualquiera.
—Pero ¿por qué quiere morir?
Entonces el médico se frota la frente, como si él mismo llevara años tratando de dilucidar una respuesta apropiada, y explica:
—La idea del suicidio es fisiológica. Hay un momento en el que algunas personas empiezan a sentir un dolor que les impide vivir y, cuando se les interroga sobre el origen de ese dolor, responden que proviene de la vida misma. Como si la vida fuera la enfermedad, ¿sabe? Para esas personas la vida es puro dolor. Hace poco un paciente me comentó que cada mañana tenía la sensación de que lo ataban a un potro de torturas del que no le soltaban hasta la hora de dormir. Según me explicó, ese potro le causaba un dolor que no afectaba a ningún órgano en concreto, pero que de alguna forma los perjudicaba a todos. Un dolor que usted y yo calificaríamos de dolor en el alma porque no tenemos otra forma de describirlo, pero que él definía como dolor físico. Evidentemente, ese hombre se refería a un dolor que ningún escáner puede localizar simple y llanamente porque se genera en el lugar más enigmático del cuerpo humano —y en este punto golpea su propia sien con un dedo—. Si usted experimentara ese dolor cada mañana, cada mañana de la semana, cada semana del mes, cada mes del año, al final desearía que no hubiera mañanas. Sé que resulta difícil de entender, pero todos los suicidas a los que hemos podido entrevistar aseguran, con unas palabras u otras, que la vida les causa un dolor indecible. Y no hablan de un dolor abstracto, señor Garrido, sino de uno bien concreto.
Ahora aguarda a que deje de revolverme en la silla antes de proseguir:
—Por el momento la psiquiatría no ha encontrado un denominador común entre las personas que hablan de ese dolor. Hay algunos marcadores que se repiten en la mayoría de casos, como el descenso en los niveles de cierto neurotransmisor, los condicionantes ambientales o los antecedentes familiares, pero ninguno de estos indicadores es definitorio. Dicho de otro modo: a día de hoy no existen factores determinantes que nos expliquen el motivo por el que unas personas quieren vivir y otras morir. Sin embargo, aunque no sabemos por qué ocurre, sí que somos capaces de hacerle frente. La farmacología ha avanzado mucho, señor Garrido. Ya hemos conseguido que el noventa por ciento de los pacientes con trastornos neuronales recuperen las ganas de vivir en pocos meses. Y eso es un gran paso adelante.
—Pero ¿por qué le ha ocurrido a mi mujer?
—Azar —asegura el doctor, simulando que no le importa reconocer abiertamente que la ciencia no ha logrado una respuesta más empírica a mi pregunta—. Habría que analizar el caso de su esposa, pero probablemente no encontraríamos motivos capaces de explicar por sí solos el porqué de su intento. El deseo suicida es como la depresión, la esquizofrenia o incluso la ceguera: le toca a quien le toca.
Me alegro de que no haya elementos decorativos en este despacho, porque averiguar que la psiquiatría considera que el cerebro de Elena se ha distorsionado por puro azar, y no por causas más elevadas, hace que me entren ganas de estampar una escultura en la cocorota de este pelele disfrazado de psiquiatra.
—A partir de ahora, cuando su mujer vuelva a pensar en la muerte, usted deberá convencerla para que espere un día más antes de cometer cualquier barbaridad —prosigue—. Sé que cuesta entender, pero todos los suicidas fracasados, absolutamente todos, cuentan que la idea del suicidio apareció de pronto en sus cabezas y que, simplemente, hicieron caso a ese pensamiento. O sea que la idea suicida, la auténtica idea suicida, es impulsiva. Aparece de repente y, ¡plaf!, ellos se matan. Esto no significa que estas personas no hubieran pensado antes en la posibilidad de quitarse la vida. Todo lo contrario. Lo habían meditado mucho, incluso muchísimo, pero el acto en sí, la materialización del pensamiento, llega de repente. De pronto se les ocurre que hoy es un buen día para llevar a cabo lo que han meditado tantas veces, y lo hacen.
