Los Bosques de Upsala (9 page)

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Authors: Álvaro Colomer

Tags: #Intriga

BOOK: Los Bosques de Upsala
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Me levanto con cuidado en tanto temo un nuevo desmayo y todavía siento los huesos entumecidos cuando reparo en que son las tres de la tarde. Debería llamar a la universidad para informar sobre los motivos de mi ausencia, no sea que el decano, un tipo a quien no caigo demasiado bien, me retire la beca otorgada hace dos años para la detección, estudio y prevención del mosquito tigre. Tendría que telefonearle inmediatamente, pero en este momento no me veo con ánimos como para hablar con nadie, y menos con un tipo de semejante calaña. Además, tal como está la casa, me conviene ordenar este desaguisado antes de que Elena, a su regreso del hospital, descubra que, donde ella creó orden, sólo perdura el caos. Durante las siguientes dos horas recojo los trastos desperdigados por el suelo, incluso pego los fragmentos de algunos objetos rotos durante mi arrebato, y cuando he terminado salgo a la calle para airearme un poco. Aún falta medio día para que me devuelvan a mi esposa, tiempo suficiente como para darme un garbeo por la ciudad y relajarme contemplando las musarañas. Por eso echo a caminar sin saber adónde dirigirme. En todas partes veo hombres en los bares, ancianos en los bancos y mujeres en los balcones. Y a veces, cuando me concentro en los rostros, percibo algo extraño en sus miradas. Algo como tristeza, ausencia, pudiera ser desorientación. Intuyo esas emociones porque he desarrollado un sexto sentido para captar el dolor, el profundo, auténtico, invencible dolor del ser humano, y sólo necesito fijarme en sus pupilas para convencerme de que la frustración amordaza a demasiados ciudadanos. Es más, durante este paseo en el que no puedo dejar de observar las facciones de los demás, detecto una enorme cantidad de condenados a la vida, casi pasajeros en tránsito, y me espanta reconocer en sus rostros el mismo cansancio que Elena arrastra desde hace unos meses. En este estado avanzo por las calles durante una hora, a cada paso más aterrado por la realidad que esta tarde se desvela ante mis ojos, cuando al cabo de un rato, habiéndome desviado de las avenidas más transitadas y adentrado en los callejones menos poblados, desemboco en el barrio donde me crié, concretamente a pocos metros de mi antigua casa, a un tiro de piedra del balcón desde donde saltó la vecina de mi infancia. La querencia me ha arrastrado hasta este lugar porque dentro de mí existe el anhelo de saber qué fue de aquel esposo a quien nadie apoyó durante el duelo por la muerte de su pareja. Quiero saber cuánto tardó en rehacer su vida, cómo superó el sentimiento de culpa, cuándo recuperó las ganas de vivir, dónde guarda el recuerdo de su mujer y, sobre todo, por qué le ocurrió a él, y a nadie más que a él, aunque también un poco a mí, semejante desgracia. Necesito respuestas a estas preguntas porque intuyo que el presente de ese personaje guarda las claves de mi futuro, pero al mismo tiempo me atemoriza topar con un hombre destrozado por la vida. No me atrevo a enfrentarme a la bola de cristal que ese individuo debe de ostentar por cabeza, así que de inmediato doy media vuelta para alejarme de este lugar y al torcer la vista descubro una plaza a mi izquierda, una plaza que me trae recuerdos de los juegos compartidos, por supuesto antes de los ocho años, con otros niños del barrio. Porque después, cuando la vecina ya se hubo despeñado a lo largo del edificio, abandoné por siempre los pilla-pilla, los escondites y los partidos de fútbol frente a la iglesia, en parte por temor a orinarme en público, en parte por saber que los padres de mis amigos les habían ordenado que no volvieran a codearse con el rarito de los Garrido. De la noche a la mañana, los críos con quienes pasaba los domingos dejaron de llamar a mi interfono para gritarme baja, Julito, que los de la plaza de al lado nos han retado a una de canicas, y nunca más disfruté de la infancia. También fue por aquel entonces cuando devine en el niño, y luego en el hombre, más triste del mundo. Los compañeros del barrio me abandonaron a mi suerte porque los adultos les habían prohibido, so pena de ser castigados, relacionarse con un niño que ninguna culpa tenía respecto a lo que había presenciado y, cuando esos chavales me descubrían espiándolos desde alguna esquina, se miraban entre ellos sin entender por qué no podían retomar la amistad con el pichichi del equipo. La incapacidad de los mayores para comprender que yo no había enloquecido, sino que sólo andaba un tanto traumatizado, fue lo que me privó por el resto de mis días de la alegría de un gol celebrado en equipo, un regate al perro de la plaza o un pase a uno de mis vecinos, por ejemplo al chaval que más tarde, en un acto de fraternidad jamás olvidado, habría de gritarle al tal Manolo aquello de que dejara de dar la murga con el rollo de la muerta porque todos sabemos que se ha suicidado para perderte de vista a ti y, de paso, para joderle la vida al pobre Julito. Y todavía hoy lamento haber sido alejado de esas diversiones. Porque yo era bueno. Francamente bueno. No sólo en el fútbol; también en la amistad. Pero todo se torció la tarde de los balcones y nunca más metí el balón en una escuadra donde hubiera un guardameta, haciéndolo a lo sumo entre dos árboles donde no se intuía otra presencia que la de mi propia sombra.

Contemplar la plazoleta donde rocé la felicidad sume mi cuerpo en un dolor que no afecta a ningún órgano en concreto, pero que de alguna forma los perjudica a todos. Un dolor que yo, así como el médico que atendió a mi esposa en el pabellón de urgencias psiquiátricas, calificaría de dolor en el alma porque no tengo otra forma de definirlo, pero que en verdad es un dolor absolutamente físico. No obstante, en vez de regresar a casa para mitigar este malestar con fármacos, decido aplacarlo haciendo frente a la situación temida. Soy absolutamente consciente de que sólo aliviaré el sufrimiento encarándome al viudo, observando su rostro veintisiete años después de la tragedia y conjugando los elementos de su presente con los posibles de mi futuro. Así que me armo de valor, camino hacia la portería de mi antigua casa y, cuando restan pocos metros para alcanzarla, siento un escalofrío recorriendo mi espinazo, como si tuviera un fantasma a mis espaldas o, más concreto, como si una mano espectral me acariciara la nuca. Entonces echo la vista a un lado para dar con el buzón, el maldito buzón donde se estampó mi vecina, justo a mi derecha. Pero no es eso lo que me ha causado el estremecimiento, sino la figura de un viejo recortada en la distancia, en concreto en la otra acera, sentada sobre un banco, al momento desapareciendo tras un autobús y reapareciendo cuando éste pasa de largo. Se trata del vecino de mi infancia. De Manolo mirando el mismo buzón que tengo a mi vera. Observándolo con esos ojos, unos ojos cargados de tinieblas, en medio de un rostro quebrado de aflicción, posiblemente el rostro más afligido que pueda imaginarse, sin duda el peor de todos los rostros que vio este mundo. Sólo un ingenuo como yo podía ilusionarse pensando que hallaría un hombre recompuesto y no un miserable con los párpados muy abiertos, como si todavía estudiara el cuerpo despanzurrado de su esposa, la boca muy cerrada, como si guardara en su interior palabras nunca dichas, la frente muy arrugada, como si se hubiera pasado las últimas décadas reconcentrado en un único asunto, y la fealdad muy difusa, como si la podredumbre de su espíritu se hubiera visto obligada a salir al exterior en forma de delgadez, suciedad y pobreza. El dolor, y su hermana la tristeza, han desfigurado el cuerpo de este hombre porque ya no quedaba nada que deformar en su alma, y la soledad, junto a su hijastro el aburrimiento, lo han transformado en una suerte de estatua tan amarillenta como los periódicos, antiguos periódicos, que sostiene entre las manos. Pero hay algo todavía más deprimente en su actitud. Y es que este despojo humano no se sorprende de que yo, en principio un desconocido, lo escrute de arriba abajo. Su apatía emocional ha alcanzado tal cota que no se inmuta ante los extraños que le observan como quien contempla un engendro y que luego continúan sus caminos cabizbajos, acaso asustados ante la crueldad de la vida ejemplificada en ese pobre diablo. El viejo, a quien ahora recuerdo arrodillado en aquel ascensor lleno de espejos, entiende que la gente se pasme ante su triste figura porque él también se enfrenta a su reflejo cada mañana, motivo por el cual comprende que todo el mundo, todo el mundo sin excepción, se estremezca al intuir en sus facciones la personificación de la soledad. Le importa tan poco que la gente muestre atracción hacia su rostro, una atracción lógicamente enfermiza, que ni siquiera se enoja cuando, según ocurre ahora mismo, un adolescente arrastra a su novia hasta el lugar donde él descansa y dice oye, Manolo, que he traído a mi chica para que te conozca. Y el viejo sólo tiene que mirarla a los ojos para que la muchacha, casi una niña, se sobrecoja de pura repulsión, hunda la cara en el pecho de su acompañante y le pida, mejor dicho le ruegue, que la saque de ahí inmediatamente. Después, cuando me vuelvo a quedar a solas frente a un individuo cuya mera presencia espanta a las criaturas que todavía no han descubierto cuánta fealdad habita en el mundo de los adultos, decido alejarme de este lugar, pero antes de doblar la esquina echo un último vistazo a mis espaldas para descubrir al marido de la suicida, el hombre que continúa encogido a causa del vértigo que le provoca abandonar su banco, observándome con espanto, como si de repente hubiera caído en la cuenta de quién soy, y sólo tengo que devolverle la mirada para que él, siempre cobarde, tuerza nuevamente la cara hacia ese infinito con forma de buzón de correos. Y me imagino a mí mismo regresando sobre mis pasos, agarrándole del pescuezo y ordenándole que recupere las riendas de su vida. Porque no quiero que los hombres, los hombres cuyas esposas saltaron por los balcones o se tragaron frascos de barbitúricos, queden bloqueados durante el resto de sus existencias. No quiero nada de eso. No, no lo quiero. Pero tampoco hago nada por cambiarlo. Ya que a continuación reemprendo, también yo cobarde, el camino hacia mi apartamento en forma de cruz.

Avanzo por las calles esta vez sin ver a nadie a mi alrededor, como si hubieran desaparecido los hombres de los bares, los abuelos de los bancos y las mujeres de los balcones, dejando en su huida una ciudad donde me siento brutalmente solo. De vez en cuando oigo la voz de alguien, quizá de un peatón hablando por teléfono, o el sonido de un claxon, en este caso de un coche frenando cuando cruzo sin atender al semáforo. Pero enseguida regresa el silencio. Y también el rostro de Manolo, ese rostro que aparta mis pensamientos de recuerdos más agradables, como el día de mi boda, la noche en que Elena me dijo, por primera vez, que me quería o la tarde en que me anunciaron la adjudicación de la beca para estudiar al mosquito tigre. Ninguna de estas remembranzas anula la presencia de ese hombre en mi cerebro, imagen que sólo se disipa cuando, al final del paseo, diviso el edificio donde vivo. Entonces, cuando ya me creo a salvo de las angustias provocadas por una ciudad tras cuyas ventanas me parece adivinar cientos de semblantes idénticos a los del viudo, muchos de los cuales parecen suplicarme que los libere de las cárceles en que se han convertido sus vidas, cuando al fin me creo a salvo de estas paranoias, digo, entreveo una ambulancia frente a mi portería. Aun cuando no han transcurrido veinticuatro horas desde su ingreso en el pabellón de urgencias psiquiátricas, el doctor ha adelantado el alta de mi esposa probablemente porque ha comprobado que no quedan ideas autolesivas en su mente, y ahora me la devuelve como quien entrega un paquete a un desconocido. Cuando a continuación me acerco a los conductores para preguntarles si traen a Elena Domingo, los dos se muestran reticentes a responderme, prefiriendo en primera instancia mirarse entre ellos, tirar sus cigarrillos al suelo y pisarlos en una actitud de lo más chulesca, al cabo de la cual uno de ellos me dice que le parece inaudito que yo no estuviera esperando el regreso de mi mujer. Y, cuando estoy a punto de replicarle que el médico me había asegurado que la devolvería más tarde, su compañero añade que en estos momentos la paciente debe sentirse querida y no despreciada por la única persona que a partir de ahora estará a su lado. Resulta obvio que estos individuos la han tomado conmigo y, como estoy bastante harto de rendir cuentas a desconocidos, me limito a señalar la puerta del edificio ordenándoles que suban a Elena de una puñetera vez. A los pocos segundos, sin borrar cierto mohín de desprecio pero entendiendo que la mejor forma de perderme de vista pasa por obedecerme, ambos se dirigen a la parte posterior de la ambulancia, abren las puertas y, tras decirle algo que no alcanzo a escuchar, ayudan a mi esposa a apearse del furgón, momento en el que me acerco para darle un beso de bienvenida que ella, en parte como era de esperar, recibe con una indiferencia pasmosa. Después los cuatro accedemos a un ascensor demasiado estrecho para tanta gente y durante el trayecto de subida los sanitarios y yo evitamos tocarnos, así como cruzar las miradas, aplastándonos contra las esquinas de este armatoste. Y en estas apreturas estamos cuando, al pasar por la cuarta planta, todos reparamos en un rostro amorrado contra la ventanilla, el de la madre del retrasado mental que vive en el cuarto segunda, una mujer de fijo encantada de que se haya generado un rumor respecto a otra inquilina porque eso desviará durante un tiempo los chismorreos sobre la afición de su hijo a masturbarse, siempre de madrugada, frente a la puerta del tercero primera, donde vive una niña de once años por quien, dicho con suavidad, el tonto bebe los vientos.

Pero en este edificio las fisgonas no corren peligro de extinción. Porque, al punto de detenernos en la séptima planta, la anciana del piso de enfrente, trasluciéndose en el rellano por obra de su habitual arte de encantamiento, se abalanza sobre mi esposa para besuquearla en dos, cuatro, seis, ocho y hasta diez ocasiones. La vieja achucha a la paciente con una devoción que raya lo impúdico y los enfermeros, satisfechos ante tamaña muestra de afecto, no desaprovechan la coyuntura para lanzarme una mirada reprobatoria. La frialdad con la que recibí a mi mujer contrasta con el cariño mostrado por mi vecina, situación esta que me enrabia tanto que siento ganas de arrear un manotazo a quien, por pura comparación, resalta mi tibieza emocional. Por suerte, no será necesario apartar a esta antigualla de un empujón, porque ella misma se retira al comprobar la apatía de una Elena que no muestra ni frío ni calor ante los achuchones recibidos, sino una indiferencia idéntica a la manifestada cuando yo la besé junto a la ambulancia. Y es que mi esposa está lo suficientemente sedada como para no percatarse de la misa la media. La han medicado tanto que ni siquiera controla su mandíbula, de guisa que observar su boca entreabierta me incita a pensar que, habiendo ingresado a una mujer inteligente, me están devolviendo a una hembra sin raciocinio. No hay duda de que mi cónyuge retornará a la normalidad cuando se pase el efecto de las sustancias administradas por el doctor para aplacar temporalmente sus pensamientos desafortunados, pero la vieja, que no conoce el alcance de los ansiolíticos inyectados a destajo, se desespera al comprobar que su amiga no responde a los arrumacos dispensados y, concluyendo que su adorada vecina jamás volverá a ser como antes, se echa las manos a la cara, retrocede unos pasos y, lanzando un gemido capaz de estremecer a los muertos del cementerio, se refugia en su domicilio. Y lo cierto es que, por primera vez desde que la conozco, siento lástima por ella. Jamás me había preocupado por las soledades de la matusalén, ni me había importado su dependencia no sólo hacia mi esposa, sino hacia cualquier persona dispuesta a prestarle algo de compañía, pero en este momento, mientras entreoigo sus llantos tras la puerta de su apartamento, me solidarizo tanto con su dolor que decido tender un puente entre nosotros invitándola a merendar con nosotros mañana por la tarde. Así pues, mientras los sanitarios introducen a Elena en mi piso, alargo la mano para pulsar el timbre de la anciana y, justo cuando aprieto dicho interruptor, la vieja abre la puerta, mastica algo de saliva y acierta un escupitajo, sin duda el más certero de los salivajos, en la diana de mi frente. Luego se refugia tras el pórtico de su fortaleza, desde cuyo recibidor me llama monstruo de las tinieblas, bastardo de un diablo con tres rabos y, todavía más misterioso, hijo de una ramera con mil cabezas. Lógicamente, mientras la bruja lanza unos insultos poco más que esotéricos, la sangre me hierve. Desearía estrangularla con mi cinturón, patearle la cabeza o desfigurarla a dentelladas, pero ahora no puedo perder el tiempo con gárgolas de siglos pasados, así que me limpio el gallo con la manga y entro en mi domicilio, donde uno de los sanitarios observa el desaguisado de su derredor, mientras el otro, probablemente más acostumbrado a las pocilgas donde viven los habituales del pabellón de urgencias psiquiátricas, explica a mi esposa cómo administrarse los psicofármacos recetados por el doctor. Después le pregunta si ha comprendido sus palabras y, como Elena sigue fuera de su cerebro, tan fuera de su cerebro que ni siquiera se disgusta por el caos reinante en el comedor, el enfermero suelta un bufido, se incorpora lentamente y se encamina hacia la puerta principal sin dirigirme media palabra. Cuando ambos han salido al rellano, me coloco a sus espaldas a la espera de algún comentario, ni que sea un resumen del diagnóstico emitido por el médico. Pero no dicen nada. Sólo me dan un papel con el teléfono del doctor escrito a mano y no dejan caer una palabra, ni me recomiendan un modo de actuación ni siquiera se despiden. A estos tipos les importa un rábano mi presencia porque no me consideran parte de su trabajo, por lo que se limitan a esperar al ascensor fingiendo, como quien no se percata de la cosa, que no hay nadie a su vera. Sin embargo, yo necesito una explicación, un diagnóstico o un manual de instrucciones, no importa, pero algo que me ayude a saber cómo actuar a partir de este momento. Y como realmente me urge una aclaración de ésas, trato de incentivar a los técnicos alargándoles una propina de veinte euros, no sea que me obvien por considerarme un tacaño, y ellos, en vez de coger el dinero o de rechazarlo educadamente, se limitan a observarme con evidente desprecio. Después entran en el ascensor, pero, antes de que desaparezcan para siempre, bloqueo la puerta automática con el pie para preguntarles:

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