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Authors: João Magueijo

Tags: #divulgación científica

Más rápido que la velocidad de la luz (29 page)

BOOK: Más rápido que la velocidad de la luz
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Andy y yo nos dimos cuenta casi de inmediato que la simplicidad lleva a la respuesta correcta. La elección implica especificar un sistema de unidades, el cual, desde luego, es arbitrario. En la práctica, sin embargo, hay siempre un sistema de unidades que simplifica las cosas. Por ejemplo, medir la edad de un ser humano en segundos o en años es una mera cuestión de elección, pero si yo dijera que tengo 1.072.224.579 segundos de edad, todos pensarían que soy algo extravagante. Análogamente, la simplicidad indica cuál es el sistema de unidades que uno debe elegir, elección que determina, a su vez, qué constantes dimensionales han de
suponerse
variables.

En la VSL, alfa varía; por consiguiente, la manera más sencilla de describir el fenómeno consiste en elegir las unidades de modo que c varíe (y, posiblemente, también e o h). Para aclarar la cuestión, John Barrow y yo llevamos a cabo un interesante ejercicio en el cual cambiamos las unidades de nuestra teoría de modo que c resultara constante. Obtuvimos un prolijo entrevero matemático que nos convenció de nuestro razonamiento. En otras palabras, la variabilidad de c, como bien había señalado el editor de
prd, era producto
de una elección o convención, pero se trataba de la convención más conveniente en el contexto de una teoría que contradecía la relatividad, como era el caso.

Con nuestra teoría, la relatividad quedaba hecha jirones, los principios de simetría de Lorentz ya no regían y las leyes ya no eran invariantes con el tiempo, además de una verdadera hueste de otras novedades que formaban parte de lo que se podía inferir de ella. Si dejábamos de lado uno de los pilares de la invariancia de Lorentz —la constancia de la velocidad de la luz—, lo más sensato era utilizar unidades que pusieran en evidencia ese hecho y, lógicamente, al hacerlo se obtenía una versión más transparente de la teoría
[46]
.

Lo curioso del caso es que esa polémica con el editor de
prd
me recordó una gran frustración que tuve cuando estudiaba sólo física y matemáticas tratando de comprender aquel libro de Einstein,
El significado de la relatividad.
Recuerdo que me exasperaba comprobar que la mayor parte de los libros de física utilizan continuamente los resultados que pretenden demostrar. Tomemos como ejemplo el principio de inercia, según el cual las partículas se mueven con velocidad constante si no actúa sobre ellas ninguna fuerza. Ahora bien, ¿qué es una velocidad constante? Para medirla, es necesario un reloj. ¿Y cómo se construye ese reloj? Ahí comienza el problema: los libros eluden la cuestión o recurren descaradamente a aquello que pretenden probar (como la ley de inercia) para construir un reloj. Toda la argumentación parece totalmente circular.

En mis años juveniles, me harté tanto que decidí poner las cosas en su sitio y escribir yo mismo un libro de física. Resultó una empresa imposible porque, cualquiera fuera la formulación de la mecánica que eligiese para que nada resultara circular, siempre había errores en mis intentos. La ley de la inercia y otras proposiciones similares terminaban siempre en tautologías, y me veía obligado a comenzar de nuevo.

Detengámonos un poco aquí. La velocidad constante que menciona la ley de la inercia y la velocidad constante de la luz que postula la relatividad tienen algo en común: son, al fin y al cabo, velocidades. Y finalmente, cuando terminó nuestro debate con la revista, entendí por qué había fracasado en mis intentos juveniles de exponer la física sin fisuras.

La mayoría de las proposiciones de la física, como la ley de la inercia, la uniformidad del tiempo o la velocidad variable de la luz
son
, en algún sentido, circulares y sólo definen un sistema de unidades. La ley de la inercia sólo dice que hay un reloj y una vara de medición según los cuales la ley de la inercia es verdadera. No obliga a utilizarlos y no afirma nada que pueda jamás comprobarse experimentalmente sin circularidad. La ley de la inercia nos dice que si usamos ese reloj y esa vara, la vida será mucho más fácil para nosotros. Usándolos, se pueden expresar las leyes de Newton de manera sencilla, y también se pueden cosechar algunas proposiciones que no son circulares y que tienen poder de predicción.

No se puede evitar que algunos aspectos de la física sean tautológicos o sean, en definitiva, meras definiciones, pero esas tautologías nunca son gratuitas y la teoría en su conjunto siempre arroja un mínimo de proposiciones que tienen sentido concreto. Es de esperar que las definiciones elegidas aclaren el contenido real de la teoría.

Por consiguiente, agregamos una nueva sección al artículo para explicar todo este punto de vista y el editor retiró su objeción. No fue la única ocasión en que nos apuntamos un tanto, pero en este caso pudimos argumentar recurriendo a nuestra propia teoría. Seguimos así durante otros seis meses, hasta que el volumen del manuscrito original se duplicó. En total, hubo más de siete rondas de informes de la revista y respuestas de los autores.

Mirando las cosas retrospectivamente, debo admitir que el artículo mejoró enormemente a consecuencia de ese penoso proceso. A fines del verano de 1998, sin prisa y sin pausa, todo parecía converger.

Pese a todos los avances, había aún momentos de furia. Durante una visita al Imperial College del evaluador de
prd
, entablamos con él una cortés discusión científica que rápidamente se transformó en trifulca. Intentamos salvar la situación acompañando al pobre hombre a la estación de subterráneo en un día de sol espléndido, pero la conversación decayó y casi no intercambiamos palabras porque él estaba de muy mal humor.

Otra vez, el evaluador tardó varios meses en darnos respuesta y entonces yo propuse enviar simultáneamente el artículo a otra revista (procedimiento que no está permitido) con el argumento de que teníamos derecho a hacerlo puesto que nos trataban mal. Sin embargo, Andy no quiso saber nada y me dijo que lo fundamental en estos pleitos era mantener la cabeza fría y no mandar todo al demonio.

Voy a reproducir sus sabias palabras: "Todo este encono genera un círculo vicioso. Cualquiera de los que están del otro lado ha sufrido probablemente en más de una ocasión un trato que provoca resentimiento. Lo que mantiene a la gente dentro del ambiente es la capacidad de reaccionar de manera constructiva ante situaciones de este tipo". A menudo, Andy había hecho el papel de "socio malo" en nuestras batallas con la revista, pero sabía cuándo detenerse, y yo no. Se lo agradezco enormemente.

En el último tramo de la guerra por la publicación, en pleno verano, Andy recuperó todo su entusiasmo por la teoría y aportó incluso algunos cálculos para ese artículo en perpetuo crecimiento. Tal vez esa actitud fuera producto de la adrenalina generada por la lucha. Como quiera que fuese, volvieron los días felices con todo su esplendor, el artículo siguió creciendo y nuestras ideas fueron madurando. En aras de la honestidad y la información exacta, me sentí obligado antes a describir la temporada sombría de nuestra relación, pero debo decir que Andy y yo seguimos siendo amigos durante muchos años. Quizá esas relaciones de amor-odio sean el crisol indispensable para las ideas realmente novedosas.

No obstante, durante ese último período en el que Andy y yo volvimos a congeniar, nos aguardaba aún un gran contratiempo: ese verano Andy se fue de Gran Bretaña para trabajar en una universidad de los Estados Unidos. Ahora que lo pienso, creo que sufrió distintas presiones hasta que por fin le hicieron una oferta que no pudo rechazar. Era una pérdida importante para la cosmología británica, pero lo que realmente me enfureció es que a Andy le encantaba el Imperial College. Aun así, tuvo que irse.

Gran Bretaña tiene una capacidad innata para perder talentos. Se suele decir que las instituciones académicas británicas no pueden competir económicamente con las de los Estados Unidos, pero creo que es una excusa barata. De hecho, la "fuga de cerebros" británicos es provocada por el propio país, producto de una cultura que aprecia mucho más a contadores, abogados, consultores, políticos e imbéciles de las finanzas que a los maestros, los médicos, las enfermeras, etc. En la actualidad, en Gran Bretaña no es de buen gusto hacer algo útil.

Quizá debería explicarme con más claridad. El Imperial College —y Andy lo sabía muy bien— tal vez sea el ámbito más propicio para las ciencias en todo el mundo. Los estudiantes tienen allí una preparación excepcional-mente amplia; son inteligentes, aplicados y es un placer trabajar con ellos. Puede ser que en un puñado de instituciones tengan un nivel académico algo mejor, pero en ellas su único horizonte es la academia. En cambio, las miras de los estudiantes del Imperial College son mucho más vastas, y más interesantes.

Además, trabajan allí investigadores muy destacados, ya sea como parte del personal permanente o itinerante. Si vamos a hablar de investigación, el Imperial College es una suerte de extraordinario crisol, en parte porque sus tendencias son muy eclécticas: hay en la institución una voluntad interdisciplinaria que permite investigar en conjunto temas que en otras partes se consideran incompatibles (como la teoría de cuerdas por un lado y otros enfoques de la gravedad cuántica, o la teoría inflacionaria y la teoría de las cuerdas cósmicas).

