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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (45 page)

BOOK: Lugares donde se calma el dolor
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En el siglo XIII, cuando la urbe romana llevaba dormida varias centurias entre la vegetación, los benimerines la convirtieron en una necrópolis real. Abu Yaqub Yusuf, el primer califa benimerín, eligió este lugar para levantar una mezquita cuyas ruinas descarnadas contemplo ahora. Destechada, los arcos de herradura lucen al sol libres de peso. La tumba de su esposa, Oum el-Izz (1284), aún la podemos contemplar. «Un gran amor cruza hasta la orilla de la muerte», escribe Propercio en una de sus elegías. Yusuf murió dos años después en Algeciras y sus restos fueron trasladados aquí, como los de sus sucesores Abu Yaqub y Abu Thabit. Detrás del
mihrab
está el
koubba
(santuario) de Yusuf. También yace el sultán Abu Said y su hijo Abu el-Hassan, el último de la dinastía, conocido como el Sultán Negro. Frente a él y junto a la muralla se encuentra el mausoleo de su esposa Chams el-Doha, Luz del alba. Fue una cristiana convertida al islamismo. A comienzos del siglo XVI, León el Africano contó hasta treinta tumbas benimerines. Dentro de la necrópolis había una
zaouia
, una escuela islámica que disponía también de una hostería para peregrinos. De ella se conserva la majestuosa torre o alminar, rematado por una especie de alargada chimenea sobre la que han anidado las cigüeñas. En realidad, estas aves son la única manifestación viva de la creación. Y quizá debido a su existencia aún podamos interpretar positivamente este verso del IV epigrama de Marcial: «No hay dioses y el cielo está vacío». Pequeños morabitos (santuarios) se desparraman y hay una fuente donde se criaron anguilas sagradas. Si este espacio fuera abierto, su perspectiva sería distinta. Las murallas ocres, apoyadas sobre las más antiguas romanas, encierran este mundo en sí mismo y lo sacan fuera del tiempo. La puerta Bab-Zaer establece una poterna entre el pasado y el presente. Muchos de quienes la traspasan temporalmente desconocen que vivimos de los muertos, o vivimos con ellos. Éste es el botín del mundo. Sala-Chellag se me asemeja al valle de Josafat y el Bou Regreg al río Jordán. Pero el valle de Josafat está fuera de las murallas de Jerusalén y es como un gran foso. Pero el río Jordán, al menos donde yo me bañé, a los pies de los Altos del Golán, era más estrecho y menos caudaloso. Y Jerusalén ni siquiera tiene río.

Esta visión me retira al silencio. San Bruno fue el fundador de la Orden del Silencio. Cuando algo no se puede expresar es mejor callar. Los pensamientos provienen del silencio. Y no podemos pensar si no tenemos ante nosotros una imagen como ésta, donde las sombras de los muertos se mezclan con la apariencia de los dioses. «Que la memoria de lo que somos no sea absorbida por la tierra», dice Fulgencio. La memoria en la Antigüedad se representaba como una casa cuyas estancias se recorrían para dar con los objetos allí dispuestos artificialmente. Por eso, en medio de estos vestigios, me encuentro como entre las páginas de un libro. Cicerón afirmaba que los lugares son tablillas o papiros. La mayor parte están escritos por otras vidas que dejan poca opción a las nuestras. Tulia, la hija de Cicerón, murió muy joven al dar a luz. El dolor del senador fue tan terrible que ni siquiera las condolencias enviadas por las más altas autoridades romanas, entre ellas la de Julio César, desde España, pudieron calmarlo. Servio Sulpicio, un patricio romano, le hizo llegar una misiva donde le hablaba de las ruinas de las ciudades antiguas por donde pasó. Célebres y ricas, las había contemplado sepultadas bajo su propio polvo: «Ay, me dije, ¿cómo osamos lamentarnos por la muerte de uno de los nuestros, teniendo una vida tan breve y rodeados como estamos de cadáveres de ciudades?».
«Spatio brevi spem longam reseces»
(«no pongas grandes esperanzas en la corta vida»), dice Horacio. Sala-Chellag. Piso las losas del decumanus maximo. Ahora no llevan a ninguna parte y, sin embargo, a mí me han traído hasta aquí. Me descalzo, aunque ya nadie me lo pida, y piso las piedras de la antigua mezquita. Me siento al borde de una placa escrita en caracteres árabes que antes los acogió latinos. «Una bella tumba, en medio de un cementerio, / sobre la cual las flores habían formado un tapiz. / Pregunté de quién era aquella sepultura. / Me contestaron: “Ruega por él con respeto, / es la tumba de un enamorado”». Ojalá que todas las tumbas fueran como la que describe Mouley Zidan. Van y vienen parsimoniosamente las cigüeñas como si fueran los pensamientos que regresan de ser pensamientos. Lucrecio describe la
suavitas
, la dulzura, como el instante de muerte en que uno participa aunque no muera. La contemplación de la muerte cura a los hombres, decían los epicúreos. Sentado, contemplo tanto naufragio porque suave es contemplar desde la orilla el naufragio de otros.

El Drina, un puente (antigua Yugoslavia)

«La habitación de un hotel parece a la vez charlar amenamente y callar cuando conviene. Quien está de viaje se nos antoja más hermoso, más bello, más fuerte, más rico, más listo, más amable y familiar que alguien que conocemos muy bien desde hace tiempo. La extrañeza conduce a la familiaridad; la intimidad, a la distancia.» Mientras leo estas líneas escritas por Robert Walser, me encuentro en una habitación del Hotel Moskva, en la calle Balkanska, número i, en la ciudad de Belgrado, capital de la antigua Yugoslavia y, hasta el día de hoy, todavía capital de Serbia-Montenegro. El hotel fue construido por la Compañía Aseguradora Russia, en el año 1906, y diseñado por el arquitecto Jovan Ilkic. Es un bellísimo edificio cuyo estilo se asemeja a los de la secesión vienesa. Parece un castillo neogótico con picudas agujas, profusamente decorado con motivos florales realizados en cerámica amarilla, sobre todo, y verde, incrustados en la fachada de granito sueco. Exteriormente permanece tal cual, excepto su planta baja, que debió sufrir serias remodelaciones, pues no guarda el mismo criterio estético, sino otro más funcional y feísta. Interiormente, la época comunista marcó su impronta en las vidrieras del pasillo principal, en los mosaicos decorativos de los amplios descansos de los pisos, así como en el mobiliario. Hay muchas referencias a los trabajos de la clase obrera y campesina. Mi habitación es un dúplex y está situada en la tercera planta. Desde el pequeño salón se sube por una escalera de madera hasta el dormitorio. Un gran ventanal da a un parque. Más allá contemplo la curva que va dando el río Sava para encontrarse, casi inmediatamente, con el gran Danubio. El río Drina, el mismo al que se refiere Ivo Andric, es el afluente más importante del Sava. Está formado por el río Piva y el Tara, dos pequeños cursos de agua nacidos en los montes Durmitor y en el macizo de los Komovi. Todas las mañanas de mi estancia en Belgrado me despierto viendo, entre la espesa niebla, cómo corren estas frías aguas. Vienen desde Visegrado, la ciudad bosnia que tuvo una gran importancia durante la Edad Media por constituir un nudo de comunicación entre el mundo cristiano (serbio) y el islámico (bosnio). Allí estaba y aún lo está «ese enorme puente de piedra, construcción preciosa y de una belleza tal que ciudades mucho más ricas y comerciales no poseen nada semejante», escribe Andric en
Un puente sobre el Drina
.

Desde el amplio mirador sobre ambos ríos, el Sava y el Danubio, que es la antigua fortaleza de Kalemegdan, se divisa también el encuentro. Paseando por el antiguo recinto militar, reconvertido hoy en un parque, me voy encontrando con vestigios celtas, romanos, bizantinos, eslavos, turcos y austrohúngaros. Todos juntos conforman la esencia no sólo de Belgrado, sino la de toda la antigua Yugoslavia. La Torre Nebojsa, al pie mismo de ambos ríos, sigue dando fe de su buen maridaje. Me sorprendo al encontrarme con un templete que alberga la tumba de un visir. Me asomo por entre los barrotes de la ventana y descubro el estrecho y corto ataúd, cubierto por un gran paño verde con inscripciones del Corán. Está rodeado de utensilios para la ceremonia religiosa y de conservación del mismo. La tumba no se encuentra abandonada, sino en perfecto estado de conservación y cuidado. ¿Cómo pudo sobrevivir a los devenires históricos de tan complejo país? Asusta ver el museo de tanques y cañones albergados en uno de los largos y anchos fosos de la fortaleza. Sin embargo, la apariencia de Belgrado es la de una tranquila y pequeña ciudad de provincias. No tiene grandes y destacables monumentos, a parte de algunas iglesias (como la de San Miguel Arcángel, de mediados del siglo XIX, con el campanario barroco), palacios neoclásicos y edificios
art déco
. Los bombardeos a los que fue sometida la ciudad de Milosevic, dejaron grandes heridas aún abiertas en el casco urbano central. Parte de los edificios de la televisión están al aire y sin fachadas, sirviendo de palomar. Los antiguos inmuebles que albergaban el ministerio de Asuntos Interiores, de Serbia, del ejército, del gobierno de Serbia, del desaparecido comité central del partido comunista, la clínica de la maternidad o la embajada de China, a pesar del tiempo transcurrido, permanecen en ruinas. La precisión de los bombardeos fue casi perfecta, pues apenas el entorno más inmediato sufrió trastorno alguno. En una librería de la peatonalizada calle principal compro la única guía que hay de Serbia y Montenegro, firmada por un tal Lazar Trifunovic. Al pagarla me regalan un plano del país. Más tarde, cuando lo extiendo sobre mi cama del hotel, compruebo que, efectivamente, es un plano de Serbia. La novedad es que están marcados con puntos rojos todos aquellos lugares donde estallaron las bombas lanzadas por los aviones de la OTAN. El mapa está sembrado con las marcas que provocaron varios cientos de muertos civiles.

La tumba de Tito está dispuesta en medio de un invernadero. Para llegar hasta ella hay que ascender por entre los jardines y edificios de lo que fue su complejo gubernamental y residencial. Por el camino, entre la naturaleza, esculturas y estatuas de dudoso gusto, entre ellas, una del propio Tito con uniforme de soldado. El panteón invernadero es un edificio bastante discreto. Una gran cristalera hace de tejado y deja pasar la luz solar. La tumba en sí misma no es más que un catafalco de mármol blanco. Lleva inscrito su nombre, Josif Broz Tito, así como la fecha de nacimiento y muerte (1892-198o). Hace tal grado de humedad que poco han de quedar ya de los escuálidos restos del dictador, quien, además, llegó a la tumba en los huesos, tras una larga y compleja enfermedad. De vivo, Tito solía utilizar muchas veces este espacio como lugar de trabajo. Así, a ambos lados de este amplio rectángulo, se conserva su despacho y los de su séquito. El del que fuera el jefe de Estado yugoslavo, está presidido por una gran mesa de madera apoyada sobre cinceladas patas con pezuñas de león. La escribanía es una bonita pieza artesanal decorada con figuras populares. Hay un busto de Tito, así como otro cuadro del político leyendo un libro que no alcanzo a saber cuál es. Una biblioteca de madera magníficamente decorada con motivos florales alberga, entre otros muchos libros, los cinco tomos de la
Spanija
dedicada a la guerra civil española, donde participaron varios cientos de compatriotas suyos luchando a favor de la República. También hay una enciclopedia militar, un grueso tomo dedicado a Churchil y otros varios volúmenes sobre la segunda guerra mundial. El resto de los libros llevan títulos incomprensibles para mí por estar escritos en serbio. También están en esas baldas las numerosas entregas de sus obras completas. Me cruzo con una excursión de jóvenes croatas. Escuchan con interés y respeto las explicaciones del guía. Muchos acababan de nacer cuando Tito falleció. En sus preguntas hay algo de nostalgia por el antiguo Estado ahora dividido. Al menos en Serbia (Tito era croata) la gente aún le tiene aprecio. Su régimen fue, de entre los del Telón de Acero, el más liberal, el más abierto, el menos dogmático. La situación económica era aceptable y había un respeto entre las diferentes confesiones religiosas, que, curiosamente, convivían dentro de un Estado laico o ateo. Alguien me comenta que el mariscal fue un buen administrador y hasta dosificó, cuando era necesaria, la «violencia de Estado».

Alrededor del invernadero se alzan otros discretos edificios de una sola planta camuflados entre la frondosa vegetación. Fueron oficinas hasta que Tito los convirtió en Museo de los Regalos. Todos los ricos presentes ofrecidos por los mandatarios del mundo, vinieron a parar aquí. Trajes regionales de los lugares más insólitos y remotos; instrumentos musicales, antiguos y contemporáneos; espadas, flechas, lanzas, ballestas de diferentes épocas y batallas; muebles de todos los estilos; trajes militares de todos los siglos y países; piezas portátiles y pesadas de artillería; monturas de caballo con los más caros y barrocos adornos; cerámicas; pipas; escribanías de oro y plata; muñecas, marionetas de la India e Indonesia, trajes rituales de magos y hechiceros bolivianos, así como un sinfín de otros miles de objetos componen un riquísimo patrimonio que se exhibe en varios pabellones como el que acabo de ver. El guarda, desde el exterior, me los señala pero, agradecido, desisto de la visita, pues realmente ha sido una contemplación agotadora.

