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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato

Los ojos del alma (8 page)

BOOK: Los ojos del alma
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—Llevo dos días comiendo mejor.

—¿Ah, sí?

—Mi ex entrenador, Ibai Aguirre, me ha pedido que vuelva a competir.

—Eso sería magnifico —no le pregunta cómo es posible.

Sólo asiente.

—Quiere que vaya a los Paralímpicos.

Ahora sí, el médico arquea las cejas.

—¿Cuándo te lo ha pedido?

—Hace tres días.

—¿Y ya llevas dos comiendo mejor, según tú? —su tono es categórico—. Ve.

—Sabía que me diría eso.

—Pues me alegro de que confíes en mí.

—Sólo quería saber si puedo.

—Correr no te va a hacer daño, querida. La retinosis no irá a peor si te excedes, te cansas, te caes o lo que sea. Sin embargo, hay algo aún mejor que mil medicinas, y es esto —le pone un dedo en la frente—. Date de nuevo una ilusión para vivir, y los ojos del alma te llevarán a la luz mucho mejor que éstos.

—No he tomado ninguna decisión, todavía.

—¿Necesitabas mi diagnóstico?

—Entre otras cosas.

—¿Cuáles son las otras?

Es médico. No le tiene miedo. A él puede confesárselo.

—Mi padre me dijo que tenía que empezar a perdonarme a mí misma, y hacer las paces con mi vida.Y eso me hizo reflexionar mucho.

—Casi nunca hacemos caso a los padres, sobre todo entre los trece o catorce años y los diecinueve o veinte. Pero resulta que, por mucho que les ciegue el amor o el poder que da la paternidad, por lo general, no siempre, aciertan. Si para una persona normal perder la vista es duro, para alguien como tú, una deportista de elite, es mucho peor. Pierdes parte de la vida y pierdes, además, aquello por lo que vives o por lo que crees que vives, lo que te hace ser o sentir diferente, lo que te da fuerzas y un norte, fe y capacidad de lucha —le pone una mano en el hombro—. Me ocupo de tus ojos, pero puedo leer en ti como en un libro abierto. Y tu padre ha expresado exactamente el quid de la cuestión. Cuando aceptes lo que te pasa, y te aceptes a ti misma, estarás dispuesta a ser la que eras antes. Y si quieres ir a los Juegos, irás.

Ya no discute. Se siente menos cínica, menos irónica. La rebeldía cede. Desde que Ibai le ha propuesto el milagro, se siente de nuevo en paz. Vuelve a ser la dueña de su destino.

Puede decidir.

Ir o no ir. Probarlo o no probarlo.

Por sí misma.

—¿De qué estamos hablando? —le pregunta al médico.

—De dignidad —responde él.

—Yo era una máquina de correr. Podía hacerlo, rápido, bien, con afán de lucha y superación. ¿No cree que deberé tragarme esa dignidad para aceptar que ya no soy eso, y sí una minusválida que competirá de igual a igual con otras minusválidas como yo?

—¿Te sentirás mal por ello?

—No lo sé.

—No eras una diosa, Edurne. Cada cual tiene algo que le hace especial. Tú sólo eras una chica que corría más rápido que otras. De la misma forma que ahora eres una chica que ve menos que otras. La dignidad consiste en ser una campeona de velocidad con los pies en el suelo, humildad y capacidad de sufrimiento, tanto como una mujer con un problema físico y la misma humildad y capacidad de sufrimiento. No puedes sentir vergüenza por tu limitación, ni pensar que por competir en los Paralímpicos habrás descendido un peldaño, o la escalera entera, en tu valoración personal o en la que los demás hagan de ti.

—Pero es que antes yo tenía posibilidades siempre. Ahora ni siquiera sé...

—¿Y qué?

—Todo el mundo me dice que vaya, que no piense en medallas o en ganar, sino que vaya por mí.

—Y es verdad.

