—No sé por qué quiero morir, pero no puedo dejar de desearlo.
Entonces contemplo las fotografías colgadas por las paredes de la habitación y reparo en que también ha desmontado los álbumes de mi infancia, adolescencia y madurez, intercalando sus imágenes con las mías en lo que parece un intento de recordarme que somos uno, en las alegrías y en las penas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, sobre todo en la salud y en la enfermedad, y que jamás podremos separar nuestras historias, ni siquiera cuando la muerte alcance a uno de los dos. Además, ahora que me fijo, entre medio de las fotografías, hay una de mi infancia donde aparezco junto a la vecina de mi niñez, lo que demuestra que tampoco puedo separar mi historia de la de aquella mujer y, de alguna manera, que nadie puede desvincularse jamás de aquellos individuos que pisaron fuerte en nuestras vidas. Esa imagen fue tomada en la terraza de casa, supongo que alguna de aquellas tardes en las que mis padres, por aquello de mantener una buena relación con los otros inquilinos, los invitaban a tomar una merienda en casa. En la imagen aparezco sentado sobre el regazo de quien poco después habría de decirme hasta otra Julito, alguien en quien además ahora adivino una mirada extraña, me atrevería a decir una mirada suicida, interpretación que supongo derivada de los conocimientos que en la actualidad tengo sobre ella, me refiero a la certidumbre de que terminó saltando desde el balcón, cosa que hace que en este instante observe su rostro tratando de adivinar algo en sus ojos, por ejemplo algo que indique el sufrimiento interior, algo que sin duda no buscaría si no supiera cuál fue su final. La fotografía está en el centro de una de las paredes y a su lado hay otra donde aparece Elena sonriente y donde también trato de hallar ahora algo en sus pupilas, también como resultado de la información que poseo sobre su estado mental. Se trata de un retrato tomado hace un par de años, cuando ni siquiera había caído en la depresión, o al menos cuando todavía no se la habían detectado. Así que comparo la foto de la una con la de la otra, buscando algo común en sus rostros, una pista que me ayude a comprenderlas, un gesto que las encasille dentro de un mismo grupo. Pero no encuentro nada. Y entonces detecto una tercera imagen, colocada encima de estas dos, donde aparezco yo, en este caso sin sonreír, con la expresión absorta en no se sabe qué pensamientos, y comprendo que lo único que une a estas dos mujeres, o mejor dicho lo único que une sus acciones, soy yo, y que por tanto también debo ser yo quien marque la diferencia entre los últimos días de la primera y los próximos diez años de la segunda. Después, en un intento por desviar la atención de estas cavilaciones, pido a Elena que contemple conmigo la urna donde ahora descansa el primer ejemplar vivo de un mosquito tigre en cautividad y, tras observarlo con fruición, de hecho con tanta fruición que me asusta, me dice que ella se siente igual que ese insecto. Así que cojo a mi esposa con una mano, la caja del díptero con la otra y nos dirigimos al salón, donde tomamos asiento en el sofá. Entonces dejo la urna sobre la mesa de centro y abro la trampilla. Después apoyo la cabeza sobre el regazo de mi esposa sin que ella oponga resistencia. No decimos nada. No nos movemos. Ni siquiera cruzamos miradas. Sólo tengo ojos para el techo porque aguardo la aparición del mosquito en cualquier momento y mientras espero que esto ocurra, recuerdo situaciones vividas en este sofá, como cuando disfrutábamos de alguna película o cuando ella se dormía abrazada al cojín, concluyendo de inmediato en cuánta razón tenía Elena al decir, en la tienda donde abrimos la lista de bodas, que en este sofá habríamos de pasar largas horas de felicidad. Hasta hace poco yo pensaba que sobre este mueble nunca había ocurrido nada digno de mención, pero ahora comprendo que las charlas mantenidas frente al televisor, incluso la ausencia de charlas frente a ese mismo televisor, así como los días en que yo leía mientras ella dibujaba o en que ella bebía café mientras yo la observaba, eran momentos felices. Lástima que me dé cuenta a estas alturas. Porque ya no hay marcha atrás. He tomado la decisión de convertirme en el elemento diferenciador entre el suicidio de mi vecina y el de mi esposa, y no hay posibilidad de recuperar el pasado. Además, la liberación del díptero simboliza, de un modo algo extraño, la destrucción de las esperanzas depositadas en nosotros mismos, unas esperanzas que por fin vuelan junto a la lámpara, esperanzas sobre un apartamento con recibidor, sobre un futuro lleno de hijos, sobre una vida apacible. Y es que ya no me importa no devenir en un científico de primer orden, sino no hacerlo con Elena a mi lado. Mi desesperanza ha llegado a tal extremo que ahora mismo sólo deseo la prosperidad de ese mosquito y, por ende, de la colonia que pronto habrá de crear en esa ciudad. De hecho, confío tanto en la capacidad de este insecto para poblar el municipio que, acaso por primera vez en mi vida, me siento francamente orgulloso de mí mismo. Porque he introducido un elemento nuevo en el hábitat de este país, y porque, en consecuencia, he enriquecido la realidad.
Al cabo de un rato me levanto para desatrancar las puertas de la terraza y permitir que el mosquito se abalance sobre la ciudad. Sé que estoy liberando una plaga de veinticinco millones de euros. Pero me da igual. Siento ánimo de venganza contra esta sociedad porque considero que todos, absolutamente todos sus integrantes han contribuido al fracaso de mis expectativas vitales, así como las de mi esposa, mediante el silencio respecto a las miserias que nos afectan. Cientos de personas se quitan la vida bajo las ruedas del metro, desde las alturas de sus balcones, en los lavabos de sus hogares, entre las ramas de los bosques y en tantos sitios más, mientras otras se atiborran de antidepresivos, ansiolíticos y demás psicóticos. Pero nadie dice una sola palabra al respecto. Nadie quiere enfrentarse a esa realidad y mi esposa sufre porque no tiene con quién compartir sus pensamientos funestos. Así pues, en este momento, cuando el mosquito merodea la ventana, recuerdo las palabras de mi cuñado cuando me aseguró que las muertes voluntarias habrían de convertirse en una pandemia de proporciones bíblicas y durante un instante considero que la auténtica plaga, la que a estas alturas ya resulta imposible de detener, se llama miedo. Un miedo que enmudece. Que triunfa sobre nuestro silencio. Que nos aplasta. Si todos confesáramos nuestros temores, incluso si habláramos de nuestras ideas autolesivas, el suicidio se convertiría en una realidad por todos asumida y, en consecuencia, sería más fácil de combatir, del mismo modo que lo sería la colonización del mosquito tigre si se detectara a tiempo. Pero la gente calla y los suicidas fantasean. Se sienten solos, se creen abandonados, se ven a sí mismos como diferentes, cuando en verdad su acto es uno de los actos más vulgares de cuantos caracterizan a la humanidad. Por todo esto, cuando pienso que mi mosquito tigre habrá de convertir la vida de todos estos cobardes en un hecho un poco más incómodo, me río para mis adentros. Es mi venganza. O mi liberación. Quién sabe. Después, observo al díptero saliendo por el balcón y miro al perro de enfrente. El chucho nos mira durante unos segundos, luego tensa las orejas y de súbito lanza un aullido tan cargado de lamento que yo, y supongo que mi esposa, comprendemos que esta historia ha llegado a su fin. Así que cogemos las llaves del coche y, antes de partir hacia nuestro destino, hacia nuestro único destino posible, recorremos la casa en un intento algo fútil por recuperar momentos felices. A medida que abandonamos las habitaciones, cerramos sus puertas, hasta que al final de nuestro recorrido, cuando ya estamos a los pies del crucifijo, el futuro se ha convertido en un pasillo de puertas cerradas. Pero lo más curioso de todo, o tal vez lo más paradójico, es que por primera vez en muchos años tengo la sensación de que este apartamento rebosa amor, aunque sea un amor triste. Al rato, cuando salimos al rellano, la anciana del piso de enfrente abre su puerta. Al principio clava su odio sobre mi persona, pero se apacigua tan pronto como comprueba que yo sólo le devuelvo ternura, incluso melancolía, como si lamentara saber que no la volveré a ver. Entonces la vieja observa a mi esposa y, tal que si acabara de comprender que se encuentra ante dos personas que ya no pertenecen a este mundo, se echa a llorar con tanto desconsuelo que al fin deja asomar a la niña que un día debió de ser. Elena la abraza, le besa la frente y le dice no llores, pequeña. Cuando ya hemos entrado en el ascensor, los dos le sonreímos a través del ventanuco y no decimos nada hasta alcanzar el garaje, donde nos espera el coche que nos habrá de transportar a ese destino del que nadie sabe nada. Cuando salimos a la calle, miramos hacia las alturas. Yo hacia nuestro apartamento, Elena hacia el cielo. Luego enfilo camino hacia uno de los acantilados que rodean la ciudad. Y observo los árboles colocados a lo largo del arcén. Me gustan los árboles, aunque no sé por qué. Creo que a mi mujer también la relajan, porque en este momento coloca su mano sobre la mía. Ahora observo por el retrovisor la ciudad que va quedando atrás. Las farolas se apagan porque el sol asoma por el horizonte. Los camiones de reparto circulan. Algunas ventanas se iluminan. Y doy por sentado que la vida continuará exactamente igual cuando nosotros hayamos desaparecido en la curva de ese acantilado.
Sólo un agradecimiento: A Carmen Tejedor, por todas las vidas que salvaste.