Pregunto si existe la casa donde vivió Ivo Andric y me dice el mismo guarda que el novelista residió los últimos años de su vida en un piso céntrico, ahora convertido en un pequeño museo. No está habitualmente abierto al público y para visitarlo hay que pedir cita previa en el Museo de la Ciudad, encargado de su conservación. Andric, ya maduro, se casó en el año 1958 con la jefa de vestuarios de época en el Teatro Nacional, llamada Milica Babic. Fue entonces cuando acompañados por la suegra del escritor, Zorka, se fueron a vivir al primer piso de Proleterskih Brigada, ahora Andricev Venae, número 8, algo así como «La aureola» o «La gloria» de Andric. Ahí vivió y trabajó hasta su muerte, acontecida en el año 1975, es decir, diecisiete años. Ahí recibió, en el año 1961, la noticia de la concesión del Premio Nobel de Literatura. El edificio da a un gran parque conocido como de los Pioneros. Antes se le denominaba Parque Real por encontrarse allí los dos palacios reales juntos. Ahora uno es el Ayuntamiento de Belgrado, mientras el otro se encuentra ocupado por la Presidencia de Serbia. Al otro lado del jardín se vislumbra el Parlamento, con las esculturas de los jinetes y, muy cerca, el edificio neoclásico de Correos, el Banco Nacional y la antigua Casa de los Sindicatos, de estilo neorromano, semicircular y neocoliseo.

La casa de Andric hace esquina. Es un bloque de cemento gris con aire racionalista. Debió levantarse en los años treinta o cuarenta del siglo XX. Subo por las escaleras, cuyo estado es de cierto abandono, como también se encuentra el portal, y llego al rellano del primer piso. Es ancho y da paso a varias puertas. No está ni muy bien iluminado ni señalizado. Toco al azar el timbre de una de esas puertas y, afortunadamente, aparece un hombre que me franquea la entrada. Es un piso como el de cualquier persona de clase media en Europa. En el antiguo Telón de Acero, en los países socialistas, como la antigua Yugoslavia, este piso se consideraría de una lujosa categoría. El piso desprende dignidad, modestia y silencio. Las habitaciones de la suegra y del matrimonio, con ventanales a la calle y contiguas, las hicieron desaparecer. Unidas ahora, es en este espacio donde se instaló el pequeño museo, fundado en el año 1976, poco después de su desaparición. Es una especie de museo de cámara por lo íntimo. En este recinto se conserva mucho del legado del único premio Nobel serbio. El recibidor, la sala de estar y el despacho permanecen tal cual las dejaron sus habitantes. En la sala de estar hay una radio Philips, buenos muebles de madera tallada como en el resto del piso, cómodas, tresillos y butacas. Cuelgan de las paredes grabados y mapas antiguos de la ciudad de Belgrado y de Serbia. En el despacho está gran parte de la biblioteca, guardada en buenas estanterías de madera. Este legado abarca unos cinco mil títulos. Por las paredes hay otros cuadros y pinturas. Unos son de Pedja MilosaVljevic Vljevic y otros de Zuko Dzumhur, caricaturista bosnio y escritor viajero, musulmán. El escritorio parece de caoba, una obra maestra de la ebanistería. Sobre una mesa está un viejo televisor. Sobre el suelo de madera se extienden alfombras de cuidado diseño y colores alegres. La sala de exposiciones muestra en vitrinas y armarios acristalados: primeras ediciones de sus libros, traducciones a muchos idiomas, documentos, fotografías, manuscritos, medallas, pasaportes diplomáticos, prensa, postales de viajes de las que abundan las enviadas desde Grecia y libros dedicados por otros autores. El diploma en el que se especifica la concesión del Premio Nobel y el documento del Banco de Suecia con el montante del premio en metálico. Vaska Djukic, vecina del escritor, que sigue viviendo en el edificio, prestó bastantes libros que le firmó Andric, costumbre no muy usual por aquellos tiempos. La Academia Serbia de las Artes y las Ciencias, de la cual fue miembro, conserva la mayor parte de los libros, manuscritos y documentos. El piso no debe tener más de ciento veinte metros útiles. Soleados los que dan a la plaza y sombríos los del patio interior. El busto en bronce de Andric, obra de Sreten Stojanovic, decora parte del espacio de exposiciones. La obra más antigua se encuentra detrás de este busto. Se trata del
Códice Justiniano
, de 1611. Éste no es el único museo dedicado al novelista. En Travnik (Bosnia) hay otro. Está en su casa natal. Al Nobel no le gustó mucho esta idea. Introvertido y poco afecto a los homenajes, consideró este honor en vida como la construcción de un mausoleo. «De verdad, siempre me he preguntado para qué necesitan esa casa natal mía en Travnik. No es ni el castillo bretón de Chateaubriand, ni la gran mansión de Victor Hugo en París, ni la Yasnaia Poliana de León Tolstoi.»

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