—Es una lástima que esté condenada al sufrimiento.
El comentario resulta tan misterioso que exijo una explicación y, cuando Juan responde que no estoy preparado para escuchar la verdad, le agarro por la solapa, lo estampo contra la pared y le aclaro que no dispongo de tiempo para secretitos. Entonces balbucea que hay cosas que yo jamás entenderé, asuntos que superan mi capacidad de comprensión, cuestiones demasiado trascendentes para el raciocinio del común de los mortales, tras lo cual no puedo más que hacer el ademán de arrearle un guantazo y aprovechar su reflejo de cubrirse el rostro para echar mano al bolsillo trasero de su pantalón, robarle la cartera y asegurarle que no se la devolveré a menos que me espere en el bar de la esquina, donde me reuniré con él en menos de cinco minutos. Y en estas circunstancias, desesperado como parece ante la extracción de su monedero, donde supongo que guarda alguna papela con cocaína, acepta mis condiciones. Regreso al apartamento para avisar a mi esposa de que me ausentaré durante media hora, y ya me dispongo a pedirle que no cometa ninguna estupidez durante este intervalo de tiempo, cuando reparo en que la puerta de la terraza, esa que conduce al abismo de siete plantas, continúa abierta. Y aun cuando soy consciente de que debería cerrarla, la dejo tal y como está. De pronto siento el impulso de tentar a la suerte. De demostrar a Elena que, en lo más profundo de mí mismo y pese a que en ocasiones prefiera engañarme forzándome a pensar lo contrario, sé que su estancia en este mundo dependerá de ella, sólo de ella y de nadie más que de ella. Por más trabas que le ponga, mi esposa continuará en el reino de los vivos únicamente si así lo desea. Aunque me esfuerce en impedirlo, aunque la atiborre de antidepresivos, aunque le pague los mejores médicos, si ella decide quitarse de en medio, nada podrá evitarlo. Ni la ventana cerrada, ni la desaparición de los cuchillos, ni tampoco el vaciado de los botes de lejía. Y es que alguien que quiera morir, alguien que realmente quiera abandonar un mundo a su entender podrido, alguien que necesite hacer eso por encima de todas las demás cosas, y por tanto alguien que prefiera desvanecerse en la muerte a continuar a mi lado, encontrará siempre y en todo momento la forma de aniquilarse. Nada puede frustrar el suicidio de cuantos se proponen de un modo impetuoso terminar con sus días. Absolutamente nada. A lo sumo, podemos obstaculizar su voluntad, pero el ingenio humano, en especial el ingenio de quienes toman determinaciones con la más férrea de las voluntades, estará siempre por encima de cualquier contramedida. Así que esta noche, tras observar a la autómata que continúa frente al televisor, al cuerpo sin alma en que se ha transformado mi esposa, me voy de casa sin afianzar la puerta de la terraza. De ahí que salga del salón sin decir nada y de ahí también que poco después, mientras contengo las lágrimas en el ascensor, entrevea al niño que hubo en mí reflejado en el espejo, haciendo precisamente lo que yo trato de evitar, esto es llorar por las esquinas de la cabina. Y durante todo el trayecto hasta la portería, un descenso que sólo puede ser tildado de bajada hasta el mismísimo corazón de las tinieblas, no puedo dejar de observar a ese chaval de ocho años, ese a quien creo asustado ante la posibilidad de que se repitan los acontecimientos del pasado, en verdad los acontecimientos que lo convirtieron en un niño permanentemente metido hacia dentro y nunca hacia fuera, y cuanto más contemplo esa reminiscencia, más temor siento respecto a la posibilidad de que, al salir del edificio, mi mujer caiga a mi lado, salpicándome con su sangre, mirándome con un ojo fuera de órbita y liberando su sesada por la nariz tal que si se tratara de un buen plato de espaguetis. Por suerte, en la calle no tropiezo con ningún cadáver, ni tampoco adivino la figura de mi esposa acodada en el balcón, de guisa que me siento libre para dirigirme hacia el bar donde me he citado con mi cuñado, a quien poco después descubro sentado en un rincón del local, mordiéndose las uñas como un poseso, parece que al borde de un ataque de histeria. Hay seis personas más en el garito, casi todas con pinta de