Apenas unos segundos después de recordar aquellas circunstancias, ordeno a mi ayudante que alquile un par de habitaciones en algún hotel de la zona afectada, que empaquete el instrumental que habremos de necesitar y que cancele todos los compromisos cuando menos durante una semana. Después cuelgo el auricular, cojo mi agenda de contactos y, justo antes de ponerme a llamar a los organismos oficiales implicados en mi proyecto, me miro al espejo para darme cuenta de que ahora mismo, cuando mi esfuerzo de dos años ha obtenido su recompensa, también cuando llega el momento de que demuestre mis dotes como científico de campo, me siento un hombre de mente lúcida. Sé lo que debo hacer y no vacilo al hacerlo. Actúo de un modo natural, sin dejarme llevar por la excitación, con la calma que se espera en todo profesional. Es mi momento. No hay duda de que lo es. Y nada me detendrá. Ni los empresarios del caucho, ni las depresiones de las esposas, ni los perros atados a las farolas. No pienso permitir que todas esas estupideces, al menos así me lo parecen en este instante, se interpongan en mi camino y tomaré cuantas decisiones sean necesarias para impedir que, durante las próximas semanas, es decir durante el tiempo habitual en la captura de un díptero de ésos, se obstaculice mi quehacer. Así que agarro el teléfono y, en primera instancia, marco el número del director del Departamento de Biología del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Y a poco de escuchar un saludo al otro lado de la línea, suelto que yo, Julio Garrido, he localizado la primera colonia de mosquitos tigre en nuestro país. Pronuncio la frase con la boca bien grande porque se trata del anuncio oficial sobre mi descubrimiento y porque, a qué engañarse, me siento absolutamente orgulloso de mí mismo. Sin embargo, al instante escucho una respuesta que me deja helado:
—¿Que qué de qué?
Y entonces me doy cuenta de que no he descubierto la penicilina, ni la energía nuclear, ni tampoco la vacuna contra el cáncer, sino un mosquito, un mosquito diminuto, un mosquito incluso ridículo. Pero no quiero dejarme dominar por las inseguridades, así que reflexiono durante unos segundos sobre la respuesta escuchada hasta comprender que, aun cuando yo pensaba que el teléfono sonaría en el despacho del director, estoy hablando con el bedel del edificio, a quien de inmediato exijo que me pase con el máximo responsable del centro.
—¿De parte de quién?
—De Julio Garrido.
—Julio… ¿qué?
—Garrido.
—¿Y qué es lo que dice que ha localizado?
—La primera colonia de mosquitos tigre.
—La… primera… colonia… de… —repite mi interlocutor mientras, intuyo, anota la frase en un papel—… mosquitos.
—De mosquitos tigre. No olvide lo de tigre, que es muy importante.
—¿Un tigre? Pero ¿usted qué ha descubierto: un mosquito o un tigre?
—He descubierto un insecto que se llama mosquito tigre. No son dos animales distintos, sino uno solo. Mosquito tigre, ¿lo entiende?
—Sí, hombre, sí. No se enfade. Lo tengo todo bien apuntado. No se preocupe. Ahora mismo voy a ver si el señor director está libre. Un momentito, ¿vale?
—Vale.
—Enseguida vuelvo, eh.
—Le espero.
—No cuelgue. Sobre todo no cuelgue.
—Que no, hombre, que no cuelgo.
Cuando ese desconocido deja el teléfono sobre la mesa, afino el oído tratando de adivinar qué hace. No oigo pasos, tampoco palabras, ni siquiera movimientos. Creo que el conserje no me ha tomado en serio y que no pretende pasarme con nadie. Además, capto un leve silbido al otro lado de la línea y me lo imagino con los pies sobre la mesa, las manos tras la nuca y la sonrisa en la cara. Permanezco cinco minutos, literalmente cinco minutos, con el auricular pegado a la oreja, hasta que al fin escucho su voz:
—Pues parece que el director no puede ponerse. Está en una reunión importantísima. Ya sabe qué tipo de reuniones son ésas, ¿eh? Usted ya me entiende, ¿verdad? ¿A que me entiende, eh, eh, eh?
