Los Bosques de Upsala (13 page)

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Authors: Álvaro Colomer

Tags: #Intriga

BOOK: Los Bosques de Upsala
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—Prefiero el divorcio a un funeral.

Después, al darse cuenta de que mis palabras, por duras que sean, esconden una declaración de amor, quizá la declaración de amor más sincera que jamás le he hecho, se derrumba sobre el sofá. Y rompe a llorar.

V

Supongo el sufrimiento habitando cada rincón de mi casa. Estoy en el descansillo después de cuatro días de ausencia e imagino la tristeza como una masa viscosa que supura por el dintel de nuestro apartamento, se desliza a lo largo del batiente y engrasa, si cabe todavía más, el engranaje de esta cerradura. En breve volveré a formar parte de todo este dolor, pienso en este momento, y al instante presiento la inquietante, incómoda mirada de la anciana espiándome a través de su mirilla. La vecina del séptimo segunda me observa. Lo sé porque percibo su olor, su asqueroso olor a vieja filtrándose por el resquicio de la puerta, desgastando los colores del felpudo, provocándome arcadas al alcanzar mis fosas nasales. Un tufo a orín, alcanfor, puede que linimento. Husmo a cadáver, antesala de la muerte. Si no supiera que la vieja continúa con vida, creería que este hedor, mejor dicho esta náusea, proviene de su cuerpo en descomposición. Pero no hay duda de que fluye desde sus entrañas, atraviesa su bulbo dentario y flota por el rellano hasta impregnar mis ropajes. Ahora mismo presupongo a ese carcamal con el ojo clavado en la mirilla, el gato ronroneando a sus pies y el balancín, ese que abandonó a poco de escuchar el rugido del ascensor, bamboleándose entre las soledades de su comedor, como si un fantasma continuara ocupándolo o, todavía más probable, como si el diablo se tomara sus respiros en dicha mecedora. No obstante, la peste resulta tan intensa, parece tan presente en este descansillo, que no me cuesta deducir que esa mujer ha rondado el rellano no ha mucho. En algún momento del día, lo más probable hace poco, la viuda ha visitado a mi esposa para satisfacer sus ansias por saber qué ocurrió la noche de la ambulancia y para sonsacarle lo del intento de suicidio, narración que de seguro habrá escuchado con la mayor de las atenciones, al menos con la suficiente como para informarse sobre los pormenores de la agonía en el armario, el rescate de los sanitarios y el internamiento en el pabellón de urgencias psiquiátricas. Mi vecina habrá disfrutado de lo lindo al enterarse de que esto último, me refiero a lo acontecido durante las veinticuatro horas en que Elena permaneció bajo observación médica sin que me fuera permitido acompañarla, ni siquiera está en mi conocimiento. Tiene que haberla hecho tremendamente feliz poseer algo de lo que yo carezco, y para celebrarlo debe de haber lanzado un ataque contra mi persona. Ni se me ocurre dudar de que ha dado a mi mujer su opinión, su repugnante y prescindible opinión sobre mi comportamiento a lo largo de este último año, y tampoco pongo en tela de juicio que ha repetido hasta la saciedad que ha de ser muy difícil encontrar la felicidad junto a un egoísta como yo. Y sé que habrá soltado este tipo de comentarios porque ese carcamal no desaprovecha ninguna ocasión para insultarme. A mí y a cualquier otro representante del género masculino. Recuerdo que, cuando detecté por primera vez su desprecio hacia los hombres, un desdén manifiesto en su incapacidad para saludar a los caballeros del inmueble, así como en su gemido el día en que la embarazada del octavo segunda anunció que esperaba un varón, y no una hembra, cuando detecté estos indicios, me acuerdo, pensé que semejante menosprecio se debía a la rabia acumulada contra su marido por haberse muerto dejándola en la más absoluta de las soledades. Pero el devenir del tiempo, sumado a los comentarios de Elena, me convenció de que la bruja odiaba a sus contrarios desde antes de dicho óbito, puede que desde la infancia, al punto se me antoja que desde el Pleistoceno. De hecho, nunca he dejado de compadecerme por el martirio que debió de soportar su esposo durante los años de matrimonio, solidaridad que se intensifica cada vez que echo cuentas de la cantidad de gatos que han pasado por el apartamento de esa bruja. Y es que, poco antes de la defunción de su cónyuge, mi vecina ya empezó a sustituir el afecto de los seres humanos por el de los felinos y, según me han contado, durante el velatorio, a la sazón realizado en el mismo apartamento más que nada por aquello de ahorrarse los gastos inherentes al alquiler de una sala en el tanatorio, los visitantes se vieron obligados a espantar en varias ocasiones a un minino que se obstinaba en pasear, como quien no se ha enterado de la cosa, sobre el rostro del difunto, con el consiguiente desgaste del maquillaje y la inevitable revelación de las auténticas facciones de la muerte. Desde aquel entonces hasta nuestros días, siempre ha habido animales de esa especie en la vida de mi vecina y la portera del inmueble me comentó hace ya algún tiempo que, durante los últimos veinte años y por tanto desde que vistió luto por primera vez, la vieja ha empalmado mascotas con una celeridad asombrosa, sobre todo si se valora que ninguna ha sobrevivido más de tres años y que dos de esos maulladores, en concreto uno blanco con manchas negras y otro gris con la cola amputada, terminaron sus días cayendo desde el balcón, en teoría tras resbalar mientras caminaban por la barandilla, demostrando con dichas precipitaciones que los felinos no tienen siete vidas, al menos no los que se despanzurran tras surcar una altura de siete plantas. Siempre me ha parecido extraño que esos gatos perdieran el equilibrio con tanta facilidad, pero aún me ha escamado más que la vieja no moviera un dedo por rescatar sus cuerpos, permitiendo que fueran los barrenderos quienes, rasqueta en mano y serrín en bolsa, retiraran los cadáveres de unos animales cuyas existencias quedaron reducidas a sendos retratos en casa de la vieja. Porque en las paredes de ese apartamento, además de husmo a cadáver y pestazo a linimento, hay una treintena de retratos felinos. A lo largo de las dos últimas décadas, las fotografías de esos animales han ido adornando los tabiques del dormitorio, la cocina, el recibidor, la despensa y así el resto de habitaciones, retrete incluido, sin que haya ocurrido lo mismo con las imágenes de sus padres, hijos o amigos, ni tampoco de su marido. En esa casa no se localiza ni una instantánea del hombre con quien la vieja compartió la vida, así como tampoco del resto de personas que debieron de poblar su pasado, pero cuelgan de las paredes cantidad de marcos con los misinos que le han amenizado la viudedad, amén de un cuadro vacío donde se supone que algún día colocará la foto del felino que al presente le hace compañía y que, a falta de una losa en el cementerio, ya tiene esa especie de lapida en el Museo de las Mascotas Muertas sito en el séptimo segunda de mi edificio.

Ahora mismo, mientras los efluvios de la anciana se mezclan con mis propias emanaciones, creando un tercer aroma que no sabría clasificar pero que resulta harto desagradable, sobre todo porque me hace valorar la posibilidad de que pueda haber algo en la esencia de esa vieja que conjugue a la perfección con mi propia sustancia, me preparo para el reencuentro con Elena. Y apenas he introducido la llave en la cerradura cuando asoma por mis mientes la esperanza de que, durante mi ausencia de cuatro días, mi esposa se haya reconciliado con la vida. Quizá su hermano, a quien confié su custodia en contra de toda lógica y quien acudió en su ayuda de inmediato, un hermano que por otra parte se ofreció para hacer de canguro tanto tiempo como fuera necesario y que, después de que yo le preguntara por sus adicciones, me juró que no bebería ni esnifaría ni se metería nada durante su estancia en mi apartamento, pero que no me aclaró si había superado de una vez por todas sus problemas con el alcohol y la cocaína y las pastillas, puede que ese hermano, que además me comentó que aprovecharía estos días de clausura para revisar ciertos documentos que llevaba acumulando desde hacía bastante tiempo, papeles cuyo contenido, valga decir, me fue vetado, tal vez dicho hermano, considero ahora, ha conseguido que Elena recapacite sobre su intento de suicidio, haciéndole llegar a la conclusión de que no hay esfuerzo más compensatorio ni empeño más loable que la lucha por mantenerse en este mundo, una lucha a menudo más encarnizada que la de quienes se dejan caer desde los balcones de la ciudad sin importarles que los niños de ocho años les observen desde las terrazas contiguas. Durante mis cuatro jornadas en el pueblo de los mosquitos, he llamado a mi esposa en numerosas ocasiones, como poco cinco veces al día, y aunque no siempre ha querido ponerse al aparato, cuando lo ha hecho la he notado ligeramente animada. Las frases que ha cruzado conmigo, en verdad meras formalidades, me han inspirado confianza, aun cuando reconozco que puedo haber interpretado sus palabras de un modo más positivo de lo normal porque necesito sentirme moralmente libre para marcharme, de nuevo, mañana a primera hora. No me quedaré demasiado tiempo en casa. Debo regresar al pueblo para capturar al
Aedes albopictus
, ya que a estas alturas de la investigación, cuando hemos colocado trampas por todo el municipio y cuando el insecto se encuentra en un tris de caer en nuestras redes, no puedo permitirme una ausencia prolongada, no sea que mi ayudante, una chica tan ilusionada con el proyecto que sin duda continúa trabajando incluso a las tantas de la noche, capture el primer espécimen antes de mi regreso y se apropie de unos aplausos que en verdad me pertenecen. Si no cumplo con mis obligaciones, perderé la oportunidad de alcanzar cierto renombre en el mundillo de la entomología, objetivo este que, en caso de ser logrado, se traduciría en una promoción universitaria, una que implicaría la anhelada cátedra, de una maldita vez la cátedra en la Facultad de Biología, con su aumento de sueldo correspondiente, la admiración de mis colegas y un poco de barullo mediático. Así los pensamientos, en este momento, cuando al fin introduzco la llave hasta el fondo de la cerradura y cuando a la par presiento que la mirilla de mi vecina se transforma en una gran pupila, sensación esta que desde hace algún tiempo me invade no sólo al alcanzar este rellano, sino al pasar por cualquier otro descansillo del edificio, como si las puertas de mis vecinos hubieran devenido en seres vivos, lógicamente seres similares a los cíclopes, en este momento, digo, cuando la llave empieza a girar hacia la derecha, me doy cuenta, casi de sopetón, de que mi auténtica obligación, al menos mi obligación moral, no debería ser para con mi trabajo, sino para con mi esposa. Se supone que, en circunstancias como la presente, tendría que comportarme como un hombre hecho y derecho, con todas las virtudes que esto implica, y no como un obseso por el trabajo. Sin embargo, en este instante también recapacito sobre el hecho de que el mundo no es un lugar perfecto, no lo es en absoluto, por lo que no puedo apartar de mi cabeza la idea de que el modo correcto de actuar, el que hará que superemos las adversidades cuando menos económicas, no pasa por dejarme chantajear por la coyuntura actual, sino por cumplir con mis deberes laborales, única vía para demostrar a Elena que la vida debe continuar, que la máquina no se detendrá tras su ausencia y que todos, absolutamente todos, somos prescindibles. Y con estas consideraciones no estoy concluyendo que su suicidio no vaya a desequilibrar las cosas, en especial las cosas que me conciernen, sino que la dejadez de mis compromisos desbarataría sobremanera nuestro mundo, nuestro reducido e insignificante mundo oculto tras la puerta del séptimo primera, pues yo sería despedido a poco de que el decano reparara en que llevo demasiado tiempo cuidando de una esposa que no tiene una enfermedad física, sino psíquica, por tanto una enfermedad que tal vez mi superior no considere una auténtica enfermedad, como les ocurre a tantos otros ciudadanos que todavía hoy toman la depresión como cosa de débiles o incluso vagos. Si antepusiera las necesidades de Elena a mis obligaciones laborales, el máximo responsable de mi proyecto me despediría alegando que he tirado por la ventana dos años de investigación al dejar que el mosquito tigre se escapara delante de mis narices, colonizando de inmediato el territorio nacional y dificultando de un modo extraordinario el control de la especie. Y si ese mismo decano, enojado por mi falta de profesionalidad, me pusiera de patitas en la calle, la situación en casa se agravaría en grado superlativo, dado que seríamos dos, y no una, las personas en paro. No sé cómo se las apañarán los familiares de otros enfermos con tendencias autolesivas, pero no me extrañaría que, impelidos por una sociedad que sólo valora el trabajo y que desprecia, arrincona y aísla a quienes ya no son productivos, se vieran igualmente obligados a desatender a sus seres queridos a partir del tercer o cuarto día de su paso por el pabellón de urgencias psiquiátricas, viviendo a partir de entonces con el miedo metido en el cuerpo, en lo más profundo y recóndito y reservado del cuerpo deben de almacenar el temor a regresar a casa y dar con un cadáver donde antes había un padre, una madre o también un hijo. De cualquier forma, el convencimiento de que debo continuar cumpliendo con mis responsabilidades no quita para que sienta remordimientos por haberme alejado de Elena durante estos cuatro días, pero lo cierto es que me resulta imposible imaginar otro modo de actuación. Abandonar a mi suicida es la única forma de conseguir un prestigio y un dinero que sin duda redundarán en nuestra felicidad, permitiéndonos contratar a los mejores psiquiatras, comprar los medicamentos más caros, mudarnos a apartamentos sin forma de cruz y, por resumir, alcanzar cuanto se pueda lograr con un buen fajo de billetes. O sea, todo. Por tanto, tras reflexionar sobre estos asuntos en el rellano de casa y sin dejar de sentir la mirada de la anciana clavada en mi espalda, opto por mantenerme en mi decisión de cumplir con mi compromiso laboral sin flaquear demasiado por el hecho de tener una esposa en el peor de los estados posibles, y como esta determinación es firme, cruzo mentalmente los dedos deseando que Elena comprenda, tal vez en un futuro no muy remoto, que durante su enfermedad no permanecí a su lado porque quería conseguir un mundo mejor para los dos. Por eso actúo así y por ninguna otra razón. De manera que entro en casa con la seguridad de que no modificaré mi estrategia para con esta enfermedad y me enfrento a un pasillo al final del cual se encuentra la puerta del salón, a la sazón cerrada, por cuyo resquicio se escapa un chorro de luz. Cuando acto seguido me adentro en el comedor, veo en primera instancia a mi esposa tumbada en el sofá, con una taza de té sobre la mesa y la televisión como telón de fondo, mientras Juan fuma un cigarrillo acodado en el balcón, creo que mirando al perro del vecino, sin percatarse en ningún momento de mi presencia. Saludo a Elena con un beso que ella recoge con indiferencia y a continuación me dirijo a la terraza, donde reparo en el modo en que mi cuñado zapatea contra el suelo, como si estuviera nervioso, tan nervioso que ahora, cuando le toco el hombro, se da la vuelta de un brinco y, al tiempo que el perro del edificio de enfrente se arranca con unos ladridos que hace un momento no emitía, me muestra un rostro desencajado no sé si por exceso de drogas o por abstinencia de las mismas. Pero el caso es que apenas se ha girado cuando me espeta que debe marcharse inmediatamente, yo creo que para meterse algo, y que regresará mañana a primera hora, antes de que yo me marche al pueblo de los mosquitos, para continuar con la guarda y custodia de su hermana. Después entra en el salón para despedirse de Elena, a quien asegura que en pocas horas volverá a su lado y a quien abraza como ya quisiera que me achucharan a mí, y luego le acompaño hasta el ascensor, donde me dirige una mirada cargada de significado antes de susurrar:

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