Abre la ventana y observa el mundo difuso que se extiende al otro lado. Difuso porque se lo emborrona la humedad de los ojos. Las personas que se mueven por la calle caminan ignorantes y apacibles. Para cada cual, «su» problema es el más grande y el más grave. El piso que la pareja de novios no puede comprar, el que sí han comprado los recién casados y van a pagar hasta que tengan ochenta años, el suspenso del hijo, el novio poco grato de la hija, el divorcio de la pareja que años atrás era impensable cuando se comían los dos a besos en el parque, el posible despido por cierre de la empresa...
Edurne mira hacia abajo y piensa en saltar.
Una simple fracción de segundo.
La voz de Ibai Aguirre, su entrenador, le sacude:
—¿Sabes cuándo se ganan las carreras? ¿Con una buena salida, con un buen ritmo, yendo bien preparada, olvidando los nervios, teniendo suerte, con mentalidad? ¡Bla, bla, bla! Las carreras se ganan cuando todo está perdido, cuando apretamos los dientes y decimos ¡y una mierda voy a llegar la última, o la segunda! ¡Las carreras se ganan en los últimos diez metros, cuando olvidamos todo lo que no sea correr, porque la meta no es el fin, sino la catapulta para otra carrera más!
No es la única voz que estalla en su cabeza.
Retrocede, se aparta de la ventana y al notar la fragilidad de las piernas, se sienta en la cama. Su cuerpo se divide en dos: el de la Edurne fuerte que no resiste más y el de la Edurne frágil por lo que acaba de decirle el médico y que todavía se resiste a creérselo.
¿Y si es una pesadilla y despierta de pronto?
Retinosis pigmentaria.
RP.
La conversación con el doctor, grabada a fuego en su memoria, va y viene. Comienzo y fin. La despedida le azota el rostro igual que un viento gélido.
—Nunca volveré a ser... normal.
—Eres normal, Edurne, sólo que con una enfermedad.
—No lo dulcifique. Si no puedo competir es como tener una invalidez.
—A mí ni siquiera me gusta emplear la palabra minusválido.
—Doctor...
—Entiendo que cuanto pueda decirte te sonará a poco, que te sientes burlada y traicionada, pero date tiempo. Reaccionarás.
Te darás cuenta que lo único que cambia son las prioridades, que la vida sigue igual.
¿Cómo diablos puede seguir una vida siendo igual?
Ella es una deportista, una maldita atleta. Nació con un don.
O lo descubrió. Da lo mismo. Y ha pasado los últimos años mimándolo, perfeccionándolo. Su vida, hoy, consiste en ser una máquina cada vez más perfecta, sincronizar sus movimientos y su respiración, reforzar sus piernas y su mentalidad competitiva, ser la mejor, correr como el viento, ganar.
Ganar.
Llegar a los Juegos Olímpicos y formar parte de algo.
Los Juegos...
En su habitación hay pósters. No de cantantes y de actores guapos. Eso fue a los trece, catorce, quince... Los pósters que llenan sus paredes son los de los grandes héroes olímpicos, unos corriendo, otros en los podios. El referente es Barcelona 92. La cita mágica en la cual España entera se sintió, por fin, unida a sus deportistas. El momento en que la historia pasó página y se convirtió en orgullo. Cuando Fermín Cacho entró primero en los 1500 metros, Peñalver con su plata en decatlón, los corredores de fondo llevando la gloria sobre el cielo del Olimpo...
Tantos y tantos.
Sobre las repisas están sus copas, trofeos y medallas. Los más importantes, porque el resto no le caben. Apenas hay fotos. Tres.
La mayoría están en la sala, donde su padre ha levantado otro altar. Siempre habían bromeado diciendo que pronto tendrían que cambiarse de casa debido a eso.
Ya no hará falta.
Es guapa, suficiente para una chica de diecisiete años. Sus ojos han sido siempre el paradigma de su belleza. Ellos y su simpatía, su sonrisa, su predisposición y buen ánimo, siempre alegre y contenta. A veces, se mira en el espejo y hace muecas, se ríe de sí misma. En este momento por el contrario, el espejo es su enemigo. Si no fuera por lo de los siete años de mala suerte, lo rompería.
Entierra la cara entre las manos.
Siete años de mala suerte.
—Eres un monstruo —susurra para sí.
Y nada más decirlo, se siente atravesada por un ramalazo de furia, en parte autodestructora. No sabe si gritar o llorar.
Depende de la sima abierta bajo sus pies.
Otras voces, sus padres...
—Iremos a ver a un psicólogo, cariño, para que te ayude —le ha dicho su madre en el coche, en el largo camino de regreso a casa envueltos en su oscuridad.
—Mamá, me voy a quedar ciega, pero no estoy loca.
—Edurne —nunca ha visto enfadado a su padre. Ahora lo está—. Tienes una enfermedad ocular. Si te quedas ciega, lo afrontaremos, y entonces sí emplearemos esa palabra. Mientras tanto...
—Eliseo —ha gemido su esposa.
—¡Leire, no! —le ha conminado él—. No es con lástima como se resuelven las cosas. Si quieres llorar, llora cuanto quieras hoy, pero mañana empezaremos de cero.
Edurne no ha dicho nada.
Ahora, en su habitación, sí lo hace.
—Gracias, papá.
Sabe que está como ella, hundido, pero que nunca, nunca, lo demostrará.
Por eso, aprieta los puños.
No grita.
Pero tampoco llora.
Sólo se queda en su habitación, sentada en la cama, un minuto tras otro, a la espera de que el tiempo pase y la llamen para cenar.
Sin embargo, en ese rato, el reloj no se mueve.
Los golpes en la puerta son quedos.
No contesta.
Se repiten, un poco más fuertes, acompañados de una voz que conoce de sobras.
—¿Edu?
Vuelve a callar mientras suelta aire enquistado en sus pulmones.
—Edu, soy yo.
—Vete, June.
—No —se resiste—. Déjame entrar.
—¿Para qué?
Esta vez no hay respuesta. La puerta se entreabre y por el quicio aparece el rostro liviano y anguloso de su hermana pequeña. Ojos parecidos a los suyos, nariz afilada, lo mismo que la barbilla, cabello largo, labios sumamente rosas. Edurne es como su padre. June, como su madre. La mayor, Naroa, es una suma de los dos. Todas tan distintas. Tres noches de un mismo día.
—¿Qué quieres?
—Estar contigo.
¿Le arroja una almohada, como en algunas de sus más famosas peleas de hermanas que se adoran? ¿Le dice que no, que está de funeral y que la muerta es ella? ¿Qué se le dice a una niña de doce años, con la sensibilidad a flor de piel, y que encima la venera porque es su heroína?
Su mayor fan.
—Cuando seas famosa, como no podrás quedarte con todos los chicos, me dejas los que te sobren, ¿vale? —le dijo cuando ganó su última carrera.
Ésa es June.
Quiere ser periodista y escribe todo lo que le sucede a ella, para publicar un día su biografía.
Sí, ésa es June.
—Déjame, ¿quieres?
Como si le hubiera dicho «pasa y siéntate a mi lado». June acaba de entrar, cierra la puerta y llega hasta su cama. Su única vacilación consiste en eso, en decidir si lo hace o no. Finalmente, se arrodilla en el suelo y pone sus dos brazos encima de la sábana y la cabeza en medio. Su hermana mayor está tumbada, vuelta de su lado, así que las dos se miran desde muy cerca.
Ninguna se atreve a quebrar el silencio.
Hasta que lo hace la recién llegada.
—¿Cómo estás?
—He pedido un puesto de vigía —bromea sin ganas.
—Si te has de poner irónica o a la defensiva, me voy.
Es inteligente. Lee mucho y se le nota.
—Vete.
No se va. Sigue arrodillada, con sus ojos fijos en los de su hermana. Parece querer penetrar en ellos, llegar al otro lado.
Naroa estudia en Barcelona y les separa un abismo. Pero ellas dos son amigas.
—Va, dime, ¿cómo estás?
—¿Cómo quieres que esté?
—No la pagues conmigo.
—Entonces déjame sola, en serio.
—Ayer, papá y mamá no me dejaron hablar contigo —se enfurruña la niña—. Que si está cansada, que si déjala tranquila, que si es mejor darle tiempo... Jope, ¿no éramos una familia?
¿De pronto ya no lo somos, tú estás enferma y yo soy una cría que no tiene voz ni voto?
Es firme y reivindicativa. Va a todas las manifestaciones en defensa de los derechos humanos, de la ecología o de aquello que se ciña a sus convicciones.
Sí, son una familia, y ella es tan importante como la que más.
—¿A qué viene esto? —pregunta Edurne.
—Nadie me hace caso —suspira.
—Sabes que sí. A ti más que a nadie.
Se da cuenta que June tiene los ojos vidriosos y, parece que está a punto de romper a llorar. Y eso es raro. La última vez que lo hizo fue cuando se separaron los miembros de su grupo favorito. Aquel día perdió la inocencia. Separados y encima peleados, soltando pestes los unos de los otros. Una dura lección que resumió con una frase lapidaria:
—No puedes confiar en nadie salvo en los de casa, y ni siquiera la familia es eterna.
Edurne teme la vuelta de Naroa para el fin de semana. El momento de enfrentarse las dos, doña Perfecta y la campeona.
Ahora teme lo que June vaya a decirle. Y quizás mucho más, porque June aún es vulnerable a pesar de su pátina de dureza, después de afrontar lo del grupo.
—Tengo miedo —le confiesa su hermana pequeña.
—¿Tú?
June se deshace igual que una fina arenilla. Entierra su rostro en la sábana y el quebranto la lleva a vaciarse a través de una emoción irrefrenable. El gemido queda ahogado por la cama, pero ésta es como un nervio al desnudo que le transmite a Edurne toda la descarga emocional que la invade.