—Ser cojo y llegar el último puede ser tan duro o amargo como hacerlo con las dos piernas en una carrera de verdad.

—Ser cojo y llegar el último tiene un valor incalculable, Edurne —le dice el doctor Ramos con la entereza que le da su edad—. De entrada, hay que estar ahí y correr. Eso demuestra valor, corazón. Antes tenías que exigirte. Ahora no. Ésa es tu libertad y debes aprovecharla —el médico baja un momento la cabeza para concluir agregando—: En cuanto a eso que has dicho al final... lo de «una carrera de verdad»...

—Lo sé —se muerde el labio inferior.

—Puede que si compites en esos Juegos te des cuenta de que ésa es tu carrera «de verdad».

Tocada y hundida.

La visita ha terminado. Hora de volver al mundo y a sus nuevas decisiones.

—Gracias, doctor Ramos.

—Hay muchas formas de oscuridad, Edurne. Y la del corazón o la mente es peor que la de los ojos.

7

Desde la irrupción de la retinosis pigmentaria, Naroa está distinta. No ha sido un cambio directo, imprevisto o de un día para otro. Edurne lo ha ido percibiendo con cada visita, cada encuentro. La competición entre ellas ha menguado, por no decir que está en punto muerto. No hay tensión. No hay discusiones agrias. Primero, creía que era porque su hermana mayor sentía lástima, siempre la lástima. Luego, ha comprendido que no, que se trataba de un vínculo esencial, una línea directa de corazón a corazón. Siempre ha sentido celos, envidia de esa hermana que le ha llevado cinco años de ventaja en todo, y ahora entiende que también Naroa puede haber sentido la misma envidia por esa hermana diferente, capaz de correr cien metros en un puñado de segundos.

En el fondo, las dos son una.

Las tres son una.

Naroa es a la única que no le ha hablado, todavía, de la propuesta de Ibai. Se lo agradece, pero se enerva esperando el momento en que lo haga, como si fuera inevitable. Discutir con Naroa siempre le remueve el genio, y no quiere hacerlo. Tiene que tomar una decisión rápida porque ya ha pasado una semana.

Y hacerlo por sí misma. Cada vez que piensa que sí, surgen diez razones para decir que no. Cada vez que está segura de que no, aparecen diez para aceptar el reto. Ibai espera. Pero lo que no puede esperar es su respuesta.

En un par de días...

—Quiero hablar contigo.

—No, por favor.

—¿No? —se extraña Naroa.

—¿Es sobre los Juegos?

—No —responde con firmeza ella—. Eso es cosa tuya y bastante tienes con esa responsabilidad.

—Entonces ¿de qué quieres hablarme?

—Este año, con suerte, acabas los estudios.

—Sí.

—Y quieres comenzar con lo de la Fisioterapia.

—Sí.

—¿Madrid o Barcelona?

—No estoy muy segura. He hablado con la ONCE y me están orientando. También me han facilitado un programa de ordenador, el Zoom, que me lo amplía todo y me ayuda mucho.

Son estupendos.

—Vente a Barcelona, conmigo.

Edurne se queda en suspenso. Es un golpe directo a su línea de flotación. ¿Lo ha oído bien? ¿Es su hermana Naroa la que ha hablado? No se trata de lo primero, lo de irse a Barcelona, sino de lo segundo, ese «conmigo» que es todo un mundo.

Como puede se domina, se controla.

Su hermana le ofrece algo más que su casa.

—No quiero ser una carga —responde con un nudo en la garganta.

—A veces te daría de bofetadas.

Edurne se ríe, nerviosa. Ésa sí es Naroa.

—Tú no sabes lo que es...

—Oye, aprenderé —le corta—. Tampoco eres una inválida.

Ves poco pero ves, y si llegara el día en que dejaras de ver... no sé, supongo que los ciegos tienen otra forma de sentir las cosas.

Con no mover las sillas de sitio, como en las películas...

—¿Y si quiero estar sola, valerme por mí misma?