Desconozco qué diablos ocurre con este tipo, pero no puedo mandarle al garete porque necesito que me pase con su superior:
—Sí, claro —respondo—. Siempre metido en esas reuniones.
—Es increíble.
—Increíble.
Y a continuación guardamos silencio.
—Oiga, ¿cree que terminará con su reunión en breve? —pregunto al cabo.
—Huy, eso nunca se sabe. Unas veces las reuniones duran horas y otras se acaban en diez minutos. Todo depende del clima.
—¿Del clima?
—Sí, claro. Del clima. El clima es fundamental en esas reuniones.
No debo insultar a este hombre, me digo. No debo insultarlo.
—Bueno, pues volveré a llamar en media hora.
—Como quiera. Aquí estamos para servirle a usted y a Dios —responde—. Ah, y cuidado con el mosquito ese, ¡eh!, no sea que le pique. Aunque tendría gracia que le picara. Sería usted el primer infectado por picadura de mosquito tigre en este país. ¡Lo famoso que se haría entonces! Mucho más que siendo el mero descubridor de una colina. Caramba si se haría famoso… Tanto que a lo mejor el director interrumpía su reunión y todo.
Y, cuando parece que va a colgar, añade:
—Y no se olvide de comprar repelente. Va muy bien para los mosquitos. Pero que muy bien.
Por suerte, al marcar el siguiente número anotado en mi agenda, contacto con alguien que sólo necesita escuchar el nombre del díptero para asegurarme que mañana iniciará los trámites para poner a mi disposición cuantos recursos requiera. Después, cuelga. No me felicita, no me ofrece su aliento, no me recomienda para el ascenso. Sólo muestra seriedad y a lo sumo un poco de cortesía. De igual modo, durante las siete llamadas realizadas a continuación, únicamente detecto satisfacción en el decano de mi facultad, quien en realidad no se alegra por las consecuencias que dicho hallazgo habrá de tener en mi carrera, sino por el prestigio que ese mismo descubrimiento dará a su facultad. Pero no me importa. Porque ahora mismo, cuando ya he telefoneado a todas esas personas y por tanto cuando ya he divulgado la noticia a los cuatro vientos, no ansío más reconocimiento que el de Elena. Ninguna otra felicitación me interesa tanto como la suya, así que entro en el salón, pongo los brazos en jarra y grito que soy un entomólogo cojonudo, que mi sistema de rastreo ha funcionado a la perfección y que pronto, cuando la comunidad científica corra la voz sobre la localización de la primera colonia de mosquitos tigre, nuestras vidas darán un giro de ciento ochenta grados. Sobre todo en lo económico, apunto. Sin embargo, una vez he pregonado estos futuribles a voz en grito, observo con horror que mi mujer se esfuerza por dibujar una mueca de alegría. Yo creía que una noticia de esta envergadura la haría feliz, ni que fuera un poco feliz, pero su reacción dista mucho de colmar mis expectativas. Y es que, en esta época de su vida, a mi mujer todo le importa un carajo. Todo, salvo las oscuridades del armario. Durante años he anhelado obtener prestigio profesional única y exclusivamente para que ella se sintiera orgullosa de mí, para nada más que para eso, no obstante lo cual ahora me embarga una sensación de fracaso que se ve incrementada al caer en la cuenta de que no podré iniciar la tercera fase de mi investigación, consistente en mudarme a la localidad donde han aparecido las picaduras, si ella continúa obsesionada con la muerte. Mi ayudante me ha informado del hallazgo más importante en mi carrera, puede que incluso del descubrimiento más trascendente en el reciente panorama entomológico de este país, pero las circunstancias de mi matrimonio imposibilitan no sólo el disfrute del proyecto, sino la culminación del mismo. Con todo, tras dos años persiguiendo esta oportunidad, no pienso renunciar. No permitiré que la situación actual obstaculice mi investigación, por lo que medito una solución al problema de mi esposa, en este momento el inoportuno y fastidioso y molesto problema de mi esposa, y se me ocurre que la única opción viable pasa por llevármela adondequiera que yo vaya. No hay más remedio que integrarla en mi expedición porque, de lo contrario, ella podría aprovechar mi ausencia para arrancarse el alma, cosa que convertiría mi éxito profesional en un fracaso emocional, transformando al hombre más triste del mundo que siempre ha habido en mí en el triunfador más desolado del planeta. Debo convencer a Elena para que emprenda este viaje conmigo, motivo por el cual ahora la miro a los ojos resuelto a anunciarle que, le guste o no, deberá seguirme allá donde yo vaya, y ya me dispongo a disfrazarle este arreglo con un discurso sobre la importancia para su salud de alejarnos de la ciudad cuando ella, siempre más perspicaz que yo, musita que no piensa abandonar su casa bajo ninguna circunstancia. Luego sube el volumen del televisor. Evidentemente, me quedo de una pieza. Soy consciente de que debo sortear esta crisis lo antes posible, principalmente porque cada segundo implica una nueva puesta de huevos por parte del mosquito, y aunque me gustaría hacerlo de un modo inteligente, no consigo mantenerme lo suficientemente calmado como para pensar con claridad. De modo que, en vez de sentarme a su lado para hacerle comprender que el éxito de esta misión supondrá un cambio en nuestras vidas, me descubro llamándola egoísta, y niñata, y mimada, y cobarde, y zorra. Sí, también zorra. Llevo tantos años esperando este momento que no logro frenar el arrebato y, como ahora mismo noto que el odio crece en mi interior hasta niveles insospechados, me precipito sobre la puerta de casa, salgo al descansillo, bajo los escalones a pares, alcanzo la calle, me alejo del edificio, me detengo en una esquina, lanzo tres chillidos, golpeo una farola e increpo a cuantos ciudadanos me miran asustados, entre los que se cuentan los mismos policías que cuatro días atrás, cuando yo buscaba los restos de mi esposa sobre el asfalto, me observaron desde el coche patrulla. Y, cuando he liberado el rencor acumulado en mi interior, así como cuando me imagino a los agentes enchironándome por escándalo público, siento la imperiosa necesidad de dar la vuelta, regresar sobre mis pasos y correr junto a mi esposa. Pero entonces, cuando restan pocos metros para alcanzar el portal, descubro a Elena asomada al balcón, con la cabeza fuera de la barandilla y la brisa azuzándole el pelo. Y aun cuando el movimiento de su cabeza indica que busca algo, probablemente a su marido, le grito ¡métete dentro, joder! Apenas un instante después, mientras ella retrocede hacia las sombras de nuestro apartamento, entreveo a la anciana de la terraza contigua sacando la nariz entre tinieblas y, en el edificio de enfrente, al dueño del perro haciendo lo propio tras las cortinas, por supuesto con la mascota ahora vendada entre los brazos, la mirada clavada en mí y un dedo señalándome en un claro intento por dejar patente que me reconoce como el agresor de su chucho, a lo que sólo puedo responder haciéndole un corte de mangas.