¿Qué más podía pretender Andy? Pues bien, mucho. En el Imperial College las malas direcciones son endémicas; parecería que los que ocupan altos cargos administrativos son los últimos en darse cuenta de que alguien se destaca. Peor aún, cuando por fin reconocen los méritos, parece que concedieran un favor, y siempre hay de por medio muchas reverencias y humillación. No es extraño pues que los investigadores se sientan mal y busquen trabajo en otra parte, por ejemplo en los Estados Unidos, ni que les hagan ofertas tentadoras. Entonces, súbitamente, las luminarias del Imperial College se dan cuenta de que no pueden igualar esas ofertas y empiezan a quejarse de las tendencias imperialistas de los Estados Unidos cuando, en realidad, nadie habría buscado trabajo en otra parte si hubiera estado conforme con el trato que recibía allí. Los que dirigen la institución siempre están un paso atrás con respecto a los investigadores, y me atrevería a decir que les hace falta más materia gris que dinero.

Seré brutal: los funcionarios del Imperial College actúan como rufianes de la ciencia en un escenario en el cual los científicos se ven obligados a hacer el papel de meretrices. Estas palabras tan gráficas no son mías sino de uno de los que se fue, y resumen el estado de ánimo de muchos otros. Unos años antes de que se fuera Andy, la institución había perdido a Neil Turok, y en este mismo instante en que escribo están cometiendo el mismo error con otra persona, esta vez un especialista en teoría de cuerdas de primer nivel. En mi opinión, los que quieren atribuirse todos los méritos científicos de una institución de primera línea tienen una actitud de mierda
[47]
.

No obstante, no quiero ser excesivamente duro con ellos. Son funcionarios políticos del ámbito científico y, como tales, siguen el edificante ejemplo del resto de los funcionarios y políticos de este venerable reino. En lugar de recompensar como se debe a la infantería (léase, los que concretamente hacen algo), esa gente sólo se mira el ombligo: se pasa el tiempo elaborando estadísticas, ideando enormes procedimientos administrativos tendientes a verificar la "responsabilidad" de cada uno y metiendo las narices en aspectos de la vida ajena sobre los cuales no pueden aportar consejo alguno.

Por ejemplo, no hace mucho tuvimos que presentar un informe sobre cómo habíamos invertido cada minuto de una semana entera. Este tipo de cosas son muy perjudiciales, pero lo peor es que a nadie le importan las estadísticas resultantes de procedimientos tan costosos y que llevan tanto tiempo
[48]
.

Otro ejemplo cercano a mi corazón es el TQA,
Teaching Quality Assessment
, procedimiento para controlar la calidad de la enseñanza. Presumiblemente, ese sistema permite atribuir y evaluar las responsabilidades de todos los que ejercen tareas docentes en las universidades británicas; así, el gobierno tiene la impresión de que está haciendo algo por la educación. Pero surge una dificultad desagradable: ¿cómo se mide la calidad de la enseñanza? Peor todavía: ¿cómo se la mide de un modo que los funcionarios públicos sean capaces de entender? En vista de la naturaleza intrínsecamente subjetiva de la cuestión, los encargados de llevar adelante el proyecto tuvieron una idea brillante: ¿por qué no medir la calidad del papeleo? Se trata de un parámetro bastante objetivo: se adjudican puntos por los documentos que uno eleva para describir sus objetivos y también se adjudican puntos por los documentos que demuestran que esos objetivos se han cumplido. Y nadie se preocupa por el hecho de que el sistema favorezca a las instituciones que no se plantean objetivos demasiado elevados, pues cuanto más bajas son las expectativas, tanto más fáciles son de cumplir.

El TQA genera literalmente toneladas de documentos, en su mayor parte ficticios. Lo irónico del caso es que, para escribir esos informes, los profesores tienen que restarle tiempo a la preparación de las clases y perjudican, por consiguiente, la enseñanza. Por último, un montón de burócratas y profesores de universidades de tercera línea que no perdonan el éxito de otros en la educación superior se dedican a evaluar esas montañas de papel. Cuando termina el ciclo de evaluación, se ha gastado dinero suficiente como para retener en Gran Bretaña a diez Andys. Además, la calidad de la enseñanza se ha perjudicado considerablemente. Pero el gobierno está satisfecho porque puede pedir cuentas a las universidades. Lástima que nadie parece pedirles cuentas a los funcionarios que inventan toda esa basura
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.

Me gustaría poder decir que es un problema que incumbe sólo a la educación superior, pero no es así. Los maestros de escuela tienen que
demostrar
que sus alumnos tiene mayor "valor agregado" que otros al cabo de los cursos. Para hacerlo, tienen que dejar de preparar clases y dedicar muchas horas a ingresar datos en carísimos programas estadísticos instalados por el gobierno en las computadoras, escribiendo cifras sin sentido para provecho de funcionarios que jamás estuvieron en un aula y que reciben un sueldo considerablemente mayor que el del docente. Entretanto, es ya casi imposible encontrar a alguien que quiera ocupar una vacante de maestro en el centro de Londres... Ni de enfermero, ni de cualquier otra profesión útil. Actualmente, es mucho más fácil ser un parásito y, además, está mejor remunerado.

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