pasar las veladas en este antro porque les aburre soberanamente matar las noches en sus propios hogares, aun cuando resulte evidente que aquí tampoco se divierten demasiado, porque sólo tengo que saludar a mi cuñado para que todos y cada uno de los congregados disponga los cinco sentidos hacia nuestra conversación, ávidos como están de una charla que les amenice las horas de soledad y también de alcohol. Cuéntame qué está ocurriendo, ordeno a mi interlocutor tras tomar asiento delante de él. Pero antes de decir esta boca es mía, Juan me pide que le devuelva el monedero y una vez lo ha recuperado se dirige al lavabo para regresar al cabo de unos minutos con el rostro relajado, el escozor en la nariz y la garganta en movimiento. Es entonces cuando, satisfechos sus apetitos y saciadas sus adicciones, se arranca con una explicación. Primero dice que nada impedirá el suicidio de Elena, y como me quedo atónito ante semejante afirmación, remata el comentario repitiendo que su hermana está condenada al sufrimiento. Suelta esta frase a bocajarro, como si fuera lo más normal del mundo, y a continuación echa un trago de cerveza, se levanta por segunda vez y vuelve a entrar en el lavabo, donde lo imagino de nuevo frente al váter, la papela abierta y una raya surcando el billete, suposición que se confirma cuando, de nuevo sentado frente a mí, mueve la nuez tal que si tragara canicas. En estas condiciones retoma su discurso, ahora con más desparpajo que antes, aclarándome que la muerte siempre ha estado dentro de su hermana, del mismo modo que siempre lo ha estado dentro de él mismo. Y luego extiende los brazos, aparta las pulseras y me enseña las cicatrices de sus muñecas, unos cortes que sin duda debieron de ser profundos, pero que no consiguieron acabar con su vida quizá porque el miedo le hizo llamar a una ambulancia antes de los veinte minutos necesarios para vaciar su cuerpo de flujo sanguíneo. Entonces, cuando ya ha ocultado los costurones de sus brazos, extrae una carpeta de la mochila, supongo que aquella cuyo contenido me fue vetado hace unos días, y me muestra un folio lleno de anotaciones minúsculas, casi microgramas, al tiempo que comenta que, durante los cuatro días en que ha hecho de canguro en mi casa, ha interrogado a Elena sobre su impulso autodestructivo, consiguiendo con sus respuestas validar cierta teoría que ha elaborado a lo largo de los últimos años sobre la existencia de ciertos factores determinantes en la aparición de los primeros pensamientos suicidas. Y de seguido me da a leer un reportaje arrancado de una revista de segunda categoría donde se habla de ciertas investigaciones llevadas a cabo en no sé qué universidad, las cuales demuestran, al menos supuestamente, la existencia de un componente genético, y por tanto hereditario, en las conductas autolesivas. Juan me habla de experimentos de triple ciego sin detenerse a pensar que está conversando con un hombre cuya formación científica le permite ver más allá de esos titulares, así como englobar semejantes noticias en el contexto especulativo apropiado, y se nota que no ha caído en eso porque continúa extrayendo recortes y recortes y más recortes sin atender a nada que no sea su propia paranoia. El chalado que tengo delante coloca papeles sobre la mesa mientras mueve la garganta y a veces, yo creo que cuando siente el subidón de la farlopa, señala expresiones subrayadas con rotulador fosforescente, como «determinismo biológico», «niveles de serotonina» o «localización de neurotransmisores», con la intención de impresionarme y sin reparar en que yo no veo a una lumbrera delante de mí, sino al típico tonto de capirote que se cree en posesión de una verdad simplemente porque ha relacionado cuatro noticias aparecidas en distintos medios. No obstante, mi cuñado considera que me está revelando una gran verdad, de suerte que continúa con su teoría sobre la posibilidad de que mi esposa haya tratado de quitarse la vida simple y llanamente por poseer la misma genética que él, una genética que sólo puede ser tildada de genética podrida, Julio, podrida por culpa de un gen, un odioso gen que empuja a quienes lo poseen hacia la muerte, hacia la autodestrucción, hacia la aniquilación de