—¿Por qué?

—Pues... para demostrarme que puedo.

—Eso es una memez. ¿Demostrarte que puedes? ¡Pues claro que puedes! ¡Pero hay cosas como la calidad de vida, estar con alguien, compartir los momentos! ¿Qué haces si estás enferma?

Dios sabe que no soy ni una buena enfermera ni una compañía perfecta o agradable, pero eres mi hermana, y tú harías lo mismo por mí. No por obligación, que conste. Si te lo digo es porque me sale de aquí.

Se toca el corazón.

—Lo pensaré —se lo promete.

—Eso sí: cada cual sus rollos.

—Claro.

—Sin preguntas.

—Por supuesto.

—Adultas.

—Ya.

Se quedan mirando y a Edurne le da por sonreír.

—¿Qué pasa, que tienes un rollo y no quieres que lo sepan papá y mamá?

—¿Un rollo? —Naroa se estremece—. Dios, parece que hayan pasado mil años desde que tuve los dieciocho —evade la respuesta directa y pregunta a su vez—: Por cierto, ¿y Antonio?

—¿Qué ocurre con él?

—¿Seguís?

—Creo que sí.

—¿Sólo lo crees?

—Quise romper, para que no tuviera que estar conmigo por pena o por sentirse obligado, y varias veces lo hemos hablado, le he dicho... bueno, ya sabes. Pero no hay forma.

—Porque es un buen tío y te quiere. Un bicho raro.

—Al comienzo, me porté fatal con él, y ha tenido una paciencia...

—Es que tú, cuando te pones borde, te pones borde, rica.

—No es verdad.

—¡Oh, sí lo es! —asiente vehemente—. Como yo, para qué negarlo. Por eso, cuando vivamos juntas algún día, saltarán chispas y saldremos en globo, pero después... como si nada —recupera el hilo de su anterior pregunta después de decir lo que ha dicho con la mayor de las naturalidades—. Te decía lo de Antonio porque si te vienes a Barcelona, o si decides ir a Madrid...

¿Qué harás con él?

—Nos veríamos los fines de semana, supongo.

—¿Qué dice de todo esto?

—Lo entiende.

—Tu decisión de estudiar lejos de aquí... no será una huida,

¿verdad?

—No, al contrario. Me estoy encontrando a mí misma.

—¿Y Antonio qué quiere estudiar?

—Puede hacerlo en Barcelona o Madrid, sí —reconoce Edurne.

—Pues un rollo, vale. Pero un chico en casa a
tutti pleni,
no.

—Ya lo sé, mujer.

—Las cosas claras y el chocolate espeso.

Edurne se da cuenta de que Naroa está animada. ¡Lo está! ¡Y

es por la idea de que vaya a vivir con ella! ¡Asombroso! Siempre ha creído que era mejor estar separadas, lejos una de la otra, y ahora es como si acabase de ganar una hermana. Todos estos meses lo ha notado, pero este día es la sublimación absoluta.

—¿Puedo hacerte una pregunta personal?

Edurne se pone en guardia. Está relajada y el tono de su hermana la tensa. Pero es un día feliz.

—Bueno.

—¿Tienes miedo?

Creía que iba a preguntarle si era virgen o algo así.

—Estoy cagadita —reconoce.

—¿Y la depresión?

—Mejor.

Y es cierto. Justo desde hace unos días. Desde que Ibai le propuso volver a competir.

—Te aseguro que conmigo vas a comer aunque tenga que atarte a la pata de la silla y metértelo por un embudo.

—Ya empezamos —suspira Edurne—. Si lo sabía yo.

Se echan a reír las dos, con ganas. Naroa está guapa, tiene el peso justo y las proporciones adecuadas. A su lado ella parece ahora un alfeñique, una suerte de adefesio montado con un poco de carne sobre una estructura de huesos.

¿Cuánto necesitará recuperar si decide ir a los Juegos?

Si decide ir a los Juegos.

