Los ojos del alma (12 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato

BOOK: Los ojos del alma
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Siempre el amor, esa extraña palabra.

Se aleja de la pareja y camina en dirección contraria, arropada por su silencio, embebida por sus pensamientos, que la llevan de un lado a otro, inquietos, atrapados en la jaula de su dispersión. Cree estar sola y tan aislada que ni se da cuenta de la presencia que surge a su espalda.

Alguien le coloca una mano en los ojos.

—¡Sssh...!

Y, con la otra mano, le cuelga del cuello una medalla.

Sabe que es Marcos antes de que él la libere y se dé la vuelta.

Cuando la imagen se concreta frente al túnel de sus ojos lo ve reír de oreja a oreja. Entonces se lleva una mano al pecho y dirige la medalla hasta la vertical de su mirada.

Es de oro.

—¡Tachán! —el nadador abre los brazos.

—¿Has... ganado?

—¿Cómo que si he ganado? —finge enfadarse—. ¡Te lo dije!, ¿no? ¡Voy a por siete oros y cuando los gane, anunciaremos lo nuestro!

Ya no se burla por sus payasadas. Su mano está tocando algo muy especial, concreto, de naturaleza celestial e infinita. Es una medalla de oro.

Tanto.

—Marcos...

—¡Venga, felicítame!

Lo hace. Se acerca a él y lo abraza. Le da un beso en la mejilla, fuerte y emocionado. Por detrás siente las manos artificiales del nadador rodeando su espalda. Es una de tantas sensaciones extrañas con las que se encuentra día a día. Marcos es uno de los seres más vivos que jamás haya conocido.

Se aprieta tanto a ella que la turba.

—¿Cómo ha sido la prueba? —se separa.

—¿Quieres que te aburra con detalles?

—¡Sí!

—Esta mañana me he reservado en las series, nada más. Esta tarde en cambio lo he dado todo. Ha sido un final apretado. He ganado a un ucraniano por nueve centésimas.

—Es... preciosa —sigue observándola Edurne de cerca, casi frente a sus ojos.

—Tú también te llevarás la tuya, tranquila.

—¿Por qué voy a llevármela?

—He visto tus marcas. Son buenas, y más después de haber estado tanto tiempo fuera de la competición. Tienes un problema ocular, no de piernas.

—¡Haz el favor de no curiosear en mi vida!

—¡No voy a casarme con la primera que aparezca, por guapa que sea! ¡Necesito estar seguro de que me dará hijos sanos y fuertes!

No puede con él. Y tampoco tiene ganas de discutir. Está impresionada con la medalla. Es más hermosa de lo que jamás hubiera imaginado. Y la tiene allí, en las manos, como si nada, como si una persona no hubiera tenido que sacrificarse al máximo y ser la mejor para conseguirla.

Por mucho que se trate de Marcos
El Fantasma
.

—¿La quieres guardar tú? —le propone.

Eso hace que se la dé inmediatamente.

—¡No digas gansadas!

—Me las devuelves la noche...

—¡Marcos!

Habla en serio, y él se da cuenta. Finalmente.

—Vale, vale —se la cuelga del cuello—. Pero cuando lleve las siete voy a terminar encorvado.

—¿Crees de verdad que puedes conseguirlas? —se asombra Edurne por primera vez.

Y Marcos se pone serio.

—Sí.

—¿Todas de oro?

—Sí.

—Pero eso sería...

—Un pequeño paso para la humanidad —rememora a su modo el día en que Neil Armstrong puso un pie en la Luna—.

Noticia de hoy, olvido de mañana. Mark Spitz era Mark Spitz.

Yo sólo soy Marcos Peña —se encoge de hombros—. ¿Y a mí qué? Mañana tengo la segunda prueba, los 400 estilos. A mí me da igual marcar récords o hacer historia. Lo que me importa es hacer realidad mis sueños. ¿De qué le sirve a uno ponerse metas pequeñas? ¡Sé realista: pide lo imposible!

—Ganar siete medallas, por muy paralímpico que seas, es un hito y lo sabes.

—Puede que la tuya sea más importante que las mías.

—No puedo hablar contigo —se rinde—. No escuchas.

—¡Eh, eh! —la detiene en su intento de escape—. Espera.

Quedan frente a frente. Marcos sigue la línea pura de sus facciones, y ella el sesgo masculinamente esbelto de las suyas. No se mueve una brizna de aire, así que la turbulencia es mayor.

Inquietante.

Para Edurne es una sorpresa.

Descubre mundos ocultos en sí misma.

Secretos desconocidos.

—Perdona —dice él.

—Quiero ganar una medalla —le confiese ella de pronto, con absoluta sinceridad—. ¿Te imaginas? Pero antes he de meterme en la final, y hacer la carrera de mi vida.

—Lo conseguirás.

—¿Por qué lo dices, porque vas a casarte conmigo?

—Tú y yo somos iguales.

—Tú vas a por siete, yo a por una, ¿y somos iguales?

—Sabes a qué me refiero.

Quizás pueda hablarlo con él. La entenderá. No sabe nada de su compañero, salvo que es un buen nadador, pero si es capaz de callarse unos minutos y escucharla...

Edurne inicia la marcha, bordeando la alambrada por su izquierda.

Marcos se coloca a su lado.

Dos atletas paralímpicos paseando bajo la noche.

¿O sólo un chico y una chica?

5

De pronto, el tiempo ha dejado de existir.

Recuerda las palabras de Ibai: «Que no te despiste».

Y las siguientes: «O tú a él».

Llevan casi veinte minutos hablando, caminando, sin que Marcos vuelva a sus excentricidades. Es agradable. Y bajo la fachada del cinismo perpetuo, la ironía y la broma constante, se esconde una persona muy intensa, emotiva, capaz de hacerla reflexionar. Su visión del mundo, de la vida, de su situación...

Edurne mira sus extremidades.

Pero no se atreve a preguntar.

Sólo trata de imaginarse cuándo y cómo...

—¿Cuántos años tienes?

—Veintiuno, pero cumplo veintidós dentro de un par de semanas.

Edurne no agrega nada. Lo hace él.

—La siguiente pregunta es saber cuántos años hace que perdí las manos.

—No quería...

—Tú tuviste un problema ocular, fuiste al oftalmólogo y se te diagnosticó. Mala suerte. La mía fue ir en un coche equivocado y sentarme, además, en el lugar equivocado. En mi caso, la diferencia reside en la inmediatez. Los accidentes de tráfico son así. En un visto y no visto... tu vida ha cambiado. La mayoría de los que van en silla de ruedas en estos Juegos han acabado en ellas por una estupidez al volante, suya o de otro.

—Tuvo que ser muy duro.

—¿Te imaginas? De repente estaba viendo unas manos y parte de unos brazos, a un metro de distancia, y resultaba que eran los míos. Yo era incapaz de sentir dolor. Fue tan brutal que quedé catatónico. Ni tan sólo perdí el conocimiento. Pero al tratar de coger aquellas extremidades y ver que se trataba de las mías...

Edurne se apoyó en la alambrada.

—¿Qué hiciste?

—Gritar —fue lacónico—. ¿Qué otra cosa si no? Gritar y sentir aquella estupefacción tan increíble. Yo sin manos. Como tú el día que te dijeron lo que tenías en los ojos.

—¿Fue hace mucho?

—Tenía quince años.

—Dios...

—A Esteban le habían dado el carné hacía una semana. Su padre le dejó el coche. Se iban a dar una vuelta él y su chica, Carlota, y si iba yo, también venía la hermana de Carlota, Irene.

Me apunté, porque me gustaba Irene y lo vi como una posibilidad. Subimos al coche. Carlota y Esteban se pusieron delante, y detrás, Irene y yo. Lo malo de Esteban era que, al ser novato, frenaba mucho y hacía movimientos bastante bruscos. Primero me puse a charlar con Irene, sin fijarme en nada más, y a los diez minutos ya estaba mareado. Me sentí fatal, un completo idiota, pero entre vomitar o pedir ir delante... pedí lo segundo. Nos cambiamos y a los cinco kilómetros...

—¿Qué les sucedió a ellos?

—Esteban no se hizo nada. Las dos chicas murieron a causa del impacto. Salieron despedidas hacia adelante. Yo... —levanta sus dos prótesis—. Si me hubiera quedado sentado atrás, habría muerto en lugar de Carlota, y ella estaría ahora manca pero viva.

—Eso no puedes saberlo.

—Lo sé —admite—. También cuenta el hecho de detener el coche para que nos cambiáramos. Esos segundos preciosos... Sin ellos quizás no hubiéramos tenido el accidente.

—La teoría del azar.

—Estuve un par de años fatal, hasta que el deporte me rescató. Antes ya nadaba bien, pero no hubiera imaginado jamás hacerlo en plan profesional. Un día en una piscina tuve un pique con un amigo, le reté y le gané. Muy chulo, yo. Él con sus dos extremidades y yo con las mías amputadas. Por allí estaba el que luego fue mi entrenador, que al ver la carrera...

—Así que llevas cuatro años compitiendo.

—Sí.

—¿Preparándote para estos Juegos?

—Cuando vi mis tiempos y que me defendía bien en el agua... sí, me dije que estaría aquí, peleando por mis siete medallas. Como Mark Spitz. Si quieres llegar a cien has de pelear para llegar a cien, y como mucho te quedarás en ochenta o noventa. Pero si sólo piensas en llegar a cincuenta, lo más probable es que te quedes en treinta, o en menos.

¿Y sabes algo? No vale la pena competir por tan poco. Una cosa es ser discapacitado, y otra idiota. Yo aspiro a lo máximo, como tú.

—¿Por qué dices eso?

—Lo veo en tu cara.

—No seas fantasma.

—Edurne, lo veo —se pone serio—. Tú estabas hecha una mierda y, en cuatro meses, has llegado hasta aquí. Es lo que me han dicho. Tuviste una depresión de caballo que casi te llevó a morirte de anorexia. Si lo superaste todo, ¿crees que te detendrás ahora o que tendrás suficiente con eso?

—No lo sé.

—Sí lo sabes.

—Pues entonces no quiero hacerme ilusiones. Todas mis rivales las tienen.

—Se compite por muchas cosas. Tú puede que lo hagas por la injusticia que te supone tu estado. Estabas muerta y has resucitado.

—Deberías escribir un libro.

—Lo haré.

¿Por qué ya nada le sorprende de él, apenas sin conocerle?

¿Y por qué, en el fondo, bromas aparte, se siente tan cómoda a su lado?

Son como dos gotas de agua en mitad del océano.

—¿Qué sientes con ella? —señala su medalla de oro.

—Que estoy en el cielo. Pero yo voy a por siete. Así que es un primer cielo. Algo así como los infiernos de Dante, pero al revés.

—¿Y si no ganas ninguna más?

—Eso no...

—¿Y si no lo consigues? —reitera ella.

—Perderé algo más que mis dos manos —se encoge de hombros Marcos—. Y entonces no te casarás conmigo.

—No voy a casarme contigo. Tengo novio.

Es la primera vez que emplea esa palabra.

—¿Ciego, manco, cojo...?

—¡No seas bestia! —se enfada aunque sonríe—. Antonio es... normal.

Sabe que ha empleado una palabra poco apta, pero ya es tarde.

Marcos no se la tiene en cuenta.

—¿Te quiere?

—Sí.

—¿Lo tenías antes de lo de tus ojos?

—Sí.

No sigue hablando y Edurne capta sus pensamientos. De hecho, son como los suyos.

—Y yo le quiero a él —expone ante el silencio de su compañero.

—Van a tener que ser ocho medallas —suspira Marcos.

Comprende que ella es la octava.

Una meta inaccesible.

Edurne se detiene y ya no trata de hacer bromas o seguirle la corriente. Es tarde. Más aún: lo es por la hora y en su corazón.

—He de volver —suspira—, o mañana llegaré la última en mi serie y tú el último en tu carrera.

—¿Ya compites mañana? —se asombra él.

—Sí, y salgo en la segunda serie clasificatoria.

—Muchas rivales para los 100, ¿verdad?

—Demasiadas —lo relativiza.

Sigue habiendo más de trescientos metros hasta los edificios de la Villa Olímpica.

Sigue siendo un paseo.

Los dos lo inician ahora en silencio.

6

El autobús que las lleva al estadio olímpico sufre los atascos de rigor. No se escapan de cosas así, por más que en las presentaciones previas a la designación de los Juegos cada país defienda, entre otras cosas, que las distancias entre la Villa Olímpica y las distintas sedes vayan a ser mínimas. Una caravana de coches arranca y acelera, formando un gusano que se alarga y acorta a cada tramo de la autopista.

Edurne intenta abstraerse.

A su lado viaja una chica china, no mucho mayor que ella.

Han intercambiado un saludo, pero nada más. No hay otra comunicación con idiomas tan dispares. La china ni siquiera chapurrea algo de inglés. No tiene brazos. No los tiene en absoluto, como si ya hubiera nacido sin ellos. Pero sus piernas sirven para todo, y más aún sus pies. Sentada en cuclillas, se ha peinado con ellos antes de arrancar, sin el menor problema, contorsionándose de una manera prodigiosa. Lo que ha visto en la Villa Olímpica hasta ahora supera con creces cualquier idea preconcebida que pudiera haberse traído desde España. La manera en que muchas personas discapacitadas superan sus trabas es un ejemplo de perseverancia. Su compañera lo contempla todo con entusiasmo y los ojos muy abiertos. Su cara, no muy atractiva, es de chiste. Tal vez nunca haya salido de su país. No sería de extrañar.

El mundo puede resultar muy grande para la inocencia.

Lo peor son los deportistas con discapacidades mentales.

Niños grandes, empeñados en integrarse en una sociedad que les da la espalda sistemáticamente, luchando contra sus limitaciones para sentirse parte de algo. Hablar con ellos es adentrarse en un pozo sin fondo, tan luminoso a veces como oscuro otras. Su ceguera parcial casi parece ser lo de menos ante los fenómenos con los que ya se ha encontrado.

El sonido de su móvil le arranca los pensamientos de cuajo.

Acerca la pantallita a los ojos sin ver el número. Tiene que extraer también la lupa para aumentar los dígitos. No quiere contestar sin ver antes quién la llama.

Es Antonio.

Vacila, sin saber qué hacer. Es su gran día. Tiene la primera carrera. No quiere ninguna alteración que la aparte de su concentración. Cierto que no le ha llamado. Cierto que quiere dejar pasar los Juegos. Cierto que él lo entenderá, aunque tenía que habérselo insistido antes de partir. Se muerde el labio inferior y decide no responder. Después de la carrera escuchará el mensaje, si lo hay, aunque un simple «te quiero» puede ser demoledor, hacer que sus piernas flaqueen.

La atleta china está pendiente de su móvil, y al ver que ella no responde pone cara de no entenderlo. Edurne se encoge de hombros mientras se lo guarda en la bolsa.

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