Al cabo de un rato, ávido de enmendar mi error, invito a Elena a hablar conmigo. Parece atemorizada. No esperaba una reacción como la que he tenido y ahora agacha la cabeza tal que una niña suplicando perdón por algún estropicio cometido. Mi esposa se había acostumbrado al hombre sumiso que ella misma había ido construyendo a lo largo de cinco años de matrimonio, y de repente su criatura se ha transformado en un energúmeno cansado de obedecer. Llevo un lustro sin tomar una sola decisión en mi propio hogar. Y ya estoy harto. Además, tal como está la situación no puedo mostrar ternura, sino firmeza, así que aprovecho la coyuntura para preguntarle, sin ambages, si todavía quiere morir. No tengo dudas de que, durante estos tres días, ella ha pensado en ese asunto varias veces, puede que incluso se haya sentido atraída por el armario en más de una ocasión o que haya escuchado la llamada del balcón mientras recorría nuestro pasillo en forma de cruz, pero en este momento, probablemente con la angustia de quien se siente acorralado, responde no, te juro que ya no quiero suicidarme, cariño, de verdad que esa idea se ha ido de mi cabeza. Por supuesto, no la creo. Ni la creo, ni debo hacerlo. Su accidente aún merodea mi memoria y temo que, si me marcho de casa ni que sea durante media semana, no resista la tentación. Además, cuando a continuación me asegura que puedo dejarla sola unos días porque no cometerá ninguna estupidez y sobre todo cuando trata de ganarse mi corazón usando por segunda vez la palabra cariño, ratifico mi postura. Si no me hubiera llamado cariño en dos ocasiones, tal vez habría flaqueado, pero ese término resulta tan extraño en su boca, chirría tanto entre sus labios, resulta tan falso saliendo de ella que asumo que no debo abandonarla. Y ya estoy cavilando una solución a semejante dilema cuando de pronto alguien enciende una cerilla en la oscuridad de mi cerebro. Una que me enseña la salida a este conflicto: necesito un canguro que pueda permanecer a su lado las veinticuatro horas, una persona que la vigile constantemente, un ayudante que comprenda que no hay diferencia entre controlar a un niño o a un suicida, puesto que ambos pueden dañarse a sí mismos en el instante menos pensado. Y la única persona en quien puedo delegar tamaña responsabilidad es, me guste o no, el hermano de Elena. Desde hace unos meses mi cuñado trabaja en una tienda de discos, un establecimiento pequeño, casi sin clientela, perteneciente a un amigo de Elena que aceptó contratar a Juan pese a las pésimas referencias que tenía de él, ya que en aquel entonces, y en verdad todavía hoy, mi cuñado era un bala perdida. Cuando mi esposa me lo presentó por primera vez, me resultó divertido descubrir que tenía un tic consistente en rascarse constantemente la nariz, pero al cabo de unas semanas, cuando tuvimos que ingresarlo en una clínica de desintoxicación por abuso de cocaína, así como cuando el médico nos aseguró que se estaba destrozando el cerebro, dejó de hacerme gracia para pasar a darme pena. Pero no tengo más opción que llamarlo. Aunque está claro que ese tipo, en la actualidad de treinta y dos años, no puede cuidar ni siquiera de sí mismo, es la única persona en quien puedo confiar, amén de la única que aceptaría una labor como ésta, dado que la enferma no es otra que su hermana. No obstante, cuando le comento a Elena esta posibilidad, ella sale de sus casillas. No quiere que su familia se entere de lo ocurrido y la sola mención de este supuesto la enerva tanto que lanza un berrido, corre a lo largo del pasillo y se encierra en ese lavabo que ha convertido en su particular refugio. Pero su actitud no me amedrenta. He decidido que su hermano pase los próximos tres o cuatro días con ella, así que me encaro a la puerta del cuarto de baño, grito que no hay discusión posible a este respecto y me alejo resuelto a llamarlo. Unos segundos después, ella se abalanza sobre mí clamando que no puedo hacerle semejante jugarreta, que no debo preocupar a los suyos, que por favor no lo haga. Tampoco ahora flaqueo. Es más, me la saco de encima empujándola contra la pared y, tras plantarle un puño a pocos centímetros de la nariz, le advierto que no está en disposición de replicarme. Y entonces ella me mira alucinada. No reconoce al hombre que tiene delante y enseguida, sin duda resintiéndose del golpe recibido en la espalda, se muestra derrotada por el hecho de que yo haya dejado de ceder ante el chantaje emocional implícito a su intento de suicidio. Pero mi esposa sabe adaptarse a todas las circunstancias, como demuestra el hecho de que contraataque con la amenaza del divorcio si hago esa llamada, comentario que en esta situación se me antoja absurdo, sumamente absurdo, tan absurdo que sólo puedo cortarlo de un modo: