antipsiquiatría, una antipsiquiatría de verdad, que te ayude a acabar con el sufrimiento de una maldita vez, en contra de la psiquiatría actual, que intenta que superes las ideas negativas que, como ser humano que eres, estás predestinado a tener. Cuando mi cuñado termina con este razonamiento, por así llamarlo, y cuando ya parece tragar canicas del tamaño de balones, el camarero, los clientes y yo estamos pálidos. Juan ha ido aumentando el tono de voz a medida que expresaba sus opiniones, y todos los presentes, incluida una mujer que se ha tapado las orejas de puro horror, permanecemos en silencio a la espera de que alguien haga algo. Pero soy yo quien se encuentra frente a este enfermo, por lo que recae sobre mí la responsabilidad de actuar, motivo por el cual me levanto lentamente, apoyo las manos sobre la mesa y, con la máxima seriedad posible, le digo:
—No vuelvas a poner un pie en mi casa.
Dejo caer un billete sobre la mesa y me dirijo hacia la salida sin importarme que Juan continúe mirando hacia delante, como si yo permaneciera sentado en la misma silla, frente a sus recortes de periódico, en teoría reflexionando sobre el contenido de su disertación. Parece no haberse dado cuenta de que se ha quedado solo. De que el mundo le ha dado la espalda. De que ahora, cuando ha perdido la posibilidad de regresar junto a su hermana para profundizar en su investigación, nadie escuchará sus demencias. Ni siquiera yo. Como no pienso aguantar ni un segundo más las tonterías de un paranoico que se las da de científico por haber leído cuatro reportajes escritos por vete a saber quién, me dispongo a coger la calle y marchar con viento fresco, pero entonces, cuando me queda poco menos de un metro para alcanzar la puerta, el camarero me corta el paso y me pide, sin que nadie le haya dado vela en este entierro, que no sea cruel, a lo que respondo, casi de un modo inmediato, que no se meta en mis asuntos. Y en ese mismo momento, cuando ya he driblado al metomentodo de la bandeja, una clienta, en concreto la que hace un rato se tapó las orejas de puro horror, me espeta que debo ayudar a ese hombre porque salta a la vista que ha perdido el norte, instante en el que otra persona, para la ocasión un tipo acodado en la barra, añade que sólo un cabrón dejaría en la estacada a un desdichado como ése, y después un cuarto individuo me echa en cara mi falta de sensibilidad, y luego se añade un feligrés más, y después el siguiente, y así hasta que todo el bar, todo el mugriento y apestoso bar, me increpa para que regrese a mi asiento y hable con un chalado que, pese a los gestos de buena intención mostrados por la concurrencia, vuelve a meterse en el lavabo para aspirar otro retazo de locura. Al presente soporto media docena de voces opinando sobre mi comportamiento, tres de las cuales incluso me palmean la espalda para animarme a volver a la mesa sin ocurrírseles que ahora mismo sólo puedo pensar en la terraza abierta de mi casa. Y como no se les pasa por la cabeza que yo pueda estar casado con una mujer cuya salud mental peligra más que la de mi cuñado, de pronto les pregunto, por supuesto a voz en grito, qué diablos os creéis que es esto, eh, qué diablos creéis que es, pues yo os diré lo que es: es el hermano suicida de mi esposa también suicida, sí, lo habéis oído bien: el hermano suicida de mi esposa igualmente suicida, una esposa con la que tendré que convivir durante los próximos diez años y que en este preciso momento, mientras yo pierdo el tiempo escuchando sandeces, debe de estar considerando la conveniencia de saltar desde el séptimo piso donde vivimos, y pese a esto vosotros, panda de fisgones, me instáis a que cuide de un demente que no deja de meterse cocaína, un paranoico que cree en la existencia de una epidemia de suicidas inundando el mundo, un descerebrado que me llena la cabeza de ideas absurdas sobre la importancia de aceptar que la mujer a quien amo, de hecho la única mujer a la que he amado y en verdad la única que me ha amado a mí, está condenada por siempre jamás al sufrimiento, y en estas circunstancias, ¿queréis que cuide de él?, ¿por qué no cuidáis vosotros de ese tarado, eh, por qué no lo hacéis?, o mejor, ¿por qué no miráis a vuestro alrededor y os dais por fin cuenta de que también vivís rodeados de enfermos mentales, de que estáis inmersos en una sociedad plagada de depresivos, ansiosos, esquizofrénicos, bipolares y yo qué sé cuántos desequilibrados más?, ¿por qué no asumís que hemos inventado un mundo lleno de abismos?, ¿por qué no abrís los ojos a esa realidad, eh?, ¿tanto miedo os da hacer eso?, decidme: ¿tanto lo teméis que preferís alcoholizaros para no soportar el ambiente en el que os desenvolvéis?, ¿tanto os aterroriza eso, cobardes de mierda? Y claro, después de mi filípica, todos bajan la cabeza, retirándose la mayoría a sus respectivas mesas con el rabo entre las piernas y abandonando uno el local cuando cree que nadie lo mira. Entonces soy yo el que los persigue, el que los acorrala contra sus propias conciencias, mientras les grito os habéis quedado con la boca cerrada, asquerosos hipócritas, que sois tan hipócritas que queréis que yo cuide de ese chalado pero que huís cuando se os pide que seáis vosotros los que ayudéis a los demás. Me dais asco, me oigo decir, auténtico asco. Y voy arrinconando al camarero tras la barra mientras le pregunto si alguna vez ha reflexionado sobre el motivo por el cual su bar está lleno de solitarios a las diez, a las once y a las doce de la noche, ¿eh, te has detenido a recapacitar sobre eso?, claro que no, ¡tú qué coño vas a pensar!, nunca lo has hecho ni nunca lo harás porque en verdad ya conoces la respuesta, una respuesta que pese a todo no quieres oír porque te aterroriza escuchar la verdad, porque no soportarías descubrir el motivo, el auténtico motivo por el que esta chusma pasa su tiempo libre acodada en tu mostrador, casi siempre taciturna, como seres perdidos en la ciudad, sombras huyendo de la luz, almas esperando el día en que por fin serán liberadas de sus cuerpos, en definitiva vivos con ganas de estar muertos, desconsolados buscando algo de paz interior en la mugre de esta leonera que llamas bar, porque todos tus clientes, todos sin excepción, son incapaces de soportar la soledad de sus hogares, así que necesitan un espacio donde montarse la ficción de que pertenecen a algo, de que tienen un sitio adónde ir, de que no han sido absolutamente desahuciados por la sociedad, así que entran aquí, en tu local de mierda, y se relacionan con un camarero que, como tampoco quiere hablar con ellos, conecta de inmediato el televisor, evitando de ese modo implicarse en sus vidas, porque en el fondo, maldito entrometido, en el fondo eres perfectamente consciente de que sus vidas son tan patéticas, tan jodidamente patéticas, que no quieres intimar demasiado con ellos, ya que bastante tienes con tu espantosa rutina como para preocuparte por la de los demás, ¿verdad, imbécil?, ¿verdad que suficientes problemas soportas tú mismo como para atender a los de esta purria?, ¿verdad que es así?… Y en este momento, cuando me siento abatido por el esfuerzo de liberar toda la rabia acumulada durante la última semana, si no durante el último año, descubro a Juan frente a la puerta del lavabo, con algo que podría parecer una sonrisa y diciendo lo ves, Julito: en el fondo tú y yo pensamos igual. Abandono el local porque, de lo contrario, me veo estampando un puño contra sus morros, y ya en la calle, mientras echo un último vistazo a la figura de mi cuñado tras el escaparate, presiento que no volveré a tropezar con tamaño malogrado. Intuyo que esta misma noche, después de meterse un par de rayas más y de echarse otros tantos lingotazos entre pecho y espalda, Juan se ahorcará en el gancho de la ducha o abrirá la llave del gas para, según confesión propia, mandarlo todo a tomar por culo, padres incluidos. Y lo más gracioso es que tal vez lo haga convencido de que yo, única persona con quien ha compartido el secreto de su investigación, comprenderé la verdad de su teoría tan pronto como me anuncien el óbito. Pero se equivocará. Aun cuando mañana aparezca fiambre dentro de una bañera, aun cuando haya dejado una carta de despedida a mi nombre, aun cuando me haya enviado por correo los recortes que ha acumulado a lo largo de estos últimos años, no dedicaré un segundo a reflexionar sobre su muerte, y no lo haré porque ya tengo a otro ser humano del que ocuparme y porque prefiero centrarme en un mosquito insignificante que en un chalado de su envergadura. Dicho de otro modo: por mí como si se pega un tiro frente al portal de mi casa o como si se lanza bajo las ruedas de mi coche. Me da igual. Absolutamente igual. El desprecio que ahora siento hacia Juan supera con creces la lástima que su suicidio pueda causarme. Y aun así, mientras paso junto a dos indigentes que ni siquiera me piden limosna y justo cuando alzo la vista hacia una valla publicitaria donde una joven sonriente anuncia pasta de dientes, echo mano al móvil para llamar al pabellón de urgencias psiquiátricas y dar la dirección de ese bar.
Me dirijo a casa pensando que debo contratar a otro canguro antes de que amanezca, pero, a estas horas de la noche, no se me ocurre dónde conseguir a alguien dispuesto a cuidar de una mujer con tendencias suicidas. Y en éstas estoy cuando paso por delante de una ferretería en cuyo interior, pese a no ser horario comercial, entreveo una luz, momento en el que algo rechina en mi cerebro, un sonido en parte similar al de un gozne oxidado, por ejemplo el gozne de la portezuela de acceso a las cloacas de mi espíritu. A continuación, movido por este rapto, aporreo la chapa del establecimiento, provocando tal escándalo que el dueño, recién asomado tras la verja metálica, me increpa por mi actitud, ocasión que aprovecho para rogarle que me venda una caja de pernos, un taladro y quince listones de madera. En principio el hombre no parece dispuesto a atenderme en plena madrugada, pero sólo tengo que ofrecerle el cuádruple del precio estipulado para que me dé cuanto pido. Después me ayuda a transportar todo ese material hasta la portería de mi casa, donde cargamos el ascensor con los objetos adquiridos y donde me despido de un comerciante que, pese a lo singular de mi comportamiento, no me ha hecho ninguna pregunta. Me gusta este tipo de gente. Quiero decir las personas que cumplen con sus obligaciones sin pedir explicaciones a cambio, sin entrometerse lo más mínimo, sin desviarse de la ruta trazada por su profesión. No obstante, un segundo antes de apartarse por siempre de mi camino, el dueño de la ferretería me mira a los ojos con una intensidad más que inquietante, como si quisiera escrutar la trampilla abierta en mi alma, y dice que en ocasiones, cuando parece que no daremos con la salida a nuestros problemas, es mejor cruzarse de brazos a la espera de que los acontecimientos se precipiten por sí solos. Después se marcha. Lógicamente, salgo detrás de él porque quiero interrogarle sobre el sentido último de sus palabras, pero sólo pisar la acera otra luminiscencia despierta mis sentidos, en este caso un rayo que anticipa la lluvia, y de puro reflejo contemplo un cielo parcialmente encapotado a través de cuyos cúmulos entreveo una luz parpadeante, imagino que perteneciente a un avión, que sin embargo se me antoja como un mensaje del más allá, acaso un guiño lanzado desde el alféizar de algún nubarrón de ésos, puede que un saludo de aquella vecina de la infancia que terminó con el espinazo doblado sobre un buzón y el rostro por siempre impreso en mi memoria. Cuando cae la primera gota, tal vez sea mejor decir la primera lágrima, siento una opresión en el pecho, antesala de un ataque de angustia, que no me deja respirar. Ahora que el planeta empapa mi rostro, que el cielo descarga sobre mis facciones, que de alguna manera mi cara se integra en ese ciclo de la naturaleza repetido durante millones y millones y millones de años, tengo la impresión de que todo el dolor, absolutamente todo el dolor que habita nuestro mundo, recae sobre mi conciencia, y al tiempo que desvío la atención hacia el edificio de enfrente, un coloso de quince plantas en cuyo interior habita un centenar de personas que deben de estar viendo los mismos programas de televisión o durmiendo sobre colchones de la misma marca, doy en pensar que los seres humanos hemos creado una sociedad tan ordenada, así como tan brutalmente geométrica, que en nada se parece a los individuos, caóticos individuos, que la formamos. Mi esposa quiere morir porque no encuentra acomodo en esta cuadrícula llamada realidad y yo, un hombre perfectamente adaptado a las exigencias de la ciudad, además de un trabajador consciente de que en esta vida sólo prosperan los hombres de acción y nunca los contemplativos, he decidido impedírselo transformando mi apartamento en una fortaleza, una cárcel si se prefiere, a la que nadie podrá acceder y, más importante, de la que nadie podrá huir. He comprado quince listones de madera porque pretendo encerrar a Elena, así que me enfrento a mis demonios tomando una gran bocanada de aire y entro de nuevo en la portería, subo al ascensor y accedo a mi domicilio, donde me dirijo al salón cargando con el material comprado y, sin importarme que mi esposa me observe, cierro los portalones de la terraza, agujereo la pared con el taladro y atranco esas puertas con dos listones colocados de través. Durante las siguientes horas continúo fijando maderos en las ventanas del dormitorio, el lavabo y la cocina, convencido como estoy de que la única forma de mantener a mi mujer a mi lado pasa por enclaustrarla, y mientras realizo estas operaciones Elena deambula por la casa observando mi quehacer. Pero no interviene. Tampoco habla. Ni siquiera se muestra sorprendida. Se limita a mantener el silencio como lleva haciéndolo desde que se tragó aquel blíster de somníferos, hasta que en cierto momento se retira al dormitorio para no salir de ahí en toda la noche, ni cuando me lío a martillazos contra un listón, ni tampoco cuando la emprendo a patadas contra mi
habitación del bicho
, un cuarto que ahora mismo simboliza, al menos en mi subconsciente, el origen de todos nuestros males. Al cabo, cuando ya no queda ninguna salida libre de travesaños, observo el fruto de mi trabajo, que no es otro que la construcción de una jaula perfecta, prácticamente tan perfecta como cualquiera de las trampas que he repartido por los jardines del pueblo donde pretendo capturar al mosquito tigre, y ya me he sentado para descansar un rato cuando, sobre las seis de la mañana, mi ayudante de laboratorio me llama asegurándome que acaba de capturar un ejemplar de
Aedes albopictus
. Por supuesto, la rabia me invade. Llevaba años soñando con ser el primer científico de este país que viera un espécimen de ésos, pero Nuria, una becaria que ni siquiera ha terminado los estudios, se me ha adelantado por culpa de mi incapacidad para cumplir con las responsabilidades que me fueron encomendadas. De modo que en este momento no siento otra cosa que unas terribles ganas de apalear a alguien. A quien sea. Y este arranque se multiplica cuando adivino el rostro de mi esposa asomando tras la puerta del dormitorio, creo que resuelta a contarme algo, quizás a revelarme de una maldita vez qué ocurre en su cerebro. Sin embargo, cuando tropieza con mi rostro desencajado por culpa del rencor, se repliega tras las sombras de la habitación, en un gesto demasiado parecido a los realizados por la anciana del séptimo segunda cada vez que la descubro espiándome desde su balcón. Y en vez de ir tras ella para rogarle que me cuente lo que tenía pensado decirme, cojo su juego de llaves, salgo al descansillo y, tras arrancar el cable del teléfono de una sacudida, cierro la puerta desde fuera. Después permanezco contra la pared durante unos segundos. La mirada clavada en el techo, la respiración todavía entrecortada, el ojo de la vecina en la mirilla. Entonces supongo a mi esposa abandonando nuestro dormitorio. Paseando por una casa convertida en prisión. Recorriendo el pasillo en forma de cruz. Y una voz murmura has encerrado a tu mujer, Julito, la has encerrado.