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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (44 page)

BOOK: Lugares donde se calma el dolor
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Marina Tsvietáieva escribió sin parar toda su vida, sin preocuparse por editar u obtener réditos críticos hacia su obra. Por más que ella hubiera querido otra cosa, las circunstancias la condujeron hacia el silencio vital e intelectual. En los inicios de su carrera obtuvo de inmediato un reconocimiento literario y el ser considerada por sus contemporáneos como una de los suyos. En 1910 publicó su primer poemario, Álbum
vespertino
y en el 1912 el segundo, titulado
Linterna mágica
. Cartas, obras ensayísticas, relatos, continuaron su labor, siempre salpicada de una copiosa correspondencia de la que siempre ella se quedaba con copia. Muchos de sus versos corrían manuscritos, como los de la Ajmátova o Mandelstam. En 1922, fecha en que abandonó Moscú y Rusia, inició su larga correspondencia con Pasternak. Publica en su ciudad natal
Verstas
y el poema «El zar-doncella»; en Berlín salen a la
luz Poesía para Blok y La separación
. A partir de aquí la bibliografía de Marina se hunde en un largo Guadiana. Esta circunstancia no sólo la alejó de sus compañeros, de sus lectores, sino también de la crítica. París no la ayudó nada o ella no se dejó ayudar pues, quizá, ese aislamiento era lo único que le daba fuerzas para seguir escribiendo y, a través de la escritura, evadirse del castigo de seguir viviendo. A pesar de la falta de ese espejo crítico sobre su obra más inmediata, Marina escribió jugosas e importantes páginas sobre la función del crítico y su labor, recogidas en nuestro país en el libro
El poeta y el tiempo
, preparado por Selma Ancira. Para nuestra poeta el crítico de poesía no debe ser un mal poeta, aunque recuerda algunas excepciones, como la lírica mediocre del colosal crítico Sainte-Beuve. Un crítico debía tener un conocimiento total y no parcial de la obra de un autor y sólo así podía juzgarlo, «pues la creación artística es sucesión y gradación». Marina no creía en la inspiración. La poesía era un oficio, una dedicación, un estado de ánimo permanente. El secreto de la escritura poética estaba en la técnica. El talento era secundario. Pero la técnica como finalidad era algo malo. Únicamente tenía la capacidad de juzgar sobre la calidad de una obra poética, sobre la esencia, sobre todo lo que no es la apariencia de una cosa, quien vivía y trabajaba en ese campo, «la actitud es suya, la valoración no le pertenece. En el arte sucede lo mismo. Puede gustar o no, comprenderse o no, puede ser bonita para ustedes o no. Pero si es buena o mala como poesía eso sólo puede decirlo el experto, el amante y el maestro». El desconocimiento completo de la obra del poeta por parte del crítico, de la misma manera que el desconocimiento de su entorno intelectual, le llevaba a decir a Marina que éste —el crítico— cometía un abuso de poder, «no se trata de más alto o más bajo, se trata únicamente de tu ignorancia en mi campo, como de la mía en el tuyo». Por lo tanto para criticar la obra de un poeta había que conocerlo en su totalidad y, a partir de aquí, dejarse llevar por la pasión producto de la afinidad con él mismo o no. Los poetas para Marina eran individuos con muchas personalidades (una idea muy moderna