Los ojos del alma (5 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato

BOOK: Los ojos del alma
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—Y, en la siguiente carrera, te olvidabas de ello.

—Nahia... —no sabe cómo decírselo—, ¿por qué todos creéis saber más que yo y encima me ponéis ejemplos deportivos?

Esto no es una película americana de superación personal con música de fondo. Esto es la vida real.

—Haz que tu vida sea una película.

La frase de Nahia le impacta.

No puede pensar, ni reaccionar, está bloqueada. Lleva así unos días que se le han hecho eternos y angustiosos. Despierta por las mañanas repitiéndose que todo ha sido una pesadilla, un mal sueño, y a los dos segundos se da cuenta de que no, que es de verdad; así que levantarse de la cama ya es un mundo en sí mismo, y salir de la habitación, enfrentarse a lo cotidiano, es un universo. Antes madrugaba, iba a entrenar, asistía a clases y, por la tarde, entrenaba otras dos o tres horas. Una vida a tope y completa. Y, con Antonio, círculo cerrado y perfecto. Ahora las horas se amontonan sin sentido. No sabe qué hacer, no tiene hambre, el odio hacia sí misma la domina, incluso le da miedo.

La cabeza le estalla.

—Date tiempo —Nahia se pone en pie para regresar a las aulas.

—¿Para qué? ¿Para volverme loca?

—No seas amargada, por favor.

—No lo soy.

—Te estás preparando el terreno, buscándote excusas, coartadas en las que apoyarte. Lo que sea, menos ser tú misma y luchar.

Edurne no se mueve. La ve dar dos, tres pasos.

—Encima tengo la culpa yo —le dice a Nahia.

Su amiga no se detiene y sigue caminando.

A los siete pasos, y sin volver la cabeza, extiende su mano derecha hacia atrás, para que Edurne se una a ella.

9

Las pistas están vacías.

Es extraño. Siempre hay alguien entrenando, haciendo flexiones, dando vueltas para mantener el fondo, sintiendo la hierba o el tartán bajo los pies, como una droga, porque ponerse los pantalones cortos, la camiseta y las zapatillas es ya una liberación.

Pero, ahora, está sola.

Un paréntesis en el tiempo.

Se coloca en la salida de los cien metros libres. El cosquilleo que le transmite esa simple sensación es como una descarga eléctrica. Su padre le dijo que la meta estaba en línea recta, que no necesitaba de su visión periférica para eso.

Un punto en el horizonte.

Sus músculos le piden correr.

Su cabeza no da la orden.

¿Cuántas horas habrá pasado allí? Tiene diecisiete años y conoce mejor aquel lugar que su propia alma. El campo deportivo es su casa, y las calles de los cien metros lisos, su habitación.

¡Las ha recorrido tantas veces, sola o bajo la mirada y el cronómetro de Ibai Aguirre! Ha pasado casi toda su vida con él, entrenando y compitiendo en las instalaciones del club. Desde el primer día, fue más que un entrenador. Ha vivido los mejores momentos sin casi darse cuenta, porque ahora sí es consciente de ellos. Incluso, en las derrotas, se tiene una sensación de poder, porque cada derrota es un acicate para correr más en la próxima prueba. Pero esto lo comprende justo cuando sabe que lo ha perdido, y es como una burla añadida. Calzarse las zapatillas, hacer estiramientos, concentrarse, mirar la meta como la está mirando en este momento, visualizando la película de su carrera metro a metro, zancada a zancada. ¿Hay algo que se pueda comparar?

¿Estar con Antonio?

No, es distinto. Son universos paralelos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —se dice a sí misma.

No ha ido a las pistas desde el día en que el médico le habló de su diagnóstico. Por las noches, a veces, se despierta con rampas muy duras, con sus músculos pidiéndole tensión, movimiento. Su cuerpo es una máquina entrenada y preparada para correr, y no corre, así que se rebela. Las rampas nocturnas son tan fuertes que, a veces, salta de la cama y se pone a dar saltos, o se pincha el músculo agarrotado de la pierna.

Ha sido igual que tratar de detener un coche de carreras en seco.

¿Y si corre por última vez, ella sola?

¿Una despedida?

Siente un sudor frío, invadiéndola. Sabe que, en el fondo, todavía no ha asimilado la verdad. ¿Cómo se entienden a su edad esas dos palabras: «Nunca más»? ¿Cómo aceptarlas si es una adolescente que ni siquiera se entiende todavía a sí misma como persona?

—Se acabó. Cuanto antes lo aceptes, mejor.

Aprieta los puños.

La larga calle le llama. La meta se erige como un destino.

Entonces cierra los ojos, se relaja y da media vuelta con el fin de marcharse de allí, rumbo a ninguna parte porque ahora ya no tiene ninguna meta a la que llegar.

Los últimos días le han marcado. Nunca olvidará cada uno de los minutos que han pasado. Lo peor es la suma de todas sus sensaciones y frustraciones, el agobio, la impotencia, la furia tan ahogada dentro de sí misma como si fuera un cáncer que a la larga le fuera a matar.

Se siente machacada.

Todos esperan algo de ella.

Algo que no puede darles porque no lo tiene, ni sabe dónde buscar.

Sale del recinto de sus esperanzas y se sumerge en la ciudad de su desencanto. Camina como una autómata, buscando referencias que se le escapan. Hay días en los que parece que la enfermedad avanza más rápida, y ése es uno de ellos. Como si no pudiera ver ya nada situado a ambos lados de su cuerpo, o por encima, o por abajo. Allá donde mira sólo encuentra un punto.

Se asusta.

Y no hace nada por evitar el ataque de pánico.

Quizás la locura sea mucho más llevadera.

Edurne echa a correr, con un nudo en la garganta y con la mente más y más en rojo. No hay más escape que hacia la nada en la que desea sumergirse. Elude los transeúntes, algunos de los cuales la miran con malestar por lo cerca que pasa de ellos.

Elude los coches en su invasión de la calzada. Lo elude todo menos el camión con el que se encuentra casi encima sin esperarlo.

No hay choque, no la toca, pero el impacto anímico es tan o más fuerte que si lo hubiera hecho.

Suena un grito en la calle y Edurne cae al suelo.

Se estremece y cruza el umbral.

Todo está oscuro.

10

—Edurne.

La llaman y tiene que regresar.

—Edurne.

Entreabre los párpados y en su campo visual se concreta la imagen del doctor Ramos. Su oftalmólogo. Al reconocerlo no sabe si sentirse mejor o peor, porque le duele la cabeza y tiene la garganta muy seca, como si le hubieran dado algo.

—¿Por qué...?

—Tranquila, estás bien.

—¿Ah, sí?

—Te desmayaste en la calle y te han traído aquí. Al introducir tu nombre en el ordenador ha salido el tema de la retinosis y, acertadamente, por si tenía que ver, me han llamado para que estuviera contigo al despertar.

Lo recuerda en forma de nebulosa.

El ataque de pánico.

—No te levantes de golpe —le recomienda el médico—. Te has dado un golpe en la cabeza al caer y has estado bastante rato desvanecida.

—Ya no me quedaré ciega. Me moriré de un derrame cerebral.

—Tu humor negro no me impresiona —le advierte él.

—¿Y por qué el humor es ser negro? —suspira y se lleva una mano a la cabeza, allí donde ahora siente el impacto de la caída.

El chichón es impresionante.

Venancio Ramos le toma de la mano. No busca su pulso, busca su contacto, la caricia del hombre sobre la niña asustada.

Se acerca para entrar en su campo visual y le pone la otra mano en la frente.

—No lo estás llevando nada bien, ¿verdad?

Edurne resiste su mirada. Es un buen médico, afable y paternal. Las largas explicaciones acerca de la retinosis pigmentaria fueron lo más solemne de su relación.

—Tienes mucho por hacer, cariño —le dice con ternura—.

Y también mucho que dar todavía.

—He de irme a casa —desvía la conversación—. Estarán alarmados por mi tardanza.

—No hace falta. Te esperan ahí afuera.

—¿Me esperan?

—Tus padres, tu hermana y un chico.

Edurne vuelve a cerrar los ojos.

—Mierda... —gime.

—¿Por qué dices eso?

—Se van a preocupar por mí otra vez.

—Te equivocas. Ya están preocupados por ti.

—¿Por qué les ha llamado? No quiero ver a nadie así.

—Sí quieres.

—¡No es verdad! ¿Usted qué sabe?

—Yo sí sé. Eres tú la que no lo sabe. Estás pidiendo a gritos que te salven y no te das cuenta. Pero la única que puede salvarte eres tú misma.

—¿Otra vez con hermosas palabras?

—¿Prefieres que pase de ti, o que te ayude a autocompadecerte? Las personas que están ahí afuera son tus seres queridos, y de eso se trata. ¡Deja de comportarte como una niña asustada!

—¡Estoy asustada!

—¡Ellos también, por ti!

—Así que debo ser fuerte... por ellos.

—Esto es un
feedback,
va en dos direcciones. El amor se retroalimenta. Pero puede que sí, que ellos tengan más miedo que tú, porque ellos no saben qué hacer. Tú, sí.

—¡Yo no sé qué hacer!

—Corre.

—¿Hacia dónde?

—Echa a correr y no pares. No importa a dónde, sólo que lo hagas. Sin detenerte.

—¿Es un consejo médico?

—Sólo para ti, Edurne.

—¿Y por qué he de hacerlo?

—Porque si te detienes, la retinosis será muy poca cosa comparada con la ceguera de tu alma. Necesitas ver con otros ojos

—sus palabras son firmes. Tienen convicción—. Y porque tú eres una corredora. Naciste para correr.

—Eso lo dijo Springsteen.

—Lo sé.

No hay tiempo para más. Llaman a la puerta. Cuando se abra, entrarán ellos, y tendrá que sonreír. El doctor Ramos le aprieta la mano por última vez.

Edurne piensa en lo que acaba de decirle.

Ver con otros ojos.

Los ojos del alma.

La puerta se abre y la imagen desaparece, y con ella de nuevo su voluntad.

SEGUNDA PARTE

LA PROPUESTA

1

Faltan cinco minutos.

Inicia el ritual, despacio. Guarda la lupa en su lugar, al lado de todas las demás. Una normal, la que estaba empleando, la telelupa, la pequeña, la de mano, las gafas de lupa, el telescopio...

En la mesa no cabe mucho más, salvo el atril y la lámpara de luz fría. La apaga y se levanta para salir de su habitación.

—Si un día escribo mis memorias, las titularé
Entre lupas.

No es una broma. Ni un chiste. Hace mucho que no se ríe, aunque reír es una de las terapias que le han aconsejado. Sólo ha sido un comentario afilado, una forma de expulsar los demonios. Sale de su cuarto camino de la sala y antes pasa por el lavabo. Las manos, siempre las manos. Una de sus manías. Mientras las moja y se pasa el jabón por ellas mira al frente. Al final de largo túnel se ve a sí misma, como en el centro de un aro. El espejo le devuelve una imagen familiar pero día a día más desconocida. Sus ojos exudan tristeza, los pómulos sobresalen del rostro lo mismo que la barbilla o las mandíbulas, marcadas en ángulo recto a ambos lados de la cara. La falta de carne en el rostro hace que la boca se desencaje hacia adelante. Y no es sólo el físico. También es el cuerpo. Odia la palabra anorexia. No está anoréxica, sólo delgada, muy delgada. ¿Pero tiene la culpa de que se le haya cerrado el estómago a lo largo de aquellos meses, hasta impedirle casi comer?

Si baja de los 43 o 44 kilos han hablado de internarla.

¿Qué más puede pasarle?

Resiste su propia mirada hasta que cede y se seca las manos.

Al salir del cuarto de baño se desliza igual que una sombra en dirección a la sala. No hay nadie, y se alegra de estar sola. Quizás con su madre o su padre delante no se atreviera a hacer lo que va a hacer.

Creerían que le importa.

Todavía.

Edurne enciende el televisor y, cuando la imagen se consolida, busca el canal en el que retransmiten las pruebas del Campeonato de España. La voz del presentador es lo primero que domina el aire aún antes de que ella pegue sus ojos a la pantalla.

—... así que las ocho atletas de la final femenina de los cien metros lisos están a punto de tomar la salida, no sólo en busca de la victoria, un premio importante en sí mismo, sino también de esa marca mínima que les permita formar parte en verano del equipo español que competirá en los Juegos Olímpicos de...

Las cámaras siguen una a una a las ocho mujeres.

Reconoce a Teresa Reina, Mercedes Zabel, la revelación Mónica Andrade, la plusmarquista y favorita Anna Casadevall, la veterana Inés Roca, una completa desconocida que parece muy joven y recién llegada, la ex campeona Juana Paz...

Se pregunta si estaría en esa final.

Se pregunta si habría tenido la menor oportunidad.

Y se miente, deliberadamente, diciendo que no.

Aún pensando que sí.

Ha pasado tanto tiempo... ¿O sólo un año?

¿Cómo se mide el tiempo en el vacío?

Tiene ya los dieciocho. Estaría mucho más fuerte. Pura fibra.

Ibai Aguirre le habría preparado minuciosamente para los Juegos. Siempre que buscaba una mínima para algo la conseguía.

Así había quemado etapas desde la niñez.

Unos Juegos Olímpicos a los dieciocho años.

Los primeros.

—... ¡Atención! Las ocho finalistas están ya en los tacos.

Ha llegado la hora de que se proclame una nueva reina española de la velocidad. Por tiempos recordemos que las favoritas son: en la calle 4, Anna Casadevall; en la 5, Inés Roca; y atención a...

Edurne cierra los ojos.

Siente el olor de la competición. Siente la presencia de las rivales a los lados. Siente el griterío del público ante la carrera más rápida de todas las carreras, la de los cien metros. Siente el pulso acelerado. Lo siente todo, como si estuviera allí.

Entonces su corazón se para.

—... ante la ausencia de la joven promesa Edurne Román, cuya progresión había sido espectacular y que se vio obligada a abandonar la alta competición hace un año a causa de una enfermedad ocular...

Es un disparo en mitad de su razón.

Abre los ojos y los fija en la pantalla del televisor.

Con el corazón a mil.

No la han olvidado. Han dicho su nombre. Y no sabe si eso es un hermoso recuerdo o un motivo más para sentirse abandonada y desdichada.

Las ocho corredoras están concentradas. Las manos abiertas en el suelo, justo ante la raya blanca que delimita la línea de salida. Unas miran hacia abajo. Otras, hacia el frente. A una señal del juez levantan sus cuerpos y tensan sus músculos. Los instantes finales son un calvario. Una salida nula puede ser fatal porque después ya no te puedes arriesgar y siempre sales con unas décimas o centésimas de segundo de retraso con relación a las demás. Pasa una eternidad. Ninguna se proyecta hacia adelante.

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