—¡Eh, eh, que la que está enferma soy yo!, ¿vale?
June trepa a la cama y la abraza.
Tan fuerte que le ahoga.
Y es casi como si gritara, porque de pronto lo entiende.
—No es contagiosa, ni hay antecedentes familiares. La tengo yo y punto.
El abrazo no mengua, ni el llanto.
Ser fuerte para una misma es un trabajo enorme, una tarea de titanes que no tiene asumida, pero serlo por y para los demás...
¿Qué puede hacer?
Ahora el médico es ella.
—Todo irá bien —le susurra a su hermana.
—¿Seguirás... corriendo?
Lo ha meditado. Lo ha asumido. A contracorazón, pero lo ha hecho, sin remisión, sin termino medio.
—No creo que pueda.
—¡No!
—Vamos, June.
La niña se aparta un poco. Lo justo. Hunde en ella esos ojos tan parecidos a los suyos y se estremece.
—¿No pueden operarte y ponerte una córnea de otro que se haya muerto?
—Es distinto.
Si ella no lo entiende, ¿cómo hacérselo entender a su hermana?
—¿Cómo es no ver por los lados, ni por arriba ni por abajo?
—Igual que mirar por el ojo de una cerradura.
—¿Qué dice Antonio?
—Aún no hemos hablado.
—¿No? —alucina.
Y se lo repite, pero también suena a frontera infranqueable.
—No.
June se detiene en esa frontera. No la cruza. Las dos hermanas se quedan flotando en un silencio que pone fin a todo atisbo de nueva conversación. La última mirada, la última caricia, el último contacto se trenza sobre las bases de la mutua comprensión. La pequeña se separa, pero no se levanta. Se tumba en la cama, a su lado, con los ojos perdidos en el techo. Cuando escuchan música juntas lo hacen así, en la cama de una o de la otra.
Ahora no hay música.
Pero Edurne la acepta, la imita, y también mira al techo, buscando robarle a la vida todas y cada una de las imágenes que, tal vez, en un futuro dejará de ver y tendrá que imaginar.
Intentan que la vida en casa no cambie. Intentan que todo siga igual. Intentan no soportar el peso del silencio. Pero es difícil.
Nada es igual. Ni las comidas, ni los gestos, ni las miradas, ni las conversaciones son iguales. Una mano invisible ha trazado una línea en sus vidas. Todos tienen que reacomodarse y lo saben.
Quieren fingir normalidad y naturalidad, pero no se sienten tan buenos actores. Les delatan los gestos y mil detalles más, envueltos en la precaución del miedo.
Y Edurne espera.
No sabe muy bien qué, o a qué, pero espera.
De momento, no va al instituto. Ni al campo de entrenamiento. De momento, está recluida en su habitación, pensando que si el valor se comprara en un supermercado seguramente estaría en la sección de congelados y necesitaría toneladas de él.
Cada vez que suena el teléfono reacciona con tensión. Su móvil está desconectado, pero el teléfono de casa estalla con su timbre monótono hasta que alguien lo descuelga.
Esta vez su madre aparece con él en la mano. Por lo menos, un inalámbrico te da intimidad. Tapa el auricular y, desde la puerta de su habitación, se lo tiende.
—¿Quién es?
—Antonio.
Inevitable. El amor tiene esas cosas: crea unidades. Coge a dos seres partidos por la soledad y los une. Pero el amor en tiempos de cólera no es el mismo amor que el que nace, crece y vive en tiempos de paz. Edurne siente que hace mil años desde el último beso, desde la despedida el día antes de acudir al médico a por el veredicto. Si ya no puede correr, ¿cómo podrá amar?
—Cógelo, por favor —insiste su madre al ver que ella ni se mueve.
—No.
—Edurne...
—Dile que no estoy.
—¿Cómo no vas a estar, por Dios? ¡No se lo hagas más difícil! ¿O te crees que él no lo está pasando mal!
Viven en una ciudad pequeña, o un pueblo grande, según como se mire. Las noticias vuelan rápido, porque los horizontes están cercanos. Más allá de las montañas, no hay nada. La capital, aunque esté a quince minutos en coche, es una quimera.
—Mamá, no estoy...
¿Iba a decir preparada? ¿Cuándo lo estará?
Tal vez sea cierto que Antonio no merezca esto.
Alarga la mano y atrapa el teléfono. Se queda con él y su madre se retira. No escuchará tras la puerta. Confía en ella, así que ni lo comprueba. Hay un derecho a la intimidad que se ha ganado con respeto y por ir siempre de cara a la verdad. Con sus ojos dañados, de mirada concreta y cada vez más puntual, hunde la vista en ese inalámbrico al otro lado del cual está él.
Él.
Fue tan hermoso descubrir el amor...
—¿Sí?
—Edurne —el viento intermedio entre los dos se llena con su nombre—. ¿Cómo estás?