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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato

Los ojos del alma (15 page)

BOOK: Los ojos del alma
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—¿Cómo puedes tener miedo de mí? —capta su dolor.

—Eso ya pasó, cariño.

—Bien —se alegra él—. Pero que no lo sientas ahora no justifica que antes...

—Antonio —lo detiene—. Estoy en la final.

—Lo sé. Me lo han dicho tus padres.

—Te quiero.

Son sólo dos palabras, pero lo significan todo. Han salido de su garganta envueltas en un soplo cálido y él las recibe a cientos de kilómetros como un precioso regalo para sus sentidos.

Y más que ellas, lo que importa es la forma de pronunciarlas.

El sentimiento impreso en ellas.

—¿No dices nada? —pregunta Edurne ante el silencio de Antonio.

—Es que me has dejado... sin aliento.

—Eso es bueno —sonríe.

—¿Estás bien?

—¿He de estar mal para decirte que te quiero?

—No, pero pensaba que hablaríamos a tu regreso. Estaba tan muerto de miedo...

—No sería justo hacerlo entonces —reflexiona ella—. Si gano parecerá un premio añadido, un regalo. Y si pierdo sonaría a compensación. Es ahora, cuando mañana puedo conseguirlo, que he de afrontar la verdad y decírtelo: te amo.

—Y yo a ti.

—¿No te importa que me pueda quedar ciega?

—No, y no te quedarás ciega.

—No puedes saberlo.

—Lo sé. En Cuba se están haciendo cosas muy importantes en el campo de la retinosis pigmentaria. Estos días he leído algo acerca de un doctor llamado Orfilio Peláez.

—Yo también lo conozco de oídas. Mi médico me habló de él hace poco. No quise decirte nada porque... bueno, en este caso, las esperanzas son siempre ilusiones que nos hacemos, y luego el golpe es peor —suspira antes de seguir—. Intenta hallar un camino para que la luz al final del túnel visual no se cierre del todo, y ha encontrado ya un método múltiple que une la ozonoterapia, la electroestimulación y la magnetoterapia, aunque depende de cada paciente. Por lo visto, el ozono permite la oxigenación de las diferentes áreas debilitadas, lo mismo que la electroestimulación y la magnetoterapia. Ha conseguido mejorar a un 16 por ciento de pacientes y detener la progresión de la enfermedad en un 75 por ciento. El 9 por ciento restante nada, el daño ha seguido su curso. Pero es muy selectivo y riguroso.

No todo el mundo es admitido en su clínica.

Todo son esperanzas, pero en este momento no cuentan.

Su realidad, sí.

—Te necesito —escucha el susurro de Antonio a través de la línea telefónica.

—Hoy ha sido un día decisivo, ¿sabes? Y no lo digo sólo por las dos carreras que he hecho. Me he dado cuenta de algunas cosas.

—¿Como cuáles?

—Eso es secreto de sumario —y sonríe al pensar en el loco de Marcos.

Su generosidad, ajena a sí mismo.

A ella todavía le arden los labios a causa de su beso.

—Pareces otra.

—Soy otra.

—Escucha, cielo —Antonio se prolonga hasta su conciencia—. Pase lo que pase mañana, lo que has hecho es asombroso.

Quédate con ello. Olvídate de lo demás. En cuatro meses has superado todo y has llegado a tu gran final olímpica. Eso te hace única, ¿vale? Única y excepcional.

—Estoy tranquila.

—Yo no.

—Confía en mí.

—¿De verdad estás tranquila?

—Sí, porque por fin sé lo más importante.

—¿Y qué es?

—Que puedo ganar, y voy a darlo todo por hacerlo o estar en ese podio —responde pausada—. Pero si no lo consigo, no va a pasar nada, y volveré en cuatro años, eso te lo aseguro. Quiero seguir siendo yo misma, ciega o no —la nueva reflexión es más un monólogo que otra cosa—. En los Juegos Olímpicos cada atleta quiere ser la mejor. Aquí me he dado cuenta de que todas somos una más. Cuando gana una, ganamos todas. Y la que pierde también pierde por todas. No sé explicarlo mejor. Hay tanta vida en esas personas, tanta energía, tanta vitalidad, corazón, entrega, instinto de superación... Sí, voy a pelear hasta el último metro, pero estar aquí me ha hecho ver que las discapacidades no son a veces tan físicas como anímicas. Muchos seres humanos se creen completos y son mitades incompletas de lo que podrían ser o llegar a ser. Oh, Antonio... tendrías que estar aquí y ver lo que estoy viendo yo. Nadie puede ser tan egoísta como para pensar de otra forma después de todo esto.

—Me haré entrenador, para poder viajar contigo.

Los acompaña el primer silencio desde que han empezado a hablar. Es el de paz compartida. Un nexo superior a cualquier otro y, desde luego, más emotivo que el volcán de las palabras atropelladas.

Edurne se siente agotada.

—Se hace tarde, he de colgar y tratar de descansar —le confiesa a Antonio.

—¿Podrás dormir?

—Debo hacerlo. Eso y una buena salida...

—Te quiero, Edurne.

—Y yo a ti.

—Gracias por esta llamada.

—Mañana, al cruzar la línea de meta, lo haga en el puesto que lo haga, pensaré en ti y sonreiré por ti, ¿vale?

—Vale.

Se dan un beso a través de la distancia.

El suspiro final les releva de su condición de amantes lejanos.

12

En la cama, en la oscuridad, su mente se ilumina con tres imágenes.

La primera, Marcos.

La segunda, la pista por la que al día siguiente volará rumbo a su destino.

La tercera, Antonio.

Pasado, presente y futuro.

Necesitaba un Marcos para despertar del todo, darse cuenta de muchas cosas, apartar el poso de amargura provocado por su enfermedad. Necesita la carrera para consumar su sueño, demostrarse que la vida sigue.Y necesita a Antonio para no caminar sola.

No se trata de ninguna cadena.

El amor no es una cadena.

Pero ha tenido que rozar una nueva dimensión de su ser, forzarse, probarse a sí misma, para darse cuenta de ello.

Ahora está relajada, por fin.

Cierra los ojos y las tres imágenes se confunden, hasta que Marcos desaparece y Antonio se aparta para dejarla correr. Al final queda la pista, y se ve a sí misma en los tacos de salida, dispuesta a salir como una flecha en cuanto suene el disparo.

Lo espera.

Pero se duerme antes de que suceda nada más.

Sólo le quedan 100 metros. Una pequeña gran distancia.

Y es tanto.

Y es tan poco.

CUARTA PARTE

LA CARRERA

1

Sólo le quedan 100 metros. Una pequeña gran distancia.

Y es tanto.

Y es tan poco.

La cita final.

Edurne realiza sus ejercicios en torno a los tacos de salida de las ocho calles. Ha vuelto a tocarle la siete por culpa de su tiempo, la misma de la semifinal y la misma de aquella desgraciada caída. En una le fue mal y en otra logró su propósito.

Ahora toca desempatar. Sus rivales también ultiman su preparación física, mental, psicológica. En la calle 1 está la sueca Martha Larsson; en la 2, la estadounidense de origen puertorriqueño Wynona Díaz; en la 3, la japonesa Nisao Tokomori; en la 4, la estadounidense Thereza Rebell; en la 5, la italiana Damiana Bertolotti; en la 6, la alemana Uta Kleber; en la 7, ella; y en la 8, la jamaicana Dorothy Spencer.

Las ocho mujeres más veloces... del T12 en los Juegos Paralímpicos.

Y ella es la más pequeña, la más niña.

El juez da la primera orden. Fin del calentamiento. Deben ir ya a sus puestos. Una a una los ocupan. No hay ninguna otra prueba en el estadio, así que los ojos de los espectadores están pendientes de ellas. El silencio es espectral. Se romperá en cuanto suene el disparo de salida. Thereza Rebell es la favorita, seguida de Damiana Bertolotti. Las otras dos
outsiders
son Uta Kleber y Nisao Tokomori. Ella no cuenta en las quinielas. Todo parece indicar que el podio estará entre esas cuatro, con opciones para la sorpresa a cargo de Wynona Díaz.

Edurne sonríe.

—No voy a llegar la última —aprieta las mandíbulas.

Tres medallas en juego. Tres diplomas olímpicos a continuación.

—¡Preparadas! —escucha la voz en inglés de la juez de salida.

Elevan sus cuerpos.

Espera.

Tensa.

No puede permitirse una salida nula. Sería el fin.

El tiempo de espera se hace eterno. Demasiado. La crispación es total. Casi está a punto de salir.

Y suena el disparo.

2

Su salida es buena, por lo menos como la de las demás. Las ocho corredoras salen catapultadas hacia adelante. Músculos liberados, piernas lanzadas, ánimos dispuestos. Edurne lo da todo desde el primer metro, sin mirar a los lados. De momento no le importa quien esté delante. Lo que le interesa es llegar a mitad de carrera con posibilidades. A partir de ahí intentar beneficiarse de su explosivo final. Para todo el mundo son ocho gacelas corriendo al límite. Para ellas mismas, en cambio, la carrera parece moverse a cámara lenta. El griterío del estadio es contagioso, pero lo escuchan como en sordina. El zumbido en las sienes, el golpeteo del corazón en el pecho, los golpes de las zapatillas en el tartán, la respiración equilibrada con cada movimiento y con cada impulso dado con los brazos y el cuerpo.

Diez metros.

La jamaicana Spencer, en la calle 8, parece haber quedado atrás.

Quizás no sea tan malo correr en la 7. Desde ella, con sólo girar un poco la cabeza, puede ver a las demás, en abanico. Sus formas oscuras al final del túnel de su vista.

Quince metros.

Se resiste a hacerlo. Corre y corre. Sólo eso. La calle se alarga, la pista se hace infinita, sin que pueda verse la meta. Calcula que deben de estar todavía en un puño. De los veinte a los cuarenta metros es cuando se estiran un poco, salvo que una favorita tome la cabeza y se vaya.

Veinte metros.

Desde el cielo, el sol sale por detrás de una nube y las golpea de lleno en el rostro, cegándolas.

3

Se arriesga por primera vez a los treinta metros. Es sólo un pequeño gesto con la cabeza. Pese al sol, ve a Thereza Rebell delante. No es una gacela, es un guepardo, y corre con el estilo de los guepardos. Una diosa de ébano volando por el tartán. El resto, incluida ella, sigue en un cerrado bloque sin fisuras.

Calcula que debe de estar quinta o sexta, a media zancada de cualquiera de ellas. Un tiempo infinitesimal.

¿Y si no puede fiarlo todo en su explosividad de los últimos metros?

¿Y si necesita atacar?

Psicológicamente ver a muchas rivales por delante, afecta.

Lo sabe bien.

Treinta y cinco metros.

Acelera un poco más, se siente volar, libre.

Como el viento.

El sol desaparece de nuevo cubierto por la misma nube que lo ha dejado pasar apenas medio segundo. Están ya en los cuarenta metros y por segunda vez mueve un poco el rostro.

La americana va por delante. La italiana y cree que la portorriqueña, detrás.

Es cuarta.

4

No quiere quedarse a las puertas del podio. No quiere ser cuarta. Es una de las posiciones más duras de cualquier prueba.

Rozar una medalla es duro.

Y corre como jamás ha corrido.

Como si realmente volara.

Más y más libre.

Cincuenta metros. Media carrera. A partir de aquí tiene que darlo todo y más. Una medalla no se regala. Se gana. Una medalla es pellizcar un pedazo de cielo con las manos. Quiere estar en ese podio. Quiere...

No, lo que quiere es ganar.

Sesenta metros.

El punto decisivo.

Ahora sí oye a la gente gritar.

Quizás por ella.

5

Es medalla de bronce a los setenta metros.

Thereza Rebell, Wynona Díaz y ella. La italiana se ha descolgado inesperadamente. Está a una zancada, quizá dos. En una prueba de velocidad como los 100 metros es mucho, sobre todo si has ido delante y te han superado las que progresan desde atrás.

Se olvida de Bertolotti y de Kleber. Pueden recuperarse, sí, rebasarla, sí, pero de quien tiene que cuidarse es de las que van delante.

Medalla de bronce.

¿Y por qué no la plata?

Están tan cerca. Las dos.

Al llegar casi a los ochenta metros ya no corre sola. La empujan su padre, su madre, June, Naroa, Antonio, Nahia, Ibai...

incluso su médico, y Marcos, y tanta gente que...

Edurne pasa los ochenta metros codo con codo con Wynona Díaz, a la par, pugnando las dos por la plata.

Pero yendo a por la líder de la prueba.

Apenas unas centésimas...

6

Un centímetro. Dos. Tres.

Sabe que ha superado a la americana de origen portorriqueño.

Thereza Rebell le saca un metro.

Un mundo.

La distancia de la Tierra a la Luna.

Por primera vez la americana vuelve la cabeza y la mira a través de sus ojos tan enfermos como los suyos. No ven los detalles de sus rostros, pero los intuyen. Es un pulso entre dos luchadoras, entre dos mujeres que quieren ganar. Están sufriendo. Están llegando al límite, al momento en que hay que darlo todo, reventar si es necesario. Son los quince, los diez metros decisivos.

Plata. Plata. Plata.

Segunda. Segunda. Segunda.

Pero lo que quiere es escuchar el himno, subir a lo más alto, tocar ese oro con las manos y llevárselo a casa.

Wynona Díaz se recupera, se pone a su altura.

Y las dos a un suspiro de Thereza Rebell.

Diez metros.

Bronce. Plata. Oro.

Ya no puede controlar a las otras dos. Sólo a sí misma.

Y explota.

Sus cinco últimas zancadas son más largas. Sus cinco últimos latidos son más poderosos y capaces de enviar su sangre hasta lo más recóndito de su cuerpo. Sus cinco últimas centésimas son un prodigio.

Ni siquiera está segura de si es tercera, segunda... o primera, en el momento de cruzar la meta.

Es una carrera de 100 metros.

Todo es posible.

Pero grita como si hubiera ganado, porque es el fin real de su pesadilla y el comienzo de su nueva vida.

7

Su grito se escucha por todo el estadio. Es un alarido de rabia.

Supera a los de los enfervorizados espectadores. Corre un poco más antes de detenerse y mirar atrás.Ve a Wynona Díaz dirigiéndose a ella con una sonrisa y los brazos abiertos. Ve a Thereza Rebell detenida en medio del tartán y arrodillada con las manos en la cara. Ve al resto de las corredoras acusando el esfuerzo.

Y entonces Edurne Román sabe que es la campeona.

La más rápida en su categoría.

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