Salgo de nuevo a la calle. Tomo la dirección de la izquierda y, al atravesarla, veo de espaldas una estatua en el inicio de una escalinata. Me acerco a ella y descubro que es la de Andric. En tamaño natural, de pie, fundida en bronce, está oreada por un gélido viento. «Y las generaciones se sucedían junto al puente. Pero el puente se sacudía, como si fuesen una mota de polvo, todas las huellas que habían dejado en él los caprichos o las necesidades de los hombres, y continuaba idéntico e inalterable.» Estatua y puente, ahora unidos en la distancia, quedan frente a la eternidad, que jamás se detiene.
La visión de Río de Janeiro desde el Corcovado, a espaldas del imponente Cristo Redentor, nos muestra cómo, a pesar de que se haya violentado agresivamente la naturaleza, ella misma aún puede seguir manifestando su belleza. Debió tener tanta esta bahía (Zweig acertadamente la comparó con la de Nápoles) que es imposible no imaginársela a través de los fragmentos conservados. Lagunas, islas, canales de río y de mar, salados y dulces, playas inmensas de arena blanca, altos promontorios como el Pao de Açúcar o la Pedra Bonita. Todo lo dejo atrás camino de Petrópolis. La carretera, estrecha y curvilínea, atravesando la Serra do Mar transcurre en medio de una naturaleza exuberante. El trazado de la misma debe ser igual al que tantas veces recorrió Stefan Zweig. Bajaba de la ciudad imperial a la antigua capital brasileña para retornar a aquel lugar que tanto le recordaba a Salzburgo. Petrópolis se fundó en el año 1830, cuando Pedro I compró un gran terreno para establecer allí su residencia de verano.
Hasta entonces sólo existían grandes haciendas en manos de terratenientes y un camino para el transporte de oro que unía Río con Minas Gerais y con el interior de Brasil. Juan VI había partido al Brasil en el año 1808 con motivo de las guerras napoleónicas y no regresaría a Lisboa hasta 1821. El príncipe regente, Pedro I, se declara entonces independiente de Portugal y se proclama emperador del Brasil. En 1831 marcha a Portugal tras abdicar en su hijo de cinco años, quien, a la mayoría de edad, cumplidos los quince años, sería coronado como Pedro II Emperador de Brasil. Reinó durante cincuenta años. Durante este largo período de tiempo se produjeron grandes avances en la administración del Estado. Su hija Isabel, en el año 1888, declaró el fin de la esclavitud. La presencia monárquica brasileña se acabaría en el año 1889, al declararse la República y tener que irse del país el emperador. La gran Biblioteca Nacional se formó con los fondos que se llevó Juan VI de la Biblioteca Real en el año 1808, cuando partió al Brasil. La sede de dicha institución se inauguró en el año 191o. En la actualidad tiene más de cuatro millones de volúmenes.
Alrededor del palacio de Verano, cuyos planos se debieron al ingeniero alemán Federico Koeler, se levantó una nueva ciudad. Se construyó el palacio y una catedral, además de mejorarse las vías de comunicación terrestre. En el año 1843 un decreto imperial creaba la ciudad de Petrópolis. Fue colonizada fundamentalmente por alemanes, italianos, franceses, suizos y portugueses. De ahí ese aire tan europeo. Ahora el antiguo Palacio Imperial, cercado de jardines y palmeras, se ha convertido en el Museo Imperial. También pueden admirarse la casa de la Princesa Isabel, el Palacio de Cristal, una construcción de hierro y cristal, así como la catedral neogótica, a la francesa, decorada con vitrales, donde se encuentra el mausoleo de la familia imperial. El que fuera Palacio Río Negro, la sede veraniega del barón del Río Negro, fue utilizada como la residencia oficial para el estío de los presidentes de la República. La casa museo de Santos Dumont, uno de los precursores de la aviación, sobre el que Zweig estuvo a punto de escribir una biografía, está colgada de la ladera de una colina.
Petrópolis siempre fue una ciudad culta, aristocrática y de subyugante belleza. A ella llegaron para morir el veintitrés de febrero del año 1942 Stefan Zweig y su segunda mujer, Lotte. Nadie diría que en este ambiente tan agradable y cautivador, con una temperatura deliciosa, alguien pudiera ser infeliz; pero Zweig no encontró aquí el desasosiego, sino que lo trajo desde muy lejos y desde lo más profundo de su corazón.
La rua Gonçalves Dias es una calle en cuesta que parte de Duas Pontes. Al escritor austríaco le gustaban las casas en lo alto y ésta también lo estaba. Cuando él la habitó no tenía el elevado muro exterior que ahora tiene, ni la gran verja de la entrada. La separación entre la propiedad y la calle estaba marcada por un pequeño muro jalonado por maderas que dejaban ver la casa a lo alto y todo el espacio de escaleras para su ascensión. La entrada se llevaba a cabo por una estrecha puerta de madera protegida por un pequeño tejado volado. Llamo al timbre de la entrada y baja a abrirme la actual dueña. Se llama Estelita Campedelli. Es una mujer de unos cincuenta años, menuda, algo temerosa pero amable. Le explico el motivo de la visita. Ella asiente resignada con la cabeza y me deja la puerta franca. Los últimos dueños le ganaron espacio a la naturaleza y ahora se puede ascender por una ancha rampa. No muy lejos de la entrada, incluso desde la misma calle, se ve perfectamente una piedra sobre la que está colgada una placa de bronce con la siguiente inscripción en portugués y alemán:
«Nesta casa faleceu o escritor austríaco Stefan Zweig / 28 novembro de 1881 - 23 fevreiro de 1942 / Homenagem de seus amigos austríacos»
. Si en la antigua foto se ve una naturaleza muy frondosa rodeandola casa, en no menos espesura se muestra ahora. Antes no destacaba una gran palmera que ahora se alza desde lo más alto y le da una impronta distinta a la que debió tener. La cuesta llega a una primera terraza. Un paredón cubierto por una gran enredadera sostiene otra. Bajo los pilares de la casa ahora hay un garaje.
A partir de aquí, apoyándose en un pasamanos de hierro, se sube por las mismas estrechas escaleras —que aparecen en la foto antigua— hasta llegar a una galería. Cuando la habitaron Stefan y Lotte no estaba cerrada por ventanas correderas de cristal como lo está ahora. La pequeña campana permanece junto a la puerta. Se encuentra tan oxidada que, seguramente, está allí incluso desde antes de los ilustres huéspedes. La galería tiene una vista inmejorable sobre el río Piabanha y la montaña. Ellos debieron ver una naturaleza más bravía y originaria de la que yo ahora contemplo, salpicada por construcciones. En el interior de la galería se encuentra una muchacha pintando flores sobre grandes papeles. No desentonan con los colores que plantas y árboles aportan por doquier. Entro en la casa. Sufrió muchas transformaciones. La actual dueña comenta que, donde existe ahora un gran salón con una chimenea, había alguna habitación más. De la época de los Zweig el único mueble que se conserva es una lámpara colgando del techo con una gran cadena. Es de hierro forjado y tiene un diseño clásico. Al lado izquierdo hay una habitación. Le pregunto si es el dormitorio donde se suicidaron. Estelita me dice que sí. Entro y es un espacio no demasiado grande. La habitación no da directamente a la galería como el gran salón, sino que se tiene que recorrer este ámbito para alcanzarla. La tenue luz entra a través de un gran ventanal retranqueado sobre la galería. En aquel lugar estaban las dos camas individuales de los esposos, las mesillas de noche, las sillas y una pileta.
Fueron los sirvientes quienes encontraron la puerta abierta. Entraron y los vieron tendidos a cada uno de ellos en sus camas, que habían sido juntadas. Zweig estaba perfectamente vestido, con camisa de mangas cortas y corbata. Tenía el rostro sereno y las manos sobre su pecho. Lotte, que se suicidó después, tenía el rostro apoyado sobre el hombro de su marido y las manos cogidas a las del esposo. Lotte, como Henrieta Vogel hizo con Kleist, se mató con su amado para liberarlo de la soledad del último segundo. No se les hizo autopsia, pues Stefan, como buen austríaco, dejó todo muy bien preparado. Escribió cartas de despedida a familiares y amigos, y él mismo las llevó al correo. Dejó copias de
Una partida de ajedrez
para los editores de Estados Unidos, de Suecia y de Argentina; así como escribió en portugués recados para que avisasen a Koogan, el librero y a la vez su editor brasileño, y a Malamud, el abogado. En uno de los viajes a Río para ver a Koogan, visitó al jurista para dejarle una copia del testamento, firmado en el año 1941 en Nueva York. Koogan disponía también de una copia. En esas mismas notas estaban sus teléfonos y direcciones. A Koogan le legó algunos autógrafos de su colección de manuscritos tan valiosa, el cuadro de Blake, así como una carta de despedida. Incluso dejó por escrito la forma y lugar donde quería ser enterrado. Zweig llegó a escribir trece cartas y Lotte tan solo una. El novelista incluso dejó notas sobre los libros que había en la casa para que fueran regalados o devueltos a sus prestamistas. Una de las misivas más emotivas fue la que le hizo llegar a Friderike, su primera esposa, con quien siempre mantuvo una gran relación y una permanente correspondencia. Le deseaba a ella y a sus dos hijas (lo eran de un anterior matrimonio de ella) lo mejor, esperando que alcanzaran a ver un mundo distinto después de la guerra. La carta se la mandó a la ciudad de Nueva York. Friderike se quedó con los derechos y un manuscrito de Mozart. Como colofón, Stefan añadía que en Brasil tuvo buenos libros y buena naturaleza.
Los últimos días de esta pareja de exiliados fueron muy normales. Stefan se mueve por Petrópolis llevando las cartas al correo. Visita como acostumbraba a diario la barbería y se despide del sastre judío y de Fortunat Strowski en su hotel. En casa de su amigo, también exiliado, Leopold Stern, durante una de las últimas comidas, elogió a Lotte y lamentó no tener hijos de ella. Quizás el último encuentro fue con el periodista berlinés Ernst Ferder y su mujer. Le devuelve los cuatro volúmenes de Montaigne, juega al ajedrez con él (era tan amante de este deporte como mal jugador) y los anfitriones se dan cuenta de lo terriblemente ensimismado que está el escritor.
La idea del suicidio siempre le rondó por la cabeza. Zweig, años antes, se lo había propuesto a Friderike. Ésta fue una de las razones que influyó en el deterioro de la relación. Zweig estaba rodeado de amigos suicidas, muchos de ellos judíos: Erwin Rieger o Erich Richter, que se había escapado a París y Túnez tras producirse la anexión de Austria por Alemania; Joseph Roth, que apuró los últimos tragos de alcohol en París. Así evitó lo que se le hubiera venido encima, y cuya muerte Zweig siempre consideró un suicidio premeditado. También Egon Friedell o Friedmann, y Ernst Weiss, este último colaborador de Freud y amigo de Kafka, Brod y Werfel también eligieron ese camino final tras la anexión germano-austríaca. Otto Pick, un magnífico traductor, se quitó la vida en Londres, mientras que en Estados Unidos lo había hecho el dramaturgo expresionista de ideología comunista Ernst Toller. A Stefan Zweig le gustaba citar esta frase de su admirado maestro Montaigne: «Cuanto más voluntaria la muerte, más bella. La vida depende de la voluntad de otros; la muerte, de la nuestra». Pero su suicidio podría ser calificado, y así él lo comentó de otros, como «un morir de guerra». Las guerras no sólo traen consigo la muerte a los combatientes en los frentes de batalla. Otros muchos seres inocentes también la padecen, sufren y mueren en la retaguardia. Y quizá, en este sentido, la muerte de Stefan y Lotte fue también un producto de la guerra. Encerrados en sí mismos, sin aquella afluencia de cartas a la que él estaba acostumbrado, sin muchos amigos, sin personas con las que intercambiar ideas, sin los libros de su extraordinaria biblioteca, sin el público lector de su lengua, sin control sobre su obra, sin los conciertos y grabaciones para escuchar su música favorita, sin un periódico donde escribir habitualmente, sin poder concentrarse para ahondar en su obra, sin documentación para avanzar en otras biografías como la de Balzac, hablando y pensando en la lengua de los perseguidores y asesinos de millones de judíos europeos, a quienes trató de salvar convenciendo a las autoridades portuguesas para que los trasladaran a alguna región de sus posesiones africanas, o a las autoridades brasileñas para que les buscaran acomodo en este país del futuro. Perseguido por el avance de la tuberculosis de su mujer y sus primeros signos de vejez, Zweig optó por el camino final. En Petrópolis trató de reconstruir Salzburgo y la casa del Monte de los Capuchinos en donde había vivido con su primera mujer desde el año 1919 al 1935. Pero a pesar de que Petrópolis guardaba una gran similitud con la ciudad austriaca, la casa donde estoy, en nada se parece a la de Salzburgo. Allí Zweig vivió en medio de un museo. Aquí él era la única pieza que quedaba del mismo.
¿Cómo debieron ser las últimas horas de los esposos? No hay indicios de que hubiera la más mínima discusión entre ellos. Lotte dependía en todo de su marido, aunque no hay que restarle en absoluto méritos a su arrojo, valentía y amor conyugal. Además, tenía pocas opciones. Acompañarlo, como así hizo, o sobrevivirlo, asumiendo todas las culpas. Ella misma se enfrentaba al calvario que le producía la progresión de la enfermedad pulmonar.
Pero el documento más significativo para confirmar que la muerte de ambos fue por propia mano es la nota de despedida encontrada junto al cadáver del escritor: «Antes de abandonar esta vida por mi propia y libre voluntad, quiero cumplir un último deber: quiero dar las gracias más sinceras y emocionadas al país de Brasil por haber sido para mí y mi trabajo un lugar de descanso tan amable y hospitalario. Cada día transcurrido en este país he aprendido a amarlo más y en ningún otro lugar podría con más gusto tener la esperanza de reconstruir mi vida de nuevo, ahora que el mundo de mi lengua madre ha perecido por mí y Europa, mi hogar espiritual, se destruye a sí misma. Pero comenzar de nuevo requeriría un esfuerzo inmenso ahora que he alcanzado los sesenta años. Mis fuerzas están agotadas por los largos años de peregrinación sin patria. Así, juzgo mejor poner fin, a tiempo y sin humillación, a una vida en la que el trabajo espiritual e intelectual ha sido fuente de gozo y la libertad personal mi posesión más preciada. ¡Saludo a mis amigos! Quizá ellos vivan para ver el amanecer tras la larga noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo». La declaración está escrita en alemán, apenas tiene un par de tachaduras y asume él sólo la responsabilidad sobre su propia muerte. En ningún momento se refiere a Lotte, como si le dejara a ella su propia decisión final.