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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los Cinco en el cerro del contrabandista (8 page)

BOOK: Los Cinco en el cerro del contrabandista
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Disfrutaron del paseo. Fueron a una vieja cafetería y se tomaron unas tazas de café cremoso y unos ricos bollos de mermelada.
Tim
recibió dos bollos y se los zampó de buen grado. Jorgina salió para comprarle carne en una carnicería a la cual dijo
Hollín
que la señora Lenoir no iba nunca. No quería que el carnicero dijera a la señora Lenoir que los niños habían comprado carne para un perro.

Regresaron por donde habían venido. Subieron por el empinado camino de la colina y penetraron en el túnel, reemprendiendo el camino por el serpenteante pasadizo que conducía al pozo. Allí seguía la cuerda esperándolos. Primero subieron Julián y Dick, mientras Jorgina introducía en el cesto a
Tim
, que estaba muy asombrado, y ataba la cuerda en torno a él. Entonces, hicieron subir a
Tim
, que lloriqueaba porque su cesta tropezaba contra los bordes del agujero. Pronto, los niños, con gran dificultad, consiguieron subir la cesta hasta la habitación de Maribel, y allí soltaron al perro.

Faltaban diez minutos para la hora de la comida.

—Tenemos el tiempo justo para cerrar la trampa, colocar la alfombra y lavarnos las manos —dijo
Hollín
—. Yo volveré a dejar a
Tim
en el pasadizo secreto que empieza en el armario de mi habitación. Jorgina, ¿dónde tienes la carne que has comprado? La dejaré también en el pasadizo. Que se la coma cuando quiera.

—¿Le has puesto también una alfombra y un plato con agua fresca? —preguntó Jorgina, angustiada. Ya era la tercera o cuarta vez que preguntaba lo mismo.

—Ya sabes que sí. Te lo he dicho más de una vez —contestó pacientemente
Hollín
—. No colocaremos de nuevo todos los muebles, sólo las sillas. Diremos que queremos tenerlos así porque nos gusta jugar sobre la alfombra. Sería muy pesado si tuviésemos que moverlo todo cada vez que queramos sacar a
Tim
de paseo.

Llegaron puntualmente a la hora de comer. Block los esperaba para servirles, y también Sara. Los niños se sentaron a comer. Estaban hambrientos, a pesar de haber tomado café y bollos. Block y Sara echaron la sopa caliente en sus platos.

—Espero que habrán podido librarse de aquel desagradable perro —dijo Block con su monótona voz. Y lanzó a Jorgina una desagradable mirada. Se veía claramente que no había olvidado cómo ésta se había lanzado sobre él.

Hollín
asintió con la cabeza. No era necesario contestar con palabras, puesto que Block no oía. Sara iba y venía, llevándose los platos soperos y preparándoles el segundo plato.

La comida era muy buena y abundante en el «Cerro del Contrabandista», y los hambrientos huéspedes y
Hollín
comieron todo lo que se les sirvió. Maribel era la única que no mostraba demasiado apetito.

Jorgina procuró esconder algunos huesos para
Tim
.

Así transcurrieron dos o tres días, y los niños se sentían felices con su nueva vida. Todas las mañanas sacaban a
Tim
a pasear. Pronto se acostumbraron a descender por la escalera de cuerda y a salir de paseo por la colina.

Por las tardes se reunían en la habitación de
Hollín
o en la de Maribel, y allí jugaban o leían. Podían tener consigo a
Tim
, porque la bocina les avisaba cuando alguien se acercaba.

Y al llegar la noche, resultaba muy emocionante llevar a
Tim
hasta la habitación de Jorgina sin ser vistos. Solían hacerlo mientras el señor y la señora Lenoir estaban cenando y Block y Sara estaban ocupados en servirles. A los niños se les servía una cena ligera y, una hora más tarde, cenaban el señor y la señora Lenoir. Era, pues, el mejor momento para llevar a
Tim
de contrabando hasta la habitación de Jorgina.

Tim parecía disfrutar con este juego. Corría calladamente detrás de Jorgina y de
Hollín
, se paraba en cada esquina y saltaba feliz dentro de la habitación en cuanto llegaban allí. Luego se tumbaba, sin hacer ruido, debajo de la cama de la niña, hasta que ésta estaba acostada y, entonces, salía, saltaba sobre la cama y se echaba a sus pies.

Jorgina siempre cerraba con llave la puerta por la noche. No deseaba que Sara o la señora Lenoir entraran de pronto y se encontraran allí a
Tim
. Pero nunca entró nadie y, a medida que las noches pasaban, Jorgina se sentía más tranquila respecto a
Tim
.

Lo que resultaba verdaderamente incómodo era llevar al perro por las mañanas a la habitación de
Hollín
, porque esto debía hacerse muy temprano, antes de que nadie se levantara. Pero Jorgina podía despertarse a la hora que elegía y cada mañana, a las seis y media, la niña se deslizaba en silencio por la casa con el perro, llegando hasta la habitación de
Hollín
, y éste saltaba de su cama para encargarse de
Tim
, despertado por el bocinazo de alarma que sonaba cuando Jorgina abría la puerta del final del pasillo.

«Espero que lo estéis pasando todos muy bien", decía el señor Lenoir a los niños, cuando se topaba con ellos en la entrada o por las escaleras, y ellos siempre contestaban con educación: "¡Oh, sí, señor Lenoir, muchas gracias!»

—Al fin y al cabo, son unas vacaciones muy tranquilas —dijo Julian—. ¡No ocurre nada!

¡Pero entonces empezaron a ocurrir cosas y, desde ese momento, pareció que no iban a acabar nunca!

CAPÍTULO IX

¿Quién está en el torreón?

Una noche Julián se despertó por el ruido que hacía alguien al abrir su puerta. Al instante se sentó en la cama.

—¿Quién es? —preguntó.

—Soy yo,
Hollín
—dijo la voz de éste muy bajito—. Quiero que vengáis y que veáis una cosa.

Julián despertó a Dick, y ambos se pusieron el batín.
Hollín
los guió, en silencio, fuera de la habitación, hacia un raro cuartito, situado en una de las alas de la mansión. En él se amontonaban toda clase de cosas: baúles y cajas, viejos juguetes, paquetes con vestidos usados, jarrones rotos, que nunca habían sido reparados, y muchas otras cosas inútiles.

—¡Mirad! —exclamó
Hollín
conduciéndolos hacia la ventana.

Vieron que el cuartito daba al torreón situado en el lado derecho del edificio. Era la única habitación de la casa que miraba hacia ese torreón, porque estaba construida en un ángulo extraño respecto al resto de la mansión.

Los niños se asomaron, y Julián lanzó una exclamación. Alguien desde el torreón hacía señales. Una luz se encendía y se extinguía una y otra vez. Se encendía y se apagaba, hacía una pausa, lanzaba un destello, otro destello, se encendía, se apagaba de nuevo, y de nuevo una pausa… La luz siguió encendiéndose y apagándose con un cierto ritmo.

—Pero… ¿quién estará haciendo eso? —cuchicheó
Hollín
.

—Quizá sea tu padre —sugirió Julián.

—No lo creo —respondió
Hollín
—. Me parece que lo he oído roncar en su habitación. Podríamos, de todas formas, ir hasta allí y averiguar si está en ella.

—¡Por Dios, que no nos pesquen! —dijo Julián, que no aprobaba eso de deambular a oscuras por la casa.

Sin embargo, se encaminaron hasta la puerta de la habitación del señor Lenoir. Era evidente que estaba en ella, porque su suave y regular ronquido se oía a través de la puerta cerrada de la habitación.

—Quizá sea Block el que está en el torreón —dijo Dick—. Parece un hombre lleno de secretos. No me fío de él ni un pelo. Aseguraría que se trata de Block.

—Bien, vayamos, pues, a su habitación y veamos si está vacía —susurró
Hollín
—. ¡Venid! Si es Block el que está haciendo señales, lo hace desde luego sin que mi padre lo sepa.

—De todas formas, tu padre puede habérselo mandado —opuso Julián, que sentía que el señor Lenoir no merecía mayor confianza que Block.

Se dirigieron por las escaleras de detrás hacia el pabellón en que dormía el ayudante. En dicho pabellón dormía también Sara, junto con Enriqueta, su ayudante. Block dormía solo.

Hollín
empujó lenta y suavemente la puerta de la habitación de Block, hasta que tuvo espacio suficiente para introducir la cabeza. La habitación estaba iluminada por la luz de la luna. La cama de Block estaba junto a la ventana. ¡Y Block estaba en ella!
Hollín
podía ver la gibosa forma de su cuerpo y la mancha oscura y redonda de su cabeza.

Escuchó atentamente, pero no pudo oír la respiración de Block. Debía de dormir profundamente.

Apartó la cabeza y empujó a los otros dos chicos hacia las escaleras traseras, cuidando de no hacer el menor ruido.

—¿Estaba allí? —preguntó Julián en voz baja.

—Sí, así es que no podía ser él el que hacía señales desde nuestro torreón —respondió
Hollín
—. Pero, entonces, ¿quién puede ser? Esto no me gusta. Seguro que no puede ser mi madre, ni Sara, ni la cocinera. ¿Habrá algún extraño en casa, alguien a quien no conocemos y que vive allí secretamente?

—¡Eso no puede ser! —exclamó Julián, y un escalofrío le recorrió la espalda—. ¡Escuchad! ¿Qué os parece? ¿Y si fuéramos al torreón y mirásemos a través de la puerta o por algún rincón? Pronto sabríamos de quién se trata y podríamos avisar a tu padre.

—No, todavía no diremos nada. Quiero averiguar muchas cosas más antes de explicárselo a nadie —dijo
Hollín
, mostrándose obstinado—. Subamos al torreón. Pero tenemos que tener mucho cuidado. Hay que ir por una escalera de caracol muy estrecha, y no nos podremos esconder en ninguna parte si, inesperadamente, alguien bajase por el torreón.

—¿Qué hay en el torreón? —preguntó Dick, mientras caminaban a través de la silenciosa y oscura mansión.

Estrechas franjas de luz de luna penetraban aquí y allá a través de las rendijas que dejaban las cortinas cerradas.

—No gran cosa. Sólo una mesa, un par de sillas y unas estanterías con libros —contestó
Hollín
—. Vamos allí los días calurosos de verano, cuando la brisa entra por las ventanas, y desde allí se ve un paisaje verde muy bonito.

Llegaron a un pequeño patio. De él partía una estrecha escalera de piedra, que subía en espiral rodeando el torreón. Los niños miraron a lo alto. La luz de la luna penetraba hasta las escaleras por una estrecha ventana.

—Será mejor que no subamos todos —dijo
Hollín
—. Nos sería difícil bajar a los tres corriendo, si la persona que está en la torre saliera de repente. Yo iré. Vosotros quedaos aquí y esperad. Veré si puedo espiar algo por las rendijas de la puerta o por el agujero de la llave.

Subió por las escaleras con cautela. A los pocos momentos le perdieron de vista, cuando rodeaba la primera espiral. Julián y Dick esperaban en la oscuridad, al pie del torreón. Había allí un espeso cortinaje, cubriendo una de las ventanas. Se pusieron detrás y se taparon con él para entrar en calor.

Hollín
subió hasta el final de la escalera. La habitación del torreón tenía una gruesa puerta de roble, claveteada, pero… ¡Estaba cerrada! No se podía mirar a través de las rendijas porque no las había. Se inclinó para mirar por el ojo de la cerradura.

Pero estaba tapado con algo, y tampoco pudo ver nada. Aplicó su oreja a la puerta y escuchó.

Oyó una serie de ruidos tenues: clic, clic, clic…

«Es el clic de la luz que encienden y apagan —pensó
Hollín
—. Todavía están haciendo señales como locos, pero, ¿para qué? ¿A quién? ¿Y quién estará en nuestro torreón utilizándole como torre de señales? ¡Me gustaría mucho saberlo!»

De súbito, el clic se detuvo. Se oyó a alguien caminar por el suelo empedrado del torreón. ¡Casi en el mismo momento se abrió la puerta!

Hollín
no tuvo tiempo de lanzarse escaleras abajo. Lo único que pudo hacer fue comprimirse dentro de una hornacina, con la esperanza de que la persona no lo vería ni lo rozaría al pasar.

En aquel mismo momento, la luna se ocultó detrás de una nube.
Hollín
se sentía agradecido a la oscuridad que lo ocultaba. Alguien pasó escaleras abajo, casi rozando el brazo de
Hollín
.

A
Hollín
le latía el corazón y esperaba ser arrancado de su escondite de un momento a otro. Pero la persona no pareció darse cuenta y descendió por la escalera de caracol, andando quedamente.
Hollín
no se atrevió a seguirlo porque temía que la luna reapareciera y le hiciera visible para el que estuvo haciendo señales.

Y de este modo, permaneció hundido en la hornacina, esperando que Julián y Dick se mantuvieran bien ocultos y no se les ocurriese salir a su encuentro creyendo que los pasos de ese hombre eran los de él, que ya descendía.

Julián y Dick oyeron pasos que se acercaban. Primero, creyeron que sería
Hollín
. Luego, al no oír su voz, se hundieron detrás de las cortinas, adivinando que se trataba del hombre que hacía las señales.

—¡Será mejor que lo sigamos! —susurró Julián a Dick—. ¡Ven! ¡No hagas ruido!

Pero Julián se enredó con los cortinajes y parecía no poder salir de entre ellos. Dick, por el contrario, se escabulló fácilmente, con rapidez, siguió detrás de aquel hombre que ya casi desaparecía. La luna lucía de nuevo y Dick podía ver fugazmente al que había estado haciendo señales.

Manteniéndose en las sombras, lo observaba de lejos. ¿Adonde se dirigía?

Lo siguió a través del rellano hasta un pasadizo. Luego, otro rellano hasta subir por las escaleras traseras. Pero éstas conducían a las habitaciones del personal. ¡No era posible que se dirigiera hacia allí!

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