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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato

Los ojos del alma (7 page)

BOOK: Los ojos del alma
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Todo para ver un poco más, unos pocos días más...

A veces quiere hartarse de chocolate y patatas fritas, sus vicios, para reventar de una vez.

La lista de lo que puede y no puede hacer, lo que puede y no puede comer es tan larga como una novelarío.

Edurne inicia la cuenta atrás.

Es el momento para decirlo.

June se ha vanagloriado de una brillante redacción por la que ha merecido un sobresaliente. La forma concienzuda y minuciosa con la que prepara su asalto a los cielos como periodista es perseverante. Por acoso y derribo, su padre no tendrá más remedio que rendirse llegado el momento. Aunque se rendirá igual, haga lo que haga June, porque nunca le impedirá seguir el ideal de sus sueños.

En eso es diferente a otros padres.

Así que, con el postre en la mesa, lo anuncia.

—Ibai quiere que corra en los Juegos Paralímpicos.

No tiene que explicar nada. Ellos saben perfectamente lo que significa. Han vivido años y años siguiéndola en el mundo del atletismo. Como para la mayoría de personas, las Olimpíadas son la gloria, el cenit. Como para la misma mayoría de personas, los

«otros juegos», los de los paralíticos, mancos, cojos, ciegos y demás existencias truncadas, no cuentan. Son una concesión, por mucho que se hable de vidas ejemplares, héroes rotos, ejemplos, y cada cuatro años los periódicos cuenten historias terribles coronadas por la superación de sus protagonistas.

Esa misma mayoría de personas no mira las pruebas en sus televisores, porque son incapaces de ver a un puñado de tullidos peleando por una quimera, porque una carrera con piernas ortopédicas es dura de asimilar y una de natación con brazos amputados, amarga; porque un partido de baloncesto con sillas de ruedas estremece y otro de fútbol entre ciegos impresiona; porque ver a alguien con una pala de ping-pong en la boca es un impacto y presenciar una carrera de bicicletas entre ciegos es como un golpe en el pecho que te deja sin aliento. Por todo eso y más, los Juegos Paralímpicos se desarrollan cada cuatro años de espaldas a esa mayoría de personas.

Las mismas que apagan los televisores cuando en ellos aparecen imágenes de hambrunas africanas o niños despedazados en guerras lejanas.

¿Para qué presenciar la desgracia ajena, aunque en unos Juegos esas desgracias se convierten en las alegrías de unos pocos que, aún así, además, son privilegiados?

Edurne espera una reacción que tarda en llegar.

Y que sólo le da June, radiante, porque es la primera que entiende la dimensión de la propuesta.

—Esto es... genial, ¿no?

Su padre y su madre siguen callados. No exteriorizan alegría, ni esperanza, ni sorpresa. Sólo prevención. Edurne les acaba de dar la noticia con voz átona, sin transmitir sentimiento alguno.

Sólo June interpreta la puerta que se abre.

Porque ella está descontaminada, es libre, se deja llevar por sus emociones.

—¿Por qué te lo ha ofrecido? —evade un apoyo o un posicionamiento en contra su padre.

—Yo quería ir a unos Juegos Olímpicos. Lo sabe mejor que nadie. Dice que es mi oportunidad.

—¿Y lo ves así?

—No lo sé. Aún no lo he digerido —miente.

—¿Cuánto falta para los...?

—Paralímpicos, mamá. Cuatro meses.

—Pero... —la mujer hace cálculos rápidos—. Llevas más de un año sin entrenar, has... perdido peso... —lo dice de la forma más elegante posible—. ¿Cómo...?

—Ibai cree que cuatro meses son suficientes para recuperarme, ganar peso, hacer una marca mínima y llegar en condiciones.

Su madre muestra consternación a pesar de la cautela de su hija. Nadie quiere hablar de su delgadez. Nadie quiere pronunciar la palabra anorexia, ni otras derivadas. No es sólo un problema, son muchos, y todos ellos pendientes de su depresión.

Temible palabra.

—¿Te haría ilusión ir? —retoma el pulso su padre.

Los tres la miran. La que más, June, con expectación.

—Echo de menos competir, al nivel que sea —confiesa por primera vez en meses—. ¿Ilusión? No sé. Ni siquiera me lo he planteado. Para mí ha sido una sorpresa, posiblemente porque todavía no he aceptado mi realidad, el hecho de ser una...

minusválida —lo pronuncia con deliberado peso—, alguien que jamás podrá volver a correr como antes, en primera línea, pero sí podría hacerlo con los que están como yo, al mismo nivel.

—Bien —asiente el cabeza de familia.

—¿Y si te arriesgas para nada? —teme su madre.

—¿Quieres decir si no consigo ni siquiera esa mínima para ir seleccionada o si además no paso ni siquiera a la final porque me eliminan?

—Por todo, cariño.

—No lo sé, mamá —su serenidad les calma—. Hay muchas pruebas, dependiendo del grado de incapacidad. En unos campeonatos normales sólo hay una carrera de cien metros, pero en 72

los Paralímpicos las hay para ciegos en sus distintos grados, para tullidos en los suyos, etc. Se mide el tipo de minusvalía y se encuadra a los participantes en las diversas categorías. Con mis últimas marcas cuando me encontraba bien estaría incluso por delante de otras muchas corredoras.

—¿Hablas de... medallas? —abre los ojos June.

La respuesta es contundente.

—Sí.

—Edurne, si has de intentarlo no pienses en medallas, por favor. No te pongas listones ni metas. Sólo disfrútalo —dice su padre mirándola fijamente—. Disfrútalo y utilízalo para recuperarte de una vez.

Ella siente esa mirada en lo más hondo.

—¿Así de fácil? —suspira—. ¿Sólo disfrutar, sin tratar de pelear?

—Pelear sí, pero por ti, no por el reto de demostrarte nada.

Si ir a los Juegos significa que comas, entrenes, recuperes la ilusión... Fantástico. ¿Dónde hay que firmar? Pero esa aventura, experiencia, como lo llames, durará estos cuatro meses y luego lo que estés en los Juegos si consigues la mínima que exijan. El regreso puede ser peor si no te mentalizas. Si sales del purgatorio, no vuelvas al infierno.

—Papá, soy corredora de velocidad —lo expresa en presente sin darse cuenta—. Si no hay reto, ¿para qué intentarlo?

—Habláis de lo mismo, los dos, pero con distintas palabras

—les hace ver June.

Su padre sigue mirando a Edurne.

—No se trata de competir, cariño —lo dice como si cada palabra fuese una flecha—. Se trata de hacer las paces contigo misma.

Nunca hubiera pensado que estuviera en guerra consigo misma. Piensa que se ha fallado, pero una guerra...

Edurne baja los ojos y comienza a tomar su postre.

—¿Podré ir contigo a los Juegos, como ayudante, masajista, entrenadora o lo que sea? —les contagia de su inocente dinamismo June.

5

La última de la rueda es Nahia. Y lo es porque sabe perfectamente qué le dirá. Su pasión y vehemencia suelen ser torrenciales. Su optimismo, contagioso. Para ella, todas las piscinas tienen agua. Hay que lanzarse. Pero aún sabiendo qué le dirá, es su amiga y se lo debe. Antonio ha permanecido a su lado porque la ama, y por alguna extraña razón, su estado no le ha cambiado, al contrario. Nahia también ha sido fiel, y a veces ha sido además el peor de los flagelos imaginables.

Cuando acaba de soltárselo se le coloca delante, para que pueda verla bien.

—¿Irás, no?

—No lo sé.

A Nahia se le desencaja la mandíbula inferior.

—Mira, tía, no me vaciles.

—Te digo lo que hay, nada más.

—Si no pensaras ir no me lo habrías dicho como me lo has dicho.

—¿Ah, no? ¿Y cómo te lo he dicho?

—Una cosa es decir «Mi entrenador quiere que compita en los Juegos Paralímpicos» como me has soltado y otra muy distinta decir «Está loco, ¿pues no quiere mi entrenador que vuelva a correr para que vaya a los Paralímpicos en septiembre?». Yo creo que el matiz es importante.

—No sé para qué quieres ser bióloga. Lo tuyo es la psicología.

—Quiero ser bióloga para tratar con animales de verdad —le espeta—. De psicóloga sólo ejerzo contigo, que a veces estás para darte de bofetadas.

—¿Por qué todo el mundo cree saber cómo estoy, qué siento, qué he de hacer, cómo debo reaccionar ante esto o aquello...? Ya soy mayor de edad, ¿vale? Desde hace unos días tengo los dieciocho y puedo hacer lo-que-me-dé-la-ga-na.

—Hazlo, pero comienza por ir allí y ganar una medalla. Tu medalla.

Edurne ha reflexionado. Toda la noche. Las palabras de Nahia no la cogen de improviso. Cuanto puedan decirle sus padres, Antonio o ella ya se lo ha planteado. Pros y contras.

—Puede que ése sea el problema.

—¿Cuál?

—Que si voy lo haré para ganar, y estoy de acuerdo con mi padre en que no se trata de eso, lo cual no significa que no esté dispuesta a lo que sea para lograrlo. No sé competir de otra forma. Nunca he querido estar en un sitio sólo por estar.

—Eso es genial. Es parte de tu fuerza y de tu carácter. Todos los grandes campeones son así.

—Si ellos pierden, tienen otra oportunidad, como la tenía yo antes. Siempre queda una carrera más. Pero en mi caso no. Si pierdo... es mi última oportunidad.

—¡Pero si ahora no tienes ninguna!

Le da por reír. Naiha es más que directa.

—No te hagas psicóloga. Se te suicidarían la mitad de los pacientes.

—¿Qué necesitas para estar allí?

—De entrada, recuperar peso, poder comer, que mi estómago acepte lo que ingiero. A continuación, entrenar para coger ritmo, fuerzas, musculatura. Para competir, conseguir la mínima que exijan.

—¿También hay mínimas para esos Juegos?

—Sí.

—¿Tantos...?

—Los Paralímpicos han ayudado a superarse a muchas personas —admite con el calor de la evidencia—. Algunas pasan cuatro años entrenando sólo para estar ahí y volver a ser protagonistas por unos días. Es lo que les conforta para vivir. Yo misma pienso que es más una cuestión de mentalidad que ninguna otra cosa.

—Todo es correr.

—No, es distinto —objeta ella—. No sé cómo me sentiría allí. Además, me ha dicho Ibai que si voy sería una de las más jóvenes, posiblemente la benjamina del equipo español, porque ha estado investigando y no hay muchas atletas con diecinueve o veinte años, así que con dieciocho...

—Sólo por eso te harías famosa —a Nahia se le abren los ojos—. Te darían subvenciones, te ayudarían, podrías ser algo así como la portavoz de las personas que tienen tu problema.

Nahia siempre lo llama «problema».

—Mira, hablamos de ir y ni siquiera está claro que pueda resolver mis problemas digestivos. Si no gano peso y hago trabajar mis músculos...

—Tú eres una superdotada. Tu entrenador tiene razón. Si vuelves al tajo tu estómago volverá a abrirse, comerás, te pondrás fuerte como antes... ¿Irías sola?

—Ibai vendría conmigo. La mayoría de atletas paralímpicos necesitan a su entrenador. Casi todos se valen por sí mismos, pero...

—Venga, tía. Irás igualmente, ¿no? Pues dime ya que sí y así podré soltarlo por todas partes en plan cotilleo masivo.

—No lo digas a nadie, ¿vale? —la previene.

—¿Cuándo has de decidirte?

—Ayer —bromea sin ganas—. No queda casi tiempo. Cuatro meses son muy poca cosa.

—Y aparte de ganar o no ganar, ¿qué es lo que te retiene?

Nahia también es de las que ve más allá.

A través de ella.

—¿Tú habías hecho caso a los Juegos Paralímpicos alguna vez?

—No, pero...

—¿Cuánta gente crees que lo hace?

—Ni idea.

La voz de Edurne se invade de nostalgias y crepúsculos. Es la voz de la tristeza envuelta en la ceniza de la verdad.

—Nadie hace caso a los Paralímpicos, Nahia —dice con dolor ella—. La gente ve a un montón de... monstruos haciendo cosas imposibles. Personas sin piernas corriendo, personas sin brazos nadando, personas ciegas siguiendo a un entrenador que les guía y les marca las pautas... Es el gran circo de los fenómenos, pero producen lástima, dolor, pena. Sólo en los periódicos aparecen algunas noticias, casi siempre por hombres o mujeres que han hecho una gesta que les diferencia del resto. Y por el morbo sí, algunos y algunas dan el salto. Populares por un día.

Héroes por una semana. Como mucho, cuando salen las listas de medallas, alguien bromea que a España le va mejor en los Paralímpicos que en los Olímpicos, porque ahí somos una potencia,

¿sabes? En las últimas convocatorias se han superado las cien medallas, siempre con más de treinta de oro.

—La gente no es tan dura como piensas.

—¿Seguro?

—Cuando esté allí lo verás de otra forma. Hablas por lo que sentías antes, no por lo que de verdad pueda suceder. Y aunque sea así, ¿a ti que más te da? Es tu vida, no la de esas personas insensibles.

Edurne lo acusa.

Hablas por lo que sentías antes.

Y se da cuenta de que es cierto.

Se cuestiona ir a los Paralímpicos porque antes ella misma pensaba que eran la limosna de las vidas perdidas.

Cuando era una persona «normal».

Nahia la abraza al notar su repentina seriedad.

—Quieres ir pero estás cagadita de miedo, ¿verdad? —le susurra al oído.

No es necesario que le conteste. Las dos conocen bien la respuesta.

Aún así, no se la dice con palabras.

Sólo la abraza tan o más fuerte de lo que lo hace su amiga.

6

Ninguna revisión es rutinaria.

En todas surgen las dudas, los interrogantes, el miedo, la certeza irremediable de que todo vaya a peor.

Así que se está muy quieta, mantiene los dedos cruzados, apenas si respira, y le pide a todos los dioses de todos los cielos un poco más de tiempo, una esperanza, una luz.

Si la retinosis pigmentaria surgió tan rápido y de manera tan fulminante en su vida, como un caso bastante especial, también puede estrechar el cerco y conducirla a la ceguera absoluta con otro mal guiño del destino.

—Bien, bien... —oye murmurar al médico.

—¿Sí? —no consigue dominarse.

—¿Haces los ejercicios que te recomendé?

—Cada día.

—¿Sigues la dieta?

—A rajatabla.

—Con lo delgada que estás, me extraña.

—Hago lo que puedo.

—No es suficiente.

—Pues lo siento.

—No, no lo sientas —el doctor Venancio Ramos la mira a los ojos, en la vertical de su túnel, y su tono es severo—. Estás como quien dice en el fiel de la balanza. Si pierdes más peso tu cuerpo empezará a pasarte factura. La anorexia es así. Te quedarás sin el período, tu centro de gravedad se desplazará, te saldrán callos en las plantas de los pies para reequilibrarte... Eso y un largo etcétera, por no hablar de que estás todavía creciendo y desarrollándote, así que alterar esto es irremediable y te puede dejar lacras para el resto de tu vida.

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