Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
Esta medida de privilegiar a los francos con un fuero especial es muy interesante, porque dice mucho acerca de la intencionalidad política del fenómeno urbano. En principio, los reyes tienen el mayor interés en favorecer a las ciudades: no sólo significa un aumento de la riqueza del reino, por la circulación de mercancías y bienes, sino que además las ciuda des se convierten en un oportunísimo elemento de equilibrio político, porque proveen al rey de una baza notable frente a los señores feudales. Pero, al mismo tiempo, el orden político debe impedir que las gentes abandonen el campo para acudir a la ciudad, porque semejante éxodo arruinaría la economía del reino. De ahí que esos trabajos específicamente urbanos queden atribuidos en exclusiva a los francos. Es una forma de hacer que los campesinos permanezcan en sus tierras. Lo cual será decisivo para dar a nuestras primeras ciudades su peculiar fisonomía.
Un buen ejemplo de esta conformación urbana es Pamplona, la capital navarra. Sancho el Mayor había sido un decidido partidario del crecimiento urbano y había favorecido el establecimiento de mercaderes francos. Así Pamplona se convierte en una ciudad con tres centros. Junto al núcleo original de la navarrería, donde viven la población autóctona y los nobles y eclesiásticos, surgen los burgos de San Saturnino (San Cernín) y San Nicolás, poblados por francos, con sus propias murallas y sus propias autoridades. Como a éstos se los ha distinguido con privilegios (por ejemplo, sólo ellos pueden vender pan y vino a los peregrinos), los de la navarrería protestarán con energía y llegarán al enfrentamiento fisico con los francos. Finalmente la corona tendrá que arbitrar un estatuto jurídico igual para todos.
El mismo proceso de construcción urbana, con esa incorporación de francos al núcleo primitivo, aparece en otras ciudades del Camino, lo mismo en Navarra que en Aragón, Castilla, León y Galicia: Jaca, Estella, Puente la Reina, Logroño, Belorado, Burgos, Sahagún,Avilés… Nace un paisaje urbano nuevo: la aglomeración de aspecto circular, refugiada tras las murallas, deja paso ahora a un trazado longitudinal cuyo eje es la calle mayor, el Camino, eje sobre el que convergen las pequeñas calles transversales donde se establecen los mercaderes, posaderos y artesanos.A medida que se avanza hacia Santiago, la diferencia entre autóctonos y francos se va haciendo cada vez más borrosa. En Belorado, por ejemplo, hubo alguna vez un alcalde específico para los francos, pero esa figura desapareció muy pronto. En Burgos, donde a los burgos se los llamaba «villas» para diferenciarlos del nombre de la ciudad, la nueva población pasa a formar parte enseguida del núcleo original, que ya era de dimensiones muy notables.
También al calor del Camino, aunque no como consecuencia directa de la peregrinación, en el viejo Reino de León aparecen nuevos centros urbanos un poco por todas partes. En la provincia de Burgos, el movimiento religioso de Cluny incorpora a sus fundaciones monásticas barrios específicos de mercaderes y campesinos. En Avilés, localidad semiabandonada desde tiempo atrás, se instala un numeroso grupo de provenzales que redacta su propio fuero.A mediados del siglo xi, el desarrollo de las ciudades ya es un fenómeno imparable en la España cristiana.
Y mientras tanto, ¿qué pasaba en el sur y el este de la España cristiana, adonde no llegaban los efectos del Camino de Santiago? Pues aquí pasaba que también surgían ciudades, pero ya no ciudades de mercaderes, sino núcleos con otro espíritu: militar, agrario, ganadero. Si en el norte se expanden las ciudades en torno a un mercado, aquí van a crecer al calor de una muralla. Después de todo, el enemigo musulmán seguía estando muy cerca. En León y en Castilla tenemos los casos de Salamanca, Ávila, Segovia, Sepúlveda y Soria. Después, en Aragón nacerán del mismo modo Belchite, Calatayud, Daroca, Albarracín…
En estas ciudades de muralla, la vida es muy distinta a la del norte. El papel de los mercaderes en la vida local es muy limitado. Primero, porque pocos mercaderes se atreven a bajar hasta unas áreas tan arriesgadas; además, porque la tierra tampoco es lo suficientemente rica para asegurar beneficios. Quienes vienen aquí son otro tipo de personas: gentes de armas que al mismo tiempo trabajan la agricultura y la ganadería, y que se sienten atraídas por las ventajas que los fueros otorgan a los habitantes de la frontera. En todas estas localidades —lo hemos visto capítulos atrás— vivían colonos armados, campesinos en situación de riesgo permanente, agricultores y ganaderos convertidos en infanzones por su uso de las armas y el caballo.
Ahora veremos cómo crecen estos pequeños núcleos de colonos armados, pero el paisaje humano cambia poco. Los recién llegados crean su propio barrio: gallegos, navarros, gascones, castellanos, mozárabes… Lo primero que hacen es levantar su propia parroquia como centro de la vida municipal, y por eso hay tantas iglesias en estas ciudades. En torno a esa parroquia se organiza una existencia de guerreros y ganaderos que, con mucha frecuencia, completarán sus ingresos con correrías de saqueo sobre las tierras moras del sur. Pequeños grupos acuden a sus alrededores y forman aldeas, habitualmente de agricultores. Pero la agricultura en la frontera sigue siendo una actividad arriesgada, de manera que las murallas se construyen con la suficiente amplitud para cobijar también a los aldeanos. Es el caso de Ávila o de Daroca.
Muy pronto veremos en estas ciudades de frontera un problema nuevo: ganaderos y agricultores pelearán por la tierra.Veremos también cómo los mercados crecen hasta convertirse en ejes de la vida social. Pero eso será después. De momento, lo que tenemos es un paisaje urbano naciente, muy europeo, sustentado en incesantes movimientos de población y protagonizado, muy en primer lugar, por aquel río de vida que fue el Camino de Santiago. Así, en fin, nacieron nuestras ciudades.
La épica muerte de Bermudo III, el último astur
Los numerosos flecos del testamento de Sancho el Mayor iban a cubrir de conflictos la cristiandad española durante casi medio siglo. Recordemos: Sancho reparte las cosas creyendo que satisface a todos, pero en realidad nadie queda contento. Toda la fisonomía de la España medieval nacerá de ese problema testamentario, fuente de numerosas luchas fratricidas.Y para empezar, el paisaje estalló en León.Todo iba a cambiar súbitamente en el viejo reino cristiano del norte.
En León reina Bermudo III, largo tiempo protegido —y, al mismo tiempo, dominado— por Sancho el Mayor. A la muerte de Sancho, Bermudo tiene dieciocho años. Aún es menor, pero tiene las ideas claras sobre lo que quiere para su reino. Perseguirá esas ideas y encontrará la muerte en el intento.Y en Castilla ha heredado la dignidad condal Fernando, el segundo hijo de Sancho. Seguramente Fernando no aspiraba a la corona leonesa, pero el destino la pondrá en sus manos, no sin manchas de sangre.Vamos a contar esta historia.
Volvamos la mirada a León. El Reino de León seguía siendo el hermano mayor de la cristiandad española. Heredero de la resistencia asturiana y de la corona de Pelayo, protagonista de la gran recuperación de territorios que había devuelto la cruz hasta las mismas estribaciones del Sistema Central, León no se resignaba a una existencia de segundo grado. El reino seguía escindido por las luchas nobiliarias y por la presión de un feudalismo que afectaba seriamente a la solidez política del conjunto, pero nadie en Galicia, Asturias, Portugal o la misma capital leonesa había re nunciado a afirmar la hegemonía de la vieja corona de Alfonso III y Ramiro II. El león todavía rugía.
Sin duda Bermudo creyó que había llegado el momento de recobrar el protagonismo perdido. Sancho el Mayor había muerto. Él, Bermudo, había cumplido ya veinte años. Nada justificaba que León siguiera sujeto a la autoridad navarra, máxime desde el momento en que el nuevo rey de Pamplona, García, no tenía derecho alguno sobre la corona leonesa. Más aún, Bermudo estaba casado con Jimena, la hija de Sancho el Mayor. De manera que, en cierto modo, si alguien podía heredar la posición de superioridad de la que había gozado el Mayor entre los monarcas cristianos, ese alguien era precisamente Bermudo. Hasta ese momento, Bermudo, refugiado en Galicia, se había limitado a esperar. Pero ahora había llegado el momento de dar un paso adelante.
¿Cuál era el punto central del conflicto? El este del territorio leonés, las tierras entre el Cea y el Pisuerga —parte de Palencia, parte de Valladolid—, a caballo entre los señoríos de Cea, Saldaña y Mozón, tierras largamente disputadas desde mucho tiempo atrás, sujetas primero al control directo de la corona leonesa, dependientes después del condado de Castilla. En los capítulos anteriores hemos contado cómo Sancho el Mayor, hijo de una dama de la casa de Cea, había reclamado y ocupado estos territorios. No los incorporó a la corona pamplonesa —no podía hacerlo—, sino que implícitamente los consideró parte del condado de Castilla. Ahora, muerto Sancho, el heredero de Castilla, Fernando, estimaba que esas tierras eran suyas. Pero Bermudo no era de la misma opinión. Más aún, el joven rey de León estaba dispuesto a recuperar esas tierras a cualquier precio, consciente de que en ellas se jugaba algo más que rentas y derechos: se jugaba el prestigio de la corona leonesa. Si Bermudo quería reverdecer los laureles de León, tenía que empezar por aquella planicie que se extiende desde el Cea hasta el Pisuerga.
¿Cuál de los dos tenía razón, Bermudo o Fernando? En este pleito por las tierras entre el Cea y el Pisuerga hay un importante factor familiar que es preciso contar, para ver que, en realidad, ambos tenían razones para actuar como lo hicieron. Aquella región era del reino leonés, sin duda. Pero las tierras de la discordia formaban parte de la dote de Sancha de León, hermana del rey Bermudo. Recordemos que esta Sancha había sido la prometida del joven infante García, que tenía que haber sido conde de Castilla, pero fue asesinado con diecinueve años de edad. Muerto García, Sancha fue prometida a Fernando, el segundo hijo de Sancho el Mayor, heredero del condado de Castilla. ¿Por qué Fernando heredaba Castilla? Porque era hijo de Sancho y Muniadona, hija de la casa castellana, hermana del difunto García. Fernando, por tanto, podía reclamar las tierras entre el Cea y el Pisuerga porque eran la dote de su mujer, Sancha, y porque eran parte del territorio castellano.
Lo que está en juego es, por tanto, una reclamación territorial elevada al rango de cuestión política de primera importancia y, además, multiplicada por un profundo problema de familia. Veamos: la mujer de Fernando de Castilla es Sancha, hermana del rey de León; y la mujer de Bermudo de León es Jimena, hermana de Fernando de Castilla. Los que pelean son dos cuñados. La trama de relaciones familiares es tan intensa que el argumento parece más propio de una tragedia. Es sugestivo tratar de meterse en el corazón de aquellas mujeres, Jimena y Sancha. ¿Qué pensarían sobre todo esto? Ninguna de ellas podía ver con buenos ojos que sus respectivos hermanos fueran derrotados y tal vez muertos, pero, al mismo tiempo, la corona de una y de otra, de Jimena y de Sancha, dependía de que sus respectivos hermanos fueran vencidos. ¿Qué sentimiento predominaría en ellas, el amor a sus hermanos o el amor a sus esposos? O quizá más sencillamente, ¿el amor o la ambición? Son preguntas que darían para escribir una honda novela histórica. Por desgracia, no conocemos la respuesta. Ni siquiera podemos saber cómo se entendía en el siglo xi la palabra «amor». Lo que sí sabemos es lo que pasó después, y eso es lo que vamos a contar.
En el verano de 1037, quizá finales de agosto, quizá primeros de septiembre, Bermudo de León pasa a la ofensiva. A la cabeza de sus huestes cruza el río Pisuerga y se dispone a dar la batalla. Fernando, alarmado, pide ayuda a su hermano García, el rey de Navarra. Así se dibujan los campos. ¿Dónde fue el combate? Unas fuentes dicen que en Támara de Campos, Palencia; otras, que en Tamarón, en Burgos. Por la descripción geográfica parece más probable la hipótesis de Tamarón.
Bermudo decide jugarse el todo por el todo. Lo más importante: hay que evitar que el ánimo de los leoneses flaquee ante un enemigo superior en número. El rey pica espuelas a su caballo, que se llamaba Pelagiolo, y se lanza contra las filas enemigas. Busca a Fernando, su contrincante, para llegar al combate personal. Bermudo debía de ser un guerrero valiente. Valiente, pero imprudente. Envuelto entre enemigos, pronto queda sin capacidad de maniobra. Podemos imaginárnoslo repartiendo mandobles a diestro y siniestro, tratando de despejar el campo. Finalmente, una lanza castellana se estrella contra su cuerpo y le derriba del caballo. Privado de su montura, Bermudo ve, impotente, cómo una nube de guerreros enemigos se abalanza sobre él.
Dicen las crónicas que fueron siete los caballeros enemigos que cayeron sobre Bermudo. El joven rey no tuvo opción. Estudios recientes han descubierto en el cadáver del rey hasta cuarenta heridas de lