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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato

Los ojos del alma (9 page)

BOOK: Los ojos del alma
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No le deja abrir la boca. Acaba su explicación y antes de que pueda reaccionar, llama a la puerta. Les están esperando, porque la bienvenida es cálida y afectuosa. Por un lado ella, la mujer, mejillas coloradas, arreglada para la ocasión porque va impecable. Por el otro Iker Atoiz, el hombre al que han ido a ver. Tiene unos cincuenta y pocos años, cabello entrecano y abundante, de cuerpo enjuto y seco. Se sostiene apoyado en un bastón porque cojea levemente, no por la ceguera, según interpreta, ya que se mueve por la casa con soltura. Edurne recuerda el comentario de Naroa acerca de las sillas. La casa es vieja, pero muy confortable y cómoda, para resistir los duros inviernos en la montaña. En la sala hay una vitrina con la medalla de bronce y el diploma olímpico enmarcado en medio de otros trofeos. En la pared hay diversas fotos que el protagonista de la hazaña nunca ha visto y nunca verá. Se le distingue con su entrenador lazarillo, unidos por la cuerda que le sirve de guía y referencia, corriendo rumbo a su destino veinte, veinticinco o treinta años atrás. Edurne lo observa todo con la nariz casi pegada a los trofeos y a las fotos, su única forma de apreciarlo todo.

La del dueño de la casa es distinta.

—¿Puedo verte? —le pregunta Iker.

Edurne se queda sin saber qué decir. El que habla es Ibai.

—Adelante, es toda tuya.

Y el ciego alza sus manos, busca el rostro de su visitante y sigue sus rasgos con los dedos. Apenas un roce imperceptible. Frente, ojos, nariz, pómulos, labios, barbilla, orejas, pelo...

—Guapa —suspira.

—No lo sabes tú bien —afirma Ibai.

—Aunque delgada, tenías razón —lamenta—. Necesitarás E

rellenarla mucho para que pueda competir con garantías.

—Así que habéis hablado de mí —suspira Edurne sin saber si echarse al cuello de Ibai ahora o esperar a después.

—Por supuesto. Te ha traído para que te convenza de que vayas a los Paralímpicos.

—Te odio —le dice a su compañero con plena convicción.

—Me da igual. Mientras corras...

Es hora de sentarse. Lo hacen en las butacas y el sofá. La mujer les ha preparado un tentempié. Edurne no tiene hambre.

Nunca lo tiene. Su estómago sigue en huelga. Puertas cerradas. Si va a los Juegos, ¿cómo conseguirán engordarla?

¿Y si su estomago se abre con sólo aceptarlo?

Los primeros minutos son de nuevo imprecisos. Ibai habla de lo que está haciendo. Iker Atoiz habla de lo que no está haciendo. Tiene una hija que estudia en Pamplona y otra que lo hace en Bilbao. Por fin, tras uno de esos momentos de silencio extraño en lo que todo parece converger para cambiar el sesgo de la conversación, Iker se dirige a ella de nuevo.

—Ibai me ha hablado mucho de ti.

—Imagínese.

—De tú, por favor.

—Pues imagínate —sigue—. Como hace mucho que no descubre a ninguna chica que pueda correr diez metros seguidos, ha de seguir con las viejas amistades.

—Sé que esto te resultará engorroso —lamenta el ciego—. Una encerrona. Traerte aquí, sin avisar... Pero así es él —dirige sus ojos vacíos a Ibai y agrega sin ambages—: Un capullo.

Edurne se echa a reír y aplaude.

—Me resbala lo que digáis de mí —se encoge de hombros el aludido haciéndose el digno—. Soy un ser amoral y egoísta que sólo busca satisfacer su ego, ya lo sabéis. No hago esto por Edurne, lo hago por mí. Nada más.

—Te ha quedado muy bien, casi me lo creo —dice Iker.

—Porque no me ves la cara, cegato. Hablo muy en serio.

—Si te viera la cara me volvería a quedar ciego, listillo de mierda. Nunca te he tocado con las manos porque sé que eres feo de narices.

—Sois muy amigos, ¿verdad? —pregunta Edurne con ironía.

—Tendrías que haberlos visto u oído cuando eran jóvenes

—interviene la esposa.

Edurne piensa en Antonio.

Ella ciega y él de marido.

No puede.

—No sé si lo que vaya a decirte te servirá de algo, cariño

—por fin el tono de voz de Iker Atoiz es próximo y amable—.

Ibai me ha contado tu caso, y es muy duro. Más allá de la dificultad para ver y de la amenaza de la ceguera que te asola, has perdido aquello por lo que luchabas antes, día a día, y por lo que tal vez vivías. Así que Dios me libre de dar consejos. Ni siquiera soy el más adecuado pese a mi estado. Entendería tanto que no quisieras ir a los Paralímpicos como que quisieras ir. Ibai ni siquiera quiere que te convenza. Quiere que te hable de mi experiencia.

—La tuya fue estupenda. Te trajiste una medalla.

—¿Crees que eso fue lo más importante?

—Sí.

—¿Por qué?

—Está ahí, en esa vitrina. Es real. Puedes tocarla todos los días. No vale lo mismo que una vida, pero casi.

—¿Darías tu mano izquierda por una medalla? Hablo en sentido metafórico, claro.

—Lo daría todo, sí.

—Pues ve y lucha por ella.

—En cuatro meses debería engordar, entrenar, recuperar fondo, prepararme a tope, renunciar a los exámenes de selectividad y perder un año de mis estudios. Un año que, dependiendo de cómo evolucionen mis ojos, puede ser fundamental. No se trata de ir y luchar. Se trata de montar una película muy grande en muy poco tiempo y si sale mal...

—Si sale mal, sale mal.

—¿Así de fácil?

—Tienes miedo a perder.

—¿Y quién no?

—Yo perdí una final, la de los 10000.Y quedé tercero en otra, la de los 5000. Pero, aunque ni siquiera me hubiera clasificado para esas finales, hubiera valido la pena. Ha sido la experiencia de mi vida.Y la lástima es que no pudiera repetirla cuatro años después. No puedes imaginarte lo que es estar ahí. ¿Sabes cuántas veces tocamos el cielo con las manos en una vida? Te lo diré: no muchas. El primer beso, el primer orgasmo, el momento en que te ponen un hijo en los brazos... Yo toqué el cielo aquel día, en el podio. Y como soy ciego, me imaginé el estadio a rebosar, me hice mi gran película, como tú has dicho. Fue inmenso. Por tus marcas antes de que lo dejaras, creo que tú podrías subir a ese podio y tal vez ganar —la expresión de Iker Atoiz se llenó de luz—. ¿Te imaginas escuchar el himno ahí arriba?

—¿Y si no hay himno ni hay nada?

—Nunca lo sabrás si no aceptas la oportunidad que el destino te ha dado.

—Mi oportunidad eran los Juegos Olímpicos —a Edurne se le pone su habitual nudo en la garganta, el mismo que le impide llorar pero también le deja con dificultad para hablar—.Yo tenía que estar ahora preparándome para ellos. Nunca hubiera ganado una medalla, lo sé. Pero quería ir. Después de más de un año en blanco todo esto es...

—¿Te asusta descubrir que aún en tu fatalidad no eres la mejor? ¿Es eso lo que te preocupa realmente? ¿Crees que la vida está en deuda contigo?

Se hace el silencio.

La esposa de Iker Atoiz le coge de la mano.

—Ya le habéis dicho lo que teníais que decirle —les apacigua con su voz—. Ahora dejadla en paz y que tome su decisión.

—¿Qué haría usted, señora? —le pregunta Edurne.

—Fiarme de mi instinto, siempre —es rápida en la respuesta—. Es lo único que de verdad tenemos para avanzar día a día.

9

El ejercicio que más le alivia y le ayuda cuando tiene los ojos cansados de tanto forzarlos para ver, es el que más repite, casi a diario. Se sienta y apoya los codos en la mesa, se tapa los ojos con las palmas de las manos ligeramente ahuecadas y, sin presionarlos, sitúa los dedos de una mano encima de los de la otra sobre la frente y permanece un minuto intentando imaginar un cartón negro frente a los ojos. Cuando tiene más tiempo, se acompaña con un poco de música relajante, tratando de visualizar un paisaje hermoso mientras respira de manera profunda y lenta hasta lograr sentir que son sus ojos los que respiran, eliminando el cansancio y la tensión acumulada con cada espiración.

El segundo ejercicio que le ayuda consiste en colocar el dedo índice extendido un palmo por delante de la nariz, a la altura de los ojos, y sin mover el dedo inspirar y mirar lo más lejos posible. Luego retener el aire dos segundos, parpadear y expulsar el aire dirigiendo la mirada a la punta del dedo. En ninguno de estos ejercicios debe de llevar sus gafas o lentes de contacto.

Los completa y se siente mejor. Al menos, más preparada para hablar con ella.

Su madre.

Se llama Leire por la abuela, y la abuela se llamaba Leire por la bisabuela. Cuando nacieron ellas tres, deliberadamente rompió la tradición. Quería algo diferente. Y lo son. A veces le han preguntado si tuvo a June con la esperanza de que llegara un chico y siempre ha dicho que no, que June llegó porque llegó, como Naroa o ella. Su padre, que también se llama Eliseo igual que su propio padre, dice a veces que tener tres hijas es maravilloso, sobre todo por ser españolas, porque en la India, por ejemplo, se arruinaría con sus dotes.

—Mamá.

—¿Sí? —levanta los ojos del libro que está leyendo.

—He pensado ir a estudiar a Barcelona.

La mujer resiste su mirada. Nada en su hija indica que tenga una grave enfermedad. Sus ojos son tan hermosos como siempre. No hay signos externos. Eso lo hace más llevadero, e incomprensible para los demás, a los que hay que justificar en determinados momentos la realidad de la que no son conscientes.

—¿Se lo has dicho a Naroa?

—Ella quiere que vaya allí y no a Madrid, para que esté en su casa.

Su madre no muestra una excesiva sorpresa. Más bien es...

¿orgullo?

—Bien —asiente.

—¿No protestas?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Tengo encima una depresión, el estómago cerrado, no como...

—Cuando estés haciendo otra vez lo que te gusta y te sientas cómoda superarás la depresión, se te abrirá el estómago, comerás...

—Me encanta tu confianza.

—Si es necesario iré a Barcelona contigo.

—No creo que a Naroa eso le guste tanto.

—Pues de ti depende, cariño —sentencia su madre.

Edurne se cruza de brazos y se apoya en la pared. Ya se ha habituado a su nueva forma de ver. Tiene que concretar la dirección, mantener los ojos fijos, equilibrarlo todo en su nueva dimensión. La vida a través de un túnel es angosta, pero sigue siendo vida. Al final del túnel ahora ve a su madre dispuesta a hablar, con el libro cerrado en el regazo y las manos unidas, serena.

Su paz le relaja.

—¿Tú sabes por qué Naroa y yo somos tan distintas y nos hemos llevado tan mal durante años?

—No os lleváis mal.

—Mamá, que sí.

—Sois hermanas, y eso...

—¿Qué?

—Polos opuestos se atraen e iguales se repelen.

—No somos iguales. No tenemos nada en común.

—Más de lo que te imaginas.

—Vale, somos cabezotas, testarudas, competitivas... pero no nos parecemos en nada. Vemos las cosas de forma distinta, opinamos de manera diferente sobre puntos esenciales, vida, política...

—Una vez —su madre interioriza cada palabra que sale de sus labios—, tu hermana estaba jugando al baloncesto en casa de unos amigos. Tenían una canasta en el patio y había una pelota.

La cogió, tiró y encestó. Tu padre le aplaudió y dijo que había sido un tiro muy bueno. Tú no dijiste nada. Te callaste. Pero a los diez minutos te escapaste de la sala y cuando nos quisimos dar cuenta, estabas en el patio, con la pelota en las manos y la mirada fija en la cesta. Una mirada que nunca olvidaré, Edurne, porque ahí estaba todo. La misma mirada que tenías antes de echar a correr cuando competías o la que se te pone ahora, y se te pondrá siempre, cuando tienes algo entre ceja y ceja.

—¿Qué hice aquel día, mamá?

—Tiraste y fallaste. Tres veces.

—¿Y?

—Te pusiste como una moto. Pero es que tenías apenas cinco años y no llegabas. Te faltaba un mes o así para cumplirlos. Yo estaba ya muy embarazada de June.

—De acuerdo, ¿qué prueba eso? Mi hermana mayor tenía diez años y yo quería hacer todo lo que hacía ella, como hace la mayoría.

—Dos años después estuvimos otra vez en casa de esos amigos, y la canasta seguía allí.

—No me digas que volví a tirar.

—Fue lo primero que hiciste al llegar. Ir al patio, coger la pelota, lanzarla y encestar.

—¿A la primera?

—A la segunda. Pero ya no volviste a probarlo. Dejaste la pelota y te fuiste a jugar a otra cosa.

—Te vuelvo a hacer la pregunta, ¿qué demuestra eso?

—Perseverancia. Y también paciencia.

Edurne se sienta a su lado en la butaca y se apoya en ella.

Deja que su madre le pase una mano por encima de los hombros y la acune, como si fuese una niña. Hace mucho que no están así, y ahora lo encuentra a faltar. Se da cuenta de que con los años se pierden cosas, o dejan de utilizarse, o se olvidan, o se eliminan de la ecuación de la vida por la falsa premisa de que crecer es «madurar», «cambiar», «evolucionar».

—Le he dicho a Ibai que mañana le daré una respuesta.

—Bien.

—¿Tú...?

—No quiero llorar por ti, Edurne —no le deja terminar la pregunta—. Quiero reír.

—Tú siempre lloras cuando estás contenta o feliz.

—Entonces vale: lloraré.

—¿Sabes si papá...?

—Pregúntaselo a él.

—Vosotros habláis siempre.

—Si quieres saber lo que piensa él, pregúntaselo —insiste su madre.

—Quiere que vaya.

No hay respuesta. El silencio es un manto. Las dos se quedan así, muy quietas, mientras los segundos caen como copos de nieve sobre sus cuerpos.

Edurne es la primera en reaccionar, bastante después.

—Voy a salir —suspira.

—¿A estas horas? ¿Sales con Antonio?

—Voy al estadio.

—¿Para qué?

—Para tomar la decisión que todos ya habéis tomado por mí, y estar segura de que es mía —sonríe con la nostalgia de un profundo pesar que, sin embargo, su expresión de paz convierte en algo llevadero.

10

Siente algunas miradas, mitad curiosas mitad expectantes. Es capaz de percibirlas en su piel, y aún más en su alma. No hay muchos deportistas entrenando, practicando, aprovechando hasta el último minuto para mantener la forma, pero sí los suficientes para hacerle sentir acompañada, no solitaria como la última vez que estuvo allí. Todos la conocen, y la reconocen. Por esta razón se mueve ingrávida entre ellos, con la mente casi en blanco a pesar del entorno nada íntimo.

—¡Hola, Edurne!

—¿Cómo estás?

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