y muy contemporánea, cuyo mayor ejemplo fue la obra de Fernando Pessoa), además de tener el don del alma y de la palabra. No existían para ella poetas que no escribieran, ni poetas que no sintieran. «Sientes pero no escribes, no eres poeta (¿dónde está la palabra?); escribes pero no sientes, no eres poeta (¿dónde está el alma?). ¿Dónde la esencia? ¿Dónde la forma? Identidad. Indivisibilidad de la esencia y la forma, eso es el poeta. Yo prefiero a quien no escribe pero siente, que a quien no siente pero escribe. El primero —quizá mañana— será poeta. O santo. O héroe. El segundo (el versificador), no es nadie. Y su número es legión.» El poeta para Marina era un intermediario entre la naturaleza y el mundo, un intermediario entre la sabiduría intemporal y los mortales. Esas fuerzas irracionales muchas veces venían en su auxilio prestándole el léxico y las palabras de las que, a veces, carecían. Para Marina, para el poeta, el enemigo más pernicioso y maligno era la realidad; ella habla concretamente de lo «visible». Y a este enemigo sólo se le podía vencer a través del conocimiento: «Esclavizar lo visible para servir a lo invisible, ésa es la vida del poeta. Transformar lo visible en invisible». Pero para llevar a cabo esta transubstanciación era necesario conocer la realidad, lo visible, pues el poeta tiene la obligación de conocer todo con la máxima exactitud, necesita lo visible para la creación de símbolos y nombrar lo invisible. No estoy tan de acuerdo con la diferencia que establece entre el poeta y el filósofo. Marina dice que el filósofo pregunta y el poeta responde, yo creo que es al revés. El filósofo pregunta pero adelanta respuestas a veces imprecisas, a veces oraculares; mientras que el poeta es un pedigüeño de preguntas sin respuestas, pues la respuesta en poesía conduce a la retórica, un género que le es absolutamente antagónico. La autora de Carta a la amazona se refiere a la poesía como una ciencia, cuyo conocimiento —ella habla de «verificación»— está destinado a unos pocos, como las partituras musicales sentidas por todos en su interpretación pero ilegibles en cuanto a la lectura. La clasificación que hace de los críticos y de los lectores es muy curiosa y acertada. A los primeros los clasifica en: atestiguadores, temporizadores, profetas y prontuarios. El atestiguador sólo da la carta de naturaleza de la existencia de la obra. El temporizador va más allá, dando el certificado de autenticidad. El profeta avanza el futuro de la misma, mientras que el prontuario analiza la obra desde el punto de vista de la forma, que omite el qué y mira sólo el cómo. A los lectores los clasificaba como cultos, el que sabe; ignorantes, el que no sabe; y lectores de oídas, el que cree que sabe. El crítico-plebe (palabra muy utilizada por Pushkin) es el mismo que el lector-plebe, «pero no le basta no leer, ¡escribe!». Para Marina, y esto es algo evidente aunque no todas las veces se cumpla, un crítico debía ser un buen lector capaz de descifrar, interpretar, extraer el misterio de lo que permanece detrás de las líneas, más allá de los confines de la palabra cómplice. No se escribe para agradar sino para comprender el mundo. No se escribe para alegrar sino para pensar. La definición que hace Marina Tsvietáieva del crítico es magistral: «Sibila sobre una cuna». Predice lo que será una obra en su nacimiento.

Bibliografía: Indicios terrestres. Traducción de Selma Ancira (Versal). El diablo. Traducción de Selma Ancira (Anagrama). El poeta y el tiempo. Traducción de Selma Ancira (Anagrama). Cartas del verano de 1926. Traducción de Selma Ancira (Siglo XXI) (Grijalbo). Un espíritu prisionero. Traducción de L. Kúdrova (Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores). Traducción de Selma Ancira. Nina Berberova. El subrayado es mío. Circe editorial, Carta a la amazona. E. Burgos, J-J. Cixous, Severo Sarduy (Hiperión). El canto y la ceniza. Monika Zgustova y Olvido García Valdés (Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores.

Chellag (Rabat)

En mi habitación del Hotel La Tour Hassan de Rabat, hay sobre una mesa una gran bandeja repleta de frutas exóticas. Sus onduladas formas, sus colores chillones y la frescura de sus pieles son la única manifestación voluptuosa de esta amplia celda. En una habitación de hotel sólo se puede amar, dormir o leer en silencio, acompañado del hilo musical o de las imágenes carnívoras de la televisión. A falta de lo primero, sin ganas para lo segundo, leer en silencio es siempre mi mejor compañía. Postumiano describe a san Jerónimo trabajando en su celda anacorética, siempre concentrado en su libro, absorto en su lectura, sin cansarse jamás, ajeno al mundo. Si la
voluptas
incita al tedio y provoca el
somnus
, la lectura invita al otro mundo. Leer es participar del
áphatos
, es decir, de lo invisible. Leer es seguir con los ojos la presencia invisible, y con los oídos la voz o las voces que regresan del más allá del silencio del propio autor. Aquel cuya historia leemos está más cerca de uno mismo que uno mismo. Septimio pronunció una frase tremenda: «El que escribe sodomiza, el que lee es sodomizado». Plinio el Viejo era un gran lector. Se levantaba de madrugada, leía mientras comía, mientras paseaba, mientras se bañaba, e incluso siguió leyendo mientras su cuatrirreme se acercaba a las cenizas del Vesubio. Plinio el Joven siguió el ejemplo de su tío. Leía en cualquier lugar e incluso, si alguna vez se le ocurría salir a cazar, jamás partía sin las tablillas de boj. En una carta que le envió a Tácito le escribe lo siguiente: «… cacé tres magníficos jabalíes en un bosque de la antigua Etruria. Yo estaba sentado detrás de las redes. Junto a mí tenía mi venablo y mi dardo, mi estilo y mis tablillas. Meditaba y tomaba notas. Pensaba: tal vez regrese con las manos vacías, pero volveré con la cera llena…». También en la soledad de las habitaciones de los hoteles, al mirarnos en los espejos brillantes y pulidos de la estancia, recuperamos a nuestro guardián narcisista, a nuestro doble: el ángel custodio o el
phántasma
. Al final, el
daimon
, la voz interior nos ayuda a repasar nuestra vida llena de secretos. Y tantos son que entramos en el éxtasis y nos dormimos en su rezo. Y en este sueño vuelvo a pasar por la puerta estrecha de tantas otras habitaciones que ahora se me hacen inmensas. Regreso, en cualquier lugar donde esté, regreso al oír unas voces que dicen:
«Quid quaeritis viventem cum mortuis?»
(«¿por qué entre los muertos buscas al que está vivo?»). ¿Muerto o vivo? En las habitaciones de los hoteles se queda uno suspendido en el coma del tiempo. Sobresaltado, cojo de nuevo el libro que estaba leyendo por donde el azar lo abre: «Así he podido conocer la vida pública y la privada. Cuatro veces he atravesado los mares; he seguido al sol en Oriente, he tocado las ruinas de Menfis, de Cartago, de España y de Atenas; he rezado en la tumba de san Pedro y adorado en el Gólgota. Pobre y rico, poderoso y débil, feliz y miserable, hombre de acción, hombre de pensamiento, he ejercitado mi mano en el siglo, mi inteligencia en el desierto; la vida real se ha mostrado para mí envuelta de ilusiones, como la tierra aparece en medio de unas nubes a los marineros». Son palabras de Chateaubriand en sus
Memorias de ultratumba
.