¿Por qué no dice que no de una vez y acepta la realidad?

¿O dice que sí y vuelve a vivir su viejo sueño?

8

El coche de Ibai Aguirre se desliza por la carretera con parsimonia. Las curvas son constantes y la senda de asfalto estrecha, con rugosidades y huecos en el falso arcén derecho. A veces, incluso, hay piedras en mitad de la calzada, producto de los desprendimientos rocosos de las alturas. El paisaje es abigarrado, húmedo, con árboles muy cerrados que tapan el mismo sol confiriendo al ambiente un aspecto de hermosa serenidad, con una luz tan suave como limpia.

—Ibai, ¿falta mucho? —protesta Edurne.

—Cinco kilómetros.

—Ya. Hace veinte faltaban diez.

—Cállate y no preguntes, pesada.

—Si pensabas matarme no hacía falta que viniéramos tan lejos.

—Si pensara matarte lo habría hecho hace años.

—¿Cuándo? —fuerza una sonrisa irónica.

—El día de aquellas semifinales en Pamplona.

—Vale.

Nunca se lo perdonará. Levantó los brazos tres metros antes de cruzar la meta y sin ellos y su impulso cedió una fracción de segundo. El tiempo justo para que le pasara como una exhalación la corredora que venía por detrás. Se desquitó en la final.

La pulverizó, rabiosa, pero la bronca de Ibai se escuchó en Camerún. ¿Cómo se le ha ocurrido preguntarle cuándo?

—Dime dónde vamos, va —le suplica—. No me gustan las sorpresas.

—Esto es terapia de choque.

—Así que me va a doler.

—Más me dolerá a mí si me dices que no quieres arriesgarte.

Arriesgarse es la palabra.

De pronto salen del último recodo y el pueblo aparece en lo alto del repecho rocoso de la derecha, colgado igual que un pesebre en la montaña. Alrededor de la torre de la iglesia se arraciman las casas, apretadas unas con otras, como evidenciando la falta de espacio. Edurne sabe que es su destino porque Ibai reduce la velocidad y enfila el desvió de la carretera, que se convierte en una fuerte pendiente de un 15 por ciento hacia arriba.

Desembocan en una placita coqueta y hermosa, en la que el tiempo parece haberse detenido. Un bar, una tienda de comestibles, un puesto en el que hay de todo, desde periódicos y libros hasta objetos de mil diversa factura, la casa consistorial, la iglesia...

—Dejaremos el coche aquí —le informa su ex entrenador, candidato a volver a serlo—. Él vive aquí cerca.

Él.

Ya no pregunta. La espera toca a su fin. Bajan del automóvil ante la mirada curiosa de los escasos testigos de su llegada, casi todo ancianos jugando en las mesas exteriores del bar, y caminan apenas cincuenta metros. Ibai la sujeta del brazo, por si acaso, porque la calle está empedrada y es muy desigual. Justo al detenerse delante de una casa con una gran puerta de madera vieja y gastada, se lo dice.

—Se llama Iker Atoiz. No creo que hayas oído hablar de él. Es ciego, un gran deportista. Lo suyo eran los 5000 y los 10000 metros. Sólo pudo ir a unos Juegos y quedó tercero en 5000 y quinto en 10000. Bronce y diploma olímpico. Después su salud se complicó con otras cosas y tuvo que dejarlo. Pero, para él, fue lo mejor de su vida. Y lo habría sido igual aunque no hubiera subido al podio. En unas Olimpíadas hay visceralidad entre competidores. En los Paralímpicos, no. Son personas que tratan de superarse, nada más. Los dos que tuvo por delante en 5000 eran tan buenos como él, y los que dejó atrás lo mismo. ¿Qué más da? Todos querían ganar, sí, pero la solidaridad entre ellos era lo primero. Eso de «lo importante es participar» sólo se cumple rara vez. Y los Paralímpicos son su mayor exponente. Aunque si quieres ganar... también es lícito.

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