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Authors: Álvaro Colomer

Tags: #Intriga

Los Bosques de Upsala (5 page)

BOOK: Los Bosques de Upsala
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En el pabellón de urgencias psiquiátricas reina una tranquilidad absoluta. En la parte derecha del vestíbulo hay un patio de butacas donde un puñado de familiares aguarda noticias sobre sus parientes ingresados, en la izquierda un mostrador donde una enfermera mantiene una conversación telefónica, y enfrente un reguero de puertas perfectamente apestilladas, no sea que algún paranoico intente darse a la fuga en el momento menos pensado, tras las cuales se atiende a los recién llegados. Me dirijo a la recepcionista para informarme sobre el paradero de mi esposa, pero antes de que pronuncie una sola palabra la mujer levanta un dedo pidiéndome que aguarde a que cuelgue el auricular. Instantes después, me identifico como el marido de Elena Domingo y me quedo con la palabra en la boca cuando quiero anunciar el motivo por el cual han ingresado a mi pareja. Mis labios se mantienen pegados apenas intento pronunciar el término que define el acto llevado a cabo por la paciente y, aunque imagino que en el pabellón de psicopatologías no hay lugar para remilgos, es así como me doy cuenta de que me avergüenza reconocer abiertamente que mi esposa se ha cansado de vivir. Recuerdo que, durante mi adolescencia, todo el mundo se burlaba del marido de mi vecina porque, un par de años después de haber devenido en viudo y por consiguiente cuando a nadie importaba ya todo aquello, continuaba asegurando que su mujer había resbalado mientras regaba las plantas. Aunque la comunidad conocía sobradamente la historia de la precipitación, entre otras cosas porque mi madre se encargó de propagar a los cuatro vientos mi relato sobre los hechos, aquel individuo se empeñaba en convencernos de que esa muerte había sido causada por un accidente de lo más estúpido y la gente, cansada de soportar semejantes fabulaciones, le respondía claro que sí, Manolo, tu esposa resbaló mientras manipulaba las macetas colgadas en el techo de la terraza. Detectando sarcasmo en estos comentarios, el viudo insistía en su teoría del traspié y lo hacía con tanto ahínco que, según recuerdo, la gente evitaba charlar con él para impedir que les diera la vara con un asunto del que nada querían saber. De hecho, el hombre se empeñaba tanto en llamar blanco a lo negro que en una ocasión el hijo de los del tercero segunda, por otra parte un chaval de lo más conflictivo, le gritó que dejara de dar la murga con el rollo de la difunta porque todos sabíamos que se había tirado por el balcón para perderlo de vista a él y, de paso, para joderle la vida al pobre Julito. Evidentemente, tras encajar tamaña réplica, al viudo le dio un telele del que despertó un par de horas después sin recordar nada de lo ocurrido, o al menos eso aseguró, porque durante los siguientes años el tal Manolo continuó repitiendo lo del tropiezo siempre que tuvo ocasión y sólo cesó en su empeño por transmutar la realidad cuando un atardecer, si no recuerdo mal a mediados de mayo, coincidió conmigo en el ascensor. Mi madre me había ordenado que no hablara con el vecino bajo ninguna circunstancia, por lo que yo siempre echaba un vistazo por la mirilla antes de salir al descansillo y por lo que a veces, cuando lo veía rondando el edificio, me escondía por las esquinas a la espera de que se apartara de mi camino. Pero una tarde entré corriendo en la portería porque me estaba meando y me colé en el ascensor sin fijarme en la persona que unos segundos antes se había metido en ese mismo lugar, y al dar de bruces con aquel viudo multiplicado hasta el infinito a causa del juego de espejos, no me atreví a retroceder. Apenas habíamos iniciado el trayecto de subida hacia nuestra planta, cuando el tipo se arrodilló delante de mí, puso las manos sobre mis hombros y empezó a llorar al tiempo que me pedía, entre hipidos, mocos y temblores, perdón. Yo no sabía qué hacer. Salvo clavar mi espalda en la pared y mearme encima. Por suerte, vivíamos en un cuarto piso, así que pude escapar con cierta celeridad, dejando a aquel hombre, que en teoría tenía que apearse en el mismo rellano, dentro de un ascensor enseguida solicitado por algún vecino que debió de llevarse un buen susto al encontrarse al viudo loco arrodillado en aquel receptáculo vacío y, por supuesto, meado. He recordado todo esto porque ahora mismo también me siento incapaz de pronunciar la palabra que define el acto de mi esposa y porque, de alguna manera, temo acabar transfigurando la realidad del mismo modo que lo hiciera aquel hombre de mi infancia. No obstante, cuando al fin consigo apartar estas remembranzas de mi cabeza, descubro que la recepcionista me observa con cierta indiferencia. Mi ensimismamiento no ha extrañado a la enfermera básicamente porque trabaja en el pabellón de urgencias psiquiátricas, lo cual la ha inmunizado ante las rarezas del ser humano, y porque además posee un fichero donde figuran los nombres de los recién llegados, así como las causas por las que fueron ingresados. De modo que ahora, tras echar un vistazo al impreso de admisión de Elena Domingo, esboza una sonrisa cargada de compasión, me indica que tome asiento hasta que alguien me llame y, adoptando el mismo tono de voz que empleara el técnico sanitario cuando dio a mi esposa su particular bienvenida al paraíso de las segundas oportunidades, me susurra que todo se arreglará.

Entonces me siento junto a un caballero que, al punto de tenerme a su lado, inclina la cabeza, extiende la mano y me da las buenas noches. Correspondo a su saludo por cortesía, pero enseguida me reclino hacia el costado contrario porque no quiero entablar ninguna conversación. Pese a mi actitud claramente introvertida, el tipo sigue observándome tal que si no se hubiera enterado de que le estoy dando la espalda y, como temo que en cualquier momento me pregunte el motivo de mi visita, asunto sobre el que no deseo decir ni una palabra, decido inventarme una mentira, por ejemplo que Elena ha sufrido un ataque de ansiedad, que me ahorre explicaciones mayores. Por suerte, los minutos pasan sin que el hombre pretenda diálogo alguno, y cuando le miro de nuevo descubro que está leyendo el periódico como si tal cosa. Luego observo a la concurrencia con curiosidad, quizá buscando a chalados entre nosotros, pero todo el mundo se comporta con normalidad, como si esperaran a entrar en el dentista y no en las cabinas de un pabellón psiquiátrico. Y todavía me sorprendo más cuando llaman por el altavoz a una mujer situada unas filas por delante de mí, quien de inmediato se levanta, camina hasta el mostrador de la recepcionista y se echa al coleto las pastillas que le entregan. Así es como me doy cuenta de que no estoy rodeado por los familiares de los enfermos, sino por los pacientes mismos. Los locos de mi ciudad aguardan tranquilamente en la sala de espera porque la medicina contemporánea ya no trata a desquiciados, sino a personas normales, personas como mi esposa o como yo mismo, en cuyo interior habitan monstruos imposibles de describir. Yo me imaginaba que el departamento de urgencias de un hospital psiquiátrico estaría repleto de chalados balanceándose de adelante atrás, babeando sobre sus propias camisas o dialogando con entes invisibles, pero sólo tengo que echar un vistazo a mi alrededor para darme cuenta de que me encuentro en un edificio con gente tan medicada, tan perfectamente medicada, que ni siquiera parecen enfermos mentales. Cosa que me inquieta todavía más. Sobre todo porque ahora, mientras observo de refilón al hombre que hace un instante me saludó o a la mujer que se muerde las uñas unos asientos más atrás, pienso que los locos de nuestro siglo parecen cuerdos y que cada mañana, cuando salgo de casa para dirigirme al trabajo, camino junto a un montón de tarados que, aun cuando al presente se muestren serenos, podrían cambiar de actitud en cualquier momento. Nunca me había parado a pensar que la ocultación de la locura es marca de nuestro tiempo, y a tenor de la tranquilidad que se respira en esta sala de espera, no puedo dejar de preguntarme cuántas personas conozco que deben de medicarse en el más absoluto de los secretos por miedo a reconocer abiertamente que la vida, la vida acelerada que todos llevamos, se les ha convertido en una cosa insoportable. Hace tiempo leí en una revista que los antidepresivos eran el medicamento más vendido en este país y que incluso había estadísticas que afirmaban que uno de cada tres ciudadanos habríamos de sufrir algún trastorno mental a lo largo de nuestra vida, pero no me había detenido a meditar sobre el significado de esas afirmaciones hasta ahora, cuando me veo rodeado de gentes vulgares y corrientes que, sin embargo, acuden al pabellón de urgencias psiquiátricas, no al pabellón de psiquiatría, sino al de urgencias psiquiátricas, porque algún resorte se ha disparado en sus cabezas. Y aunque estos pensamientos me agobian, principalmente porque me hacen dudar sobre el modelo social en el que todos estamos instalados, me reconforto pensando que, si uno de cada tres ciudadanos habremos de padecer un trastorno mental en algún punto de nuestra vida, yo puedo sentirme libre de este tipo de enfermedades, porque ya pasé mi etapa de inestabilidad cuando era pequeño, me refiero a después de presenciar el suicidio de mi vecina, circunstancia esta que no sólo me convirtió en un niño permanentemente metido hacia dentro, y nunca hacia fuera, sino también en un chaval con serios problemas de integración. Me acuerdo ahora de aquellas tardes de colegio en las que, rodeado por unos compañeros que siempre me trataron con la más absoluta de las crueldades y que nunca toleraron las manifestaciones de enuresis que habrían de sobrevenirme hasta la edad de quince años, me acuerdo, digo, de esas tardes en que me levantaba del pupitre pidiendo permiso a la señorita para ir a cambiarme los calzoncillos, pues en aquella época yo me orinaba en cualquier sitio sin que hubiera un motivo especial para ello, excepción hecha del trauma clavado en mi cabeza. En esas ocasiones yo permanecía plantado en el centro del aula a la espera de que la profesora se diera cuenta de que tenía los pantalones mojados, y sólo me atrevía a moverme cuando la maestra de turno ponía su habitual cara de asco y me decía por el amor bendito, señor Garrido, apártese inmediatamente de nuestra vista. Y como aquellos profesores, valga apuntar en su mayoría mujeres, jamás mostraron un ápice de compasión hacia el chaval con enuresis, comportándose más bien del modo contrario, ahora temo que la enfermera, en mi imaginación una copia de la profesora a quien mis orines daban asco, tampoco me deje abandonar el patio de butacas donde me encuentro sentado, así que me levanto con lentitud y espero a que me dé permiso para alejarme de todos estos locos con aspecto de personas normales. Entonces, cuando la recepcionista me descubre plantado en medio de la sala, con la mirada fija en ella y los hombros inclinados hacia la salida, me guiña un ojo indicándome que en este hospital, y en general en el mundo adulto, puedo hacer cuanto me venga en gana sin aguardar el consentimiento de nadie, y de inmediato me siento feliz de encontrarme en un lugar donde se ayuda a la gente con problemas y no en un colegio donde se menosprecia a los niños emocionalmente poco desarrollados. Antes de abandonar mi puesto, echo un vistazo a mi alrededor reconfortándome en la idea de que en esta ocasión los raros son los demás, y no yo, lo cual hace que durante unos segundos me sienta tan a gusto con mi estabilidad psíquica que miro a la concurrencia con un rictus de superioridad que por un momento amenaza en convertirse en una gran carcajada, algo que sin duda habría ocurrido si no llega a ser porque el altavoz menciona de pronto mi nombre, recordándome que yo estoy aquí porque mi esposa ha intentado quitarse la vida, realidad esta tan contraria a mis ganas de reír que en última instancia observo a los pacientes aquí reunidos pensando que todos, absolutamente todos, estamos condenados a penetrar en el oscuro túnel de las enfermedades mentales. Y eso no es cosa de risa.

Acaso un minuto después, cuando ya me he acercado al mostrador aclarando que yo soy el Julio Garrido a quien han llamado por megafonía, un médico se planta delante de mí y, apartando la mirada de la carpeta que sostiene entre las manos, me pide que le acompañe. Entonces entramos en un despacho donde sólo hay una mesa, tres sillas y una librería vacía, decorado este tan austero como el del doctor que tengo delante, cuyo rostro expresa tan pocas emociones que incluso provoca rechazo. En realidad, se diría que alguien ha borrado sus facciones con una goma o, peor aún, que se las raspó él mismo para que nadie intuyera los pensamientos que rondan su sesera, sin duda pensamientos oscuros, cuando los enfermos relatan sus locuras. Además, mientras me fijo en los botones que parece tener por ojos y la cremallera que le han puesto por boca, el tipo permanece inalterable en su butaca. No sonríe, no habla, no parpadea. Incluso se diría que no respira. Se limita a observarme en el más absoluto de los silencios y sólo de vez en cuando asiente con la cabeza, como dándose la razón a sí mismo o como si la mano que mueve los hilos de esta marioneta con aspecto de médico sufriera repentinos espasmos. Lógicamente, su actitud resulta de lo más molesta. Cada vez que muestra una nueva conformidad con alguna de las deducciones que, supongo, asoman en su propia mollera, me entran ganas de liarme a puñetazos contra el saco que la genética le colocó sobre los hombros, pero consigo reprimir mi agresividad manteniéndome en la silla a la espera de que este fantoche abra la boca de una puñetera vez.

—¿Es usted consciente de que su mujer ha tratado de suicidarse? —suelta de sopetón.

Y no respondo porque, al escuchar el verbo que define la acción llevada a cabo por mi pareja y que este alienista ha escupido con la mayor de las impunidades, algo retumba en mi cabeza. Jamás creí que una palabra pudiera provocar semejante punzada en el alma, pero el término atraviesa mi espíritu de un modo tan fulminante que ahora mismo temo sufrir un soponcio parejo al que experimentó el vecino de mi infancia cuando el adolescente del tercero segunda le gritó que su esposa no había tropezado mientras regaba las plantas, sino que había saltado para perderlo de vista y, de paso, para joderle la vida al pobre Julito.

—¿Es la primera vez que intenta suicidarse? —continúa.

En esta ocasión, pese a que asiento de un modo evidente, el doctor hace caso omiso de mi respuesta y, reclinándose sobre el escritorio, matiza el interrogante:

—¿Está usted seguro, realmente seguro, de que es la primera vez que la paciente trata de suicidarse?

Hasta hace un instante estaba seguro, realmente seguro, de que Elena jamás había cometido un acto como el de esta noche, pero ahora, sabiéndome ante un psiquiatra que se ha enfrentado a cientos de casos parejos al de mi mujer, no lo tengo tan claro. Pensándolo bien, todo el mundo puede haber alzado la mano contra sí mismo sin que nadie se haya enterado. Sin ir más lejos, el médico que tengo delante. Tal vez este hombre entretiene sus noches componiendo la palabra muerte con las grageas que roba en el hospital y, después de pasar varias horas mirando ese sustantivo, abre la cremallera de su boca para echarse al pescuezo la eme, la u, la e, la erre y así sucesivamente. Y quizá al cabo de un rato, cuando ya se ha estirado en el sofá a la espera de que ese mismo vocablo se reconstruya en su estómago, se arrastra hasta el lavabo porque el miedo, y sólo el miedo, y nada más que el miedo, le obliga a vomitar hasta el trazo más pequeño de la palabra ingerida. De igual forma, la vecina de mi infancia también podría haber probado suerte con anterioridad a la ocasión de marras, pero sólo se atrevió a saltar por la barandilla al saberse ante un espectador y por tanto al cerciorarse de que su acto habría de perdurar en el recuerdo de alguien. Así pues, no estoy en disposición de afirmar que Elena no haya realizado alguna intentona en el pasado, ni que a lo largo de esta última semana no haya probado otros escondites antes de decidirse por el del armario, ni tampoco que ahora mismo, mientras el médico pierde el tiempo con adivinanzas sobre los quehaceres secretos de mi esposa, ella no esté cortándose las venas con algún bisturí del hospital. Y, como no puedo asegurar ninguna de estas cosas, prefiero no responder a una pregunta, obviamente retórica, que sólo pretende instalar la duda en mi interior. Este médico me ha interrogado dos veces sobre el mismo asunto porque quiere que comprenda que nadie, absolutamente nadie, queda libre de sospechas, y en este momento, cuando ya se muestra satisfecho por la desazón que su cuestionario ha provocado en mí, se acomoda en su butaca, se pasa la mano por la boca y apoya la nuca en el respaldo de su asiento.

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