ellos mismos. Después, empecinado como está por compartir conmigo lo que considera un hecho probado, deja de lado los recortes, se tapa la boca para impedir que el resto de los clientes le oiga y murmura que durante toda la historia de la humanidad ha habido sagas de suicidas que han transmitido su anhelo mortuorio de generación en generación, añadiendo acto seguido que las tendencias autolesivas saltan de padres a hijos con una facilidad asombrosa, y que lo hacen porque hay algo en el código genético que nunca desaparece, que se mantiene en los hijos y que actúa de un modo independiente a los factores ambientales, porque está demostrado, Julio, está demostrado que las tendencias suicidas, aun pudiendo ser incentivadas por experiencias vitales negativas o por una educación donde se inculque la idea de la huida como solución a las situaciones conflictivas, se transmiten de padres a hijos, incluso de abuelos a nietos, del mismo modo que lo hace la propensión al cáncer, a los infartos o a cualquier otra enfermedad de carácter hereditario, y es por eso por lo que no debemos culpar a los suicidas de una actitud que en verdad no depende de ellos, sino que viene determinada por el azar o, si se prefiere, por el determinismo genético, un determinismo que hace que te brote ese cáncer de mente que algunos llaman suicidio, un cáncer de lo más virulento, un cáncer contra el que no se puede luchar, ¿entiendes lo que te digo, Julio?, los suicidas no somos enfermos psíquicos, sino físicos, porque es nuestro código genético lo que está dañado, y no nuestro cerebro, y la lástima es que no haya nada que hacer contra eso, nada que hacer contra la química de Elena, nada que hacer contra mi propia química, nada que hacer contra la química de nuestros posibles hijos, ¿sabes?, contra la química de nuestros hijos tampoco habría nada que hacer porque inevitablemente les transmitiríamos el gen encargado de obligarlos a saltar por el balcón en algún momento de sus vidas, y por eso Elena y yo nunca nos hemos planteado tener hijos, ¿no te habías dado cuenta, Julio?, ¿no te había extrañado que, después de cinco años de matrimonio, Elena nunca haya hecho mención al tema de los hijos?, ¿de verdad que no te habías parado a pensar en eso?, no, ya veo que no te habías dado ni cuenta porque siempre andas absorto en tu trabajo, siempre obsesionado con las responsabilidades laborales y nunca con tus deberes conyugales, Julio, desde que te conozco has pecado de eso y, claro, no te das cuenta de cosas que para el resto de los mortales son evidentes, pero que para ti pasan desapercibidas, al menos hasta ahora, porque gracias a mis palabras estás reparando en ello, en este momento ves claro que las gentes como nosotros, o sea como Elena y como yo, no queremos tener hijos porque sabemos que los abandonaremos el día en que nos cortemos las venas y porque también somos conscientes, ¡escúchalo bien!, también somos conscientes de que a partir de cierto momento nuestros descendientes empezarán a odiar la vida sin que haya un motivo concreto para ello, la odiarán simplemente porque habrán nacido programados para rechazar esa misma vida, porque lo llevarán escrito en la sangre, en cada gota de sangre, en cada célula, en cada partícula, ¿lo entiendes?, ¿entiendes que nadie quiere tener hijos si sospecha que éstos habrán de buscar la muerte tan pronto como se active el gen encargado de ordenar la autodestrucción?, dime, dime una sola persona que quisiera tenerlos en esas circunstancias, Julio, dime una sola… En este punto, mi cuñado se echa otro trago al coleto, frunce el ceño y continúa sacando recortes de su carpeta, algunos de los cuales datan de hace seis, siete y hasta ocho años, fechas que me hacen suponer cuándo debió de darse el primer intento de suicidio de este hombre, así como cuándo asomaron los arranques de la locura de la que ahora estoy siendo testigo. Juan deja caer legajos y más legajos sobre la mesa mientras exclama, ahora casi grita, que no es culpa de los suicidas querer acabar con sus vidas, en absoluto es culpa nuestra, Julio, porque debes comprender que la muerte voluntaria es como cualquier otra epidemia, como una gripe que en vez de subir la temperatura aumentara el deseo de apartarse del mundo, como un jodido virus que se transmitiera de una generación a otra y que llevara tanto tiempo transmitiéndose, tantos milenios pasando de un cuerpo a otro, que ya no se pudiera hacer nada para evitarlo, la rueda no puede ser parada, no hay posibilidad de detenerla, porque cientos de miles de suicidas han ido procreando a lo largo de los siglos, consiguiendo que ese gen, conocido como el gen de la triptófano hidroxilasa, o sea el gen que controla la enzima que a su vez regula los niveles de serotonina, pero también otros genes como el encargado de… déjame que lo mire… ah, sí… aquí está… de los receptores 5-HT1B y 5-HT2A y también del 5-HT1A, y probablemente de alguno más, pues te digo que los suicidas han ido procreando hasta conseguir que esos genes se hayan diseminado por toda la humanidad y que no se pueda hacer ya nada, ¿entiendes?, nada de nada para detener el avance de las tendencias suicidas a escala planetaria, nada salvo pedir a los afectados que no procreen, que no se perpetúen, que no tengan hijos, Julio, nada de hijos, sobre todo nada de hijos, porque los hijos de esas personas engendrarán nuevos seres con esos mismos genes y se quitarán la vida en el momento menos pensado, o al menos querrán hacerlo con todas sus fuerzas, como sin duda ocurrió con alguno de nuestros antepasados y como está ocurriendo con nosotros, me refiero a mi hermana y a mí, porque estoy convencido de que mi hermana y yo tuvimos un antepasado, seguramente un bisabuelo, que quiso saltar desde un precipicio, tirarse al río o tragarse un frasco de cianuro, de esto estoy seguro, como a veces también lo estoy de que nuestros propios padres pudieron haber pensado en eso mismo en más de una ocasión, aunque jamás nos lo han reconocido abiertamente, intuyo que mi padre o mi madre, incluso tal vez mi padre y también mi madre, pensaron en algún momento de sus vidas en la muerte, y quizá lo piensen todavía hoy, aun cuando no nos lo digan porque no consideran que debamos saberlo, puede que no se lo hayan confesado ni siquiera entre ellos, ya que los pensamientos suicidas avergüenzan a mucha gente, Julio,
por supuesto que avergüenzan, entre otras cosas porque esas personas temen que la sociedad vaya a considerarlas pecadoras o cobardes o perdedoras simplemente por tener un pensamiento mortuorio clavado en su cabeza, un pensamiento martilleando sus sienes todo el santo día, cloc, cloc, cloc, y causándoles un sufrimiento que, para colmo de males, no pueden compartir con nadie, como probablemente no lo compartieron nuestros padres, o nuestros abuelos, o nuestros bisabuelos, todos familiares que nunca se suicidaron pero que, intuyo, hubieran querido hacerlo de no tener responsabilidades que les obligaran a permanecer entre los vivos, porque no me cabe la menor duda, Julio, no me cabe la menor duda de que las responsabilidades, en especial las responsabilidades familiares, hacen que los suicidas potenciales repriman los ecos de esos martillazos, cloc, cloc, cloc, durante toda su vida, imagínate lo que debe de ser eso: toda una vida pensando que no deberíamos estar en este mundo, que seríamos más felices en la nada, que disfrutaríamos más si no tuviéramos ni siquiera capacidad para disfrutar, y aun así soportando la vida única y exclusivamente porque tienes responsabilidades familiares y porque el suicidio está muy mal visto, pero que muy mal visto, Julio, fatalmente visto. Llegados a este punto, la perorata del chalado me fascina. Ante mí se manifiesta un loco en todo su esplendor y, aunque supongo que debería recomendarle que buscara ayuda, prefiero seguir escuchando eso que dice sobre las ideas mortuorias, unas ideas que mucha gente tiene a menudo, pero que nosotros tenemos constantemente, es importante diferenciar entre tenerlas de vez en cuando y tenerlas todo el santo día, porque a la segunda categoría pertenecen quienes están sujetos al determinismo del que antes te hablaba, y es que si las ideas autolesivas no provinieran de un componente genético, Julio, si las constantes y permanentes ideas autolesivas no procedieran de ahí, mi hermana y yo no habríamos tratado de quitarnos la vida, porque es demasiada coincidencia que los dos lo hayamos intentado, y sin embargo lo hemos hecho, en mi caso tal vez propiciado por la cocaína o el alcohol o la mierda de vida que llevo, no lo sé, pero algo hizo que se activara el maldito gen en una época en la que yo era feliz, me entran ganas de llorar cuando pienso en lo feliz que yo era en aquel entonces, pero en cierto momento mi pensamiento se torció y a partir de ese instante traté de suicidarme en reiteradas ocasiones, tres veces si no recuerdo mal, una ahorcándome del gancho de la lámpara, otra cortándome las venas y una tercera esnifando ocho gramos en menos de media hora, porque uno también puede suicidarse con las drogas, ¡por supuesto que puede uno suicidarse de ese modo!, puede que incluso sea el modo más agradable de hacerlo, aunque de esto no estoy seguro porque aquel día sólo conseguí pillar un pelotazo de padre y muy señor mío, y en vez de morirme acabé en una discoteca pegando botes, de cualquier modo ahora ya no lucho contra esas ideas porque todo ha cambiado, desde que me he enterado de que mi hermana tiene el mismo impulso que yo, es decir desde que he descubierto que no estoy solo en esto, he llegado a la conclusión de que no es que mi cabeza funcione mal, sino que hay algo dentro de mí, un gen que también tiene Elena, que me incita a pensar en la muerte, en la muerte una y otra vez, hora tras hora, día tras día, semana tras semana, dado que ese gen hace que mis neuronas concentren su actividad en las ideas funestas, y por eso ya no creo que yo esté loco, sino que acepto el cuerpo en el que me ha tocado vivir, un cuerpo con una tara genética, un cuerpo que de seguir así pronto dejará de pertenecerme y pasará a ser propiedad de los gusanos. Así pues, continúa mi cuñado, debe quedarte claro que la muerte de tu mujer, o la mía propia, no será más que el resultado de una llamada de la naturaleza, de un gen que se activó en mi caso hace bastante tiempo, de hecho poco antes de que me ingresaran por primera vez en la clínica de desintoxicación, y en el de mi hermana hace poco, cuando cayó en aquella depresión contra la que habéis luchado desde hace un año, una depresión que quizá no tenga otra justificación que la genética pero que le crea igualmente la necesidad de morir, una necesidad en realidad como cualquier otra, como la de comer, la de dormir o la de follar, una necesidad que además debe de impulsarla a creer que la especie humana mejoraría si ella se quitara de en medio, y si está convencida de esto es porque intuye, del mismo modo que lo intuyo yo, que tiene desajustes químicos que, al transmitirse de padres a hijos, empeorarían la raza en caso de que ella se perpetuara, ¿lo entiendes ya?, te estoy hablando de desajustes que incitan a la muerte prematura, de neurotransmisores que no funcionan correctamente, de cerebros con engranajes oxidados, de errores en la programación del ADN que se han repetido a lo largo de distintas generaciones hasta alcanzar a todas las civilizaciones y que se repetirán a lo largo y ancho de la Tierra por los siglos de los siglos, Julio, por los siglos de los siglos, ¿lo comprendes?, es importante que captes que todas las culturas, absolutamente todas, desde los esquimales hasta los pigmeos, de los chinos a los argentinos, de rusos a sudafricanos, tienen un porcentaje de suicidios muy parecido, casi el mismo para todas las sociedades, aunque con mayor prevalencia en las civilizaciones avanzadas, cosa que nos tendría que hacer pensar que el suicidio no es algo ambiental, sino biológico, absoluta y totalmente biológico, porque si no fuera biológico no se daría con una frecuencia similar en dos culturas distintas, pero el caso es que se da, y como se da estamos obligados a suponer que se trata de un gen defectuoso que aparece de vez en cuando, como ocurre con otras enfermedades tipo la esquizofrenia, que tiene una prevalencia idéntica en todas las culturas, de manera que mi hermana y yo, así como todos los ciudadanos que no lo dicen pero que luchan a diario contra el imperativo de la muerte, unos ciudadanos que en este país son multitud, como demuestra el hecho de que tres mil quinientas personas se suicidan cada año en España y de que por cada suicidio hay treinta tentativas, te lo repito, Julio, porque quiero que esto te quede claro: por cada persona que se mata voluntariamente, hay treinta que lo intentan, lo cual nos da una cifra de cien mil españoles queriendo quitarse la vida cada año, cantidad nada desdeñable que todavía espanta más si se añade el dato de que en el mundo hay un millón de suicidas al año, por tanto treinta millones de intentos en el mismo periodo de tiempo, una cantidad cercana a toda la población mayor de catorce años en nuestro país, ¡cercana a casi toda la población española, Julio, a toda esa población!, o sea una cifra que invita a reflexionar sobre el hecho de que nos encontramos ante la mayor epidemia del siglo XXI, una epidemia que causa la muerte de muchísimas más personas que el sida, los accidentes de tráfico, los homicidios y los conflictos bélicos juntos, por tanto una plaga que debería ocupar la primera página de los periódicos a diario pero que sin embargo consigue poquísimo espacio en la prensa porque la sociedad no quiere ni oír hablar de eso, y el periodista que toca ese tema es tachado de pesimista y de derrotista y de molesto, cuando en verdad deberían hacerle un monumento a la sinceridad, pues todas estas estadísticas, como te iba diciendo, hacen que se comprenda con más facilidad el hecho de que mi hermana y yo hayamos tratado de suicidarnos y de que vayamos a volver a intentarlo en algún futuro próximo, algo que haremos no porque hayamos llegado a una conclusión filosófica sobre el sinsentido de la vida, sino porque tenemos la misma sangre corriendo por nuestras venas, la sangre podrida de quienes nacen con el código genético tarado, una sangre a fin de cuentas que siempre estará por encima de cualquier terapia psicológica o farmacológica, así que yo no me esforzaría demasiado por evitar lo inevitable, Julio, porque Elena está condenada al sufrimiento, y acabará quitándose la vida, por más que te empeñes en impedirlo ella aprovechará la ocasión a la mínima que te despistes o te relajes o simplemente te hartes, porque te hartarás, te aseguro que te hartarás de vivir bajo una tensión constante, y entonces ya no la vigilarás con la misma intensidad, ésta es la gran verdad, mi querido cuñado, la verdad a la que debes adaptarte, admitiendo al fin que no podrás hacer nada para luchar contra los deseos de tu mujer, Julio, nada de nada contra la fuerza de voluntad de quien ha tomado una determinación movido por una orden lanzada desde su mismísimo código genético. En este punto, mientras caigo en la cuenta de que hace unos días Elena también me dijo que no podría vigilarla eternamente, Juan se retira al lavabo, y mientras esnifa otra raya, echo un vistazo a mi alrededor para descubrir a todos los feligreses de este bar mirando nuestra mesa, algunos con el rostro contraído de dolor, otros incluso con las lágrimas a punto de saltar. Pero esta observación se ve interrumpida cuando mi cuñado regresa para mostrarme un gráfico, a todas luces confeccionado por él mismo, donde aparece una línea ascendente que supuestamente indica el incremento de los intentos de autolisis en este país durante los últimos diez años, una década en la que se ha disparado el apetito mortuorio no porque nuestras condiciones de vida sean peores que hace un siglo, prosigue, sino porque somos más, somos muchos seres humanos más, y como los portadores del gen suicida no paran de reproducirse, cosa que no dejan de hacer porque todavía no se ha activado en su interior el gen de los suicidios y porque en consecuencia no son conscientes del daño que están haciendo a sus hijos, como no paran de follar, digo, esparcen la semilla de la desesperanza a través de sus descendientes, quienes a su vez se reproducirán hasta multiplicar su prole, y así en un continuo que nunca se detendrá, porque la idea suicida, la verdadera idea suicida, no está en nosotros desde el principio, sino que aparece de pronto, cuando el puñetero gen se activa, y cuando, inmediatamente, decidimos que nunca diremos a nadie que tenemos la cabeza anclada en la idea de la muerte, y como nadie habla de eso por miedo al rechazo, mejor dicho como casi nadie habla de eso, porque yo lo estoy haciendo en este momento, la gente se queda boquiabierta cuando de pronto un amigo o un familiar o un colega se quita la vida, y todo el mundo dice ¡ay, pero si parecía tan normal!, exclamación que sueltan porque no comprenden que la normalidad, Julio, la auténtica normalidad también incluye a personas que quieren morir o que no quieren vivir, según se mire, una normalidad que se ha convertido en la epidemia más silenciosa de cuantas hayan existido en la historia de la humanidad, una epidemia que se ha ido extendiendo por el planeta a causa de la facilidad con la que nos reproducimos, una epidemia en verdad muy parecida a la de tus mosquitos, Julio, que también se expandirán más y más y más si tú no la controlas, del mismo modo que la epidemia de suicidios continuará expandiéndose más y más y más si alguien no hace algo al respecto, algo inmediato, algo anterior al día en que la gente con genes suicidas se haya entremezclado absolutamente con la población general, con la población que disfruta de la vida, consiguiendo que la plaga se propague por todo el mundo, hasta el extremo de que los humanos habremos de saltar irremediablemente desde los balcones, puentes y edificios de nuestras ciudades, y los hijos de esos muertos también lo harán algún tiempo después, y los hijos de los hijos de los muertos igualmente, y también los hijos de los hijos de los hijos de los muertos, ¿entiendes?, todos saltarán por los balcones convirtiendo esta y otras poblaciones en una caída constante de seres humanos, en una lluvia de personas que sólo recordarán qué era la felicidad durante los segundos de la precipitación, en un diluvio de individuos contentos ante la inminencia de esa muerte que su código genético necesita para sentirse realizado, y entonces, sólo entonces, cuando el suicidio sea la pauta de comportamiento natural en el hombre, cuando lo sea de un modo tan patente que se establezca oficialmente una edad a partir de la cual estará incluso bien visto suicidarse, bien visto como en la cultura vikinga, cuyos ancianos se ahorcaban en los bosques de Upsala para no ser un estorbo en la comunidad, transformando esos mismos bosques en lugares de lo más tenebrosos, cuando el suicidio sea una cosa así de normal, incluso cuando se creen instituciones para ayudar a la gente a matarse, unos lugares adonde uno irá para pedir ayuda en la muerte, cuando eso ocurra, Julio, cuando eso realmente ocurra, la ciencia tendrá que aceptar que la teoría sobre la genética de la muerte voluntaria no es especulativa, sino una evidencia, una puta evidencia que ya se habrá transformado en epidemia, ¿sabes?, en una epidemia o incluso en una pandemia tan normalizada que se crearán hospitales donde se matará químicamente a quienes deseen morir, como ya ocurre con los centros de eutanasia, o sea que serán lugares donde tú irás y dirás que no puedes más con la vida pero que no tienes cojones para quitártela, y en esas circunstancias el médico te responderá que no te preocupes, que puede recetarte un fármaco que incrementará los neurotransmisores que incitan a la autolesión u otro producto químico que hará descender la poca serotonina que pueda quedarte, de tal modo que la existencia te parecerá aún más horrible, porque esos doctores de la muerte emplearán medicamentos que empeorarán todavía más tu cerebro, y se hará así porque no creo que los gobiernos acepten que la sanidad pública mate deliberadamente a sus pacientes, dado que eso sería asesinato, claro está, así que la sociedad será lo suficientemente hipócrita como para no liquidar a quienes lo desean pero sí como para darles medicamentos que les hagan desear la muerte hasta tal extremo que ni siquiera la cobardía les impida encontrarla, y entonces todo estará arreglado, porque quitarse la vida será algo necesario para no seguir sufriendo, algo imprescindible para no tener que soportar ni un segundo más todo este dolor y para no hacer sufrir a los familiares encargados de nuestro cuidado, como puedas ser tú mismo o como podrían ser mis padres si yo les hubiera contado que a veces, cuando estoy en la cocina, siento el impulso de abrir la llave del gas y mandarlo todo a tomar por culo, ¿entiendes lo que digo?, ¿me entiendes?, tienes que haberme entendido, porque estoy hablando de la posibilidad de que algún día aparezca una