El doctor calla un instante, probablemente porque rumia su propio razonamiento, y enseguida continúa:
—Aunque se hayan planteado la posibilidad de morir en otras ocasiones, sólo la ponen en práctica cuando la idea se convierte en una imposición, en una voz que les grita: «¡Deja de pensarlo y hazlo!». Y a la mañana siguiente, en caso de que hayan sobrevivido, todos, sin excepción alguna, se arrepienten de haberlo intentado. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? Nadie, y repito: nadie, puede ser suicida las veinticuatro horas del día. Si usted consigue que su mujer no se quite la vida hoy, probablemente mañana ella no querrá hacerlo. Tal vez vuelva a pensar en lo mismo al cabo de una semana, pero quizá pasen cinco años antes de que la orden aparezca de nuevo en su cerebro. Incluso puede que nunca más lo haga. Por eso debe usted estar muy atento a sus estados de ánimo y, a la mínima de cambio, a la mínima digo, convencerla de que espere un día más. Y, si ella no parece dispuesta a hacerle caso, insista. Repítale una vez tras otra que siempre puede suicidarse mañana. Esa es la frase más efectiva que existe. Dígale que espere un día más y verá como mañana ya no piensa en morir. Al fin y al cabo, la idea del suicidio compite con uno de los instintos más básicos en todo ser vivo: el de supervivencia. Y normalmente el instinto de supervivencia es más fuerte que el deseo de aniquilación.
Debajo de sus palabras, escondida entre las liases que suelta, intuyo una condena, como si me sentenciara a un arresto domiciliario de diez años o como si apenas me estuviera revelando una milésima parte del drama que se me avecina.
—Recuerde lo que acabo de decirle porque es fundamental: todos los suicidas fracasados se arrepienten inmediatamente después de haberlo intentado. Y esto ocurre porque, por más cansados que se sientan un día, a la mañana siguiente siempre encuentran fuerzas para seguir luchando… Al menos durante un tiempo… Por tanto, cuando ella piense en la muerte, usted le pedirá un día más, y cuando vuelva a pensar en lo mismo, tendrá que pedirle otro día, y si hace falta un tercero, un cuarto, un quinto, y así hasta que ella deje de decir que la vida le causa dolor.
El médico insiste tanto en la misma idea porque quiere asegurarse de que he entendido que, a partir de este momento, mi existencia devendrá en un estado de perpetua tensión. Durante los próximos diez años, cada anochecer, cuando regrese a casa, recorreré el pasillo temiendo que mi esposa cuelgue del gancho de una lámpara, bucee en la bañera o agonice en el armario, y cada mañana, cuando salga en dirección al laboratorio, la miraré como si fuera la última vez, le recordaré que la quiero mucho y cerraré la puerta con la misma tristeza que sienten los dolientes cuando bajan definitivamente la tapa de un ataúd o, precisando un poco más, con la misma angustia que se apoderó de mí cuando, a la edad de once años y tras el fallecimiento de mi abuela, se me ocurrió que habíamos enterrado a una mujer en realidad dormida, pensamiento que alimentó mis habituales obsesiones por la muerte hasta tal extremo que, durante la semana posterior al funeral y siempre cuando la noche sumía mi casa en el más profundo de los silencios, podía escuchar con total nitidez el chiquichaque de sus uñas rascando el féretro, así como el tenue alarido con el que repetía mi nombre desde el cementerio donde, ahora sí, habría de perecer. Durante los próximos diez años, mientras me dirija al laboratorio, experimentaré ese tipo de angustias, y durante el resto de la jornada laboral llamaré a mi esposa cada dos por tres, le recordaré que sigo amándola tanto como esa misma mañana y le sugeriré que venga a la universidad para comer conmigo, reprimiéndome las ganas de llorar cuando responda que hoy, al igual que ayer y anteayer y anteanteayer, no le apetece salir del piso. De este modo transcurrirá mi futuro inmediato en el mejor de los casos. Porque en el peor no habrá motivos para la angustia.
—Y ¿cómo sabré cuándo está pensando en la muerte? —pregunto.
—Es su mujer. Se supone que usted la conoce.
Ha dicho esto con crueldad y a renglón seguido, tal vez arrepentido por la dureza de su comentario, abandona la butaca, se coloca delante de mí y se sienta en el borde del escritorio. No me gusta su actitud. No es mi amigo, tampoco mi padre, ni siquiera mi médico. De hecho, no sé ni cómo se llama. Así que no lo quiero tan cerca.