Al día siguiente me pongo a caminar por Ribat el Fath, «El Campamento de la Victoria», en Rabat. El califa Yaqub el Mansur levantó esta ciudad en recuerdo de su victoria sobre Alfonso VIII de Castilla en la batalla de Alarcos, a finales del siglo XII. La urbe quedó a medio hacer debido a la derrota de los almohades en las Navas de Tolosa, en el año 1212. Varios siglos después los moriscos expulsados de España colaboraron de manera decisiva en la construcción de nuevas murallas, palacios, casas y jardines. Así surgió durante el siglo XVII la República de Bou Regreg, el nombre del río que desemboca en el Atlántico. La piratería fue una de las actividades más lucrativas. Las escaleras de la Torre de los Piratas conducen directamente al mar. También durante el siglo XVII y XVIII los moriscos restauraron el recinto amurallado del siglo XII levantado alrededor de la kasba udaya (una de las tribus árabes). Paseo protegido por estas altas torres de color ocre, atravieso la puerta Bab Oudaia y la mezquita de El-Atika del mismo siglo XII, el período almohade. La kasba está-en lo alto de un acantilado, de la misma manera que, desde otro, desciende hacia el mar un gran cementerio. En la medina, entre las murallas almohades y las de los andaluces, están a la venta alfombras, objetos de cobre y cerámica, muebles tallados en madera de cedro, nogal, ébano, alerce o limonero. En la plaza del mercado se vendían los esclavos cristianos. La medina está repleta de construcciones moriscas. En poco se distingue de otros barrios de Granada, Córdoba o Sevilla. En la Rue des Consuls, donde se radicaron las representaciones diplomáticas, recubierta y techada la calle por una gran cristalera sostenida con columnas de hierro, todavía trabajan, en los talleres que dan a los patios interiores de las casas, cientos de magníficos artesanos. Los observo, laboriosos, en medio de un olor intenso arrojado por las materias primas con las que trabajan. A pesar de que el curtidor ha limpiado primero la piel —de cabra o de oveja— y luego la ha teñido, aún pervive ese perfume embriagador o repugnante. Los tejedores componen las ilustraciones de las alfombras según su propio estilo. Son unos grandes geómetras sin geometría. Toda la artesanía suele estar cargada de colores chillones. Destaca el rojo más intenso que haya visto nunca. Sin embargo, los azules y blancos de las cerámicas de Mequinez le devuelven la tranquilidad a los ojos. La ciudad europea,
déco
, da paso a la vista de La Torre Hassan. En lo alto de una colina sobre el río Bou Regreg se encuentra este alminar inacabado de la mezquita Hassan erigida por el mismo almohade Yaqub el Mansur (siglo XII). Pretendía rivalizar con la de Córdoba, pero quedó sin concluir. Luego fue destruida por el terremoto que asoló Lisboa, a mediados del siglo XVIII. Las hileras de columnas desmochadas abarcan el gran espacio abierto entre La Torre y el Mausoleo de Mohamed V. Son una extraordinaria instalación escultórica. Cuando el sol está en lo alto, el laberinto de sombras compite con la blancura marmórea. Desde estos pequeños trampolines podrían lanzarse cientos de nadadores como el de Paestum. Esta tumba está fechada unos ocho siglos antes de que el Vesubio arrojara sus piedra pómez y la lava. El nadador es la tapa de la sepultura. El fondo es blanco, el trazo es negro. Es otra sombra proyectada. Es lo que los griegos llamaban una
skiagraphía
(una sombra escrita). Lanzarse desde la luz a la sombra. Esquilo, en
Las suplicantes
, le hace decir a Pelasgo: «Sí, necesito un pensamiento profundo. Si, necesito que baje al abismo como un nadador, una mirada que mire».

Alejado de estos lugares más conocidos y frecuentados descubro un paraje que me llena de emoción. Rodeadas por las murallas de una pequeña ciudadela se encuentran las ruinas de la ciudad romana de Sala y junto a ellas la necrópolis de Chellag. La colonia Sala fue levantada por los romanos a comienzos de la era cristiana, siendo el siglo IV d. C. el de mayor esplendor. Antes de la llegada de los árabes ya había sido abandonada. Por aquí pasaba el
decumanos maximos
, la vía principal que conducía hasta el puerto. En este recinto se entra a través de la puerta Bab-Zaer. Es una puerta almohade con arco de herradura y dos torres. En las paredes tiene inscrito el nombre de Abu el-Hassan y la fecha de 1339. En la parte izquierda del arco de entrada, donde antes debió haber una garita para los soldados, hay un café donde también se venden recuerdos. Desde la primera terraza se disfruta ya de la abundante vegetación del valle enmarcado por las murallas que van a dar a los lagos y pantanos que forma el río Bou Regreg. Las ruinas romanas son más perceptibles del lado izquierdo, mientras que en el derecho surgen las musulmanas. Hay que bajar hacia ellas. A mi izquierda, el foro y las baldosas del empedrado vial romano. Pilares de monumentos, entre ellos, un gran arco de entrada a la ciudad. Templos y casas. Los cimientos a flor de tierra son una prueba de la solidez de las obras arquitectónicas de la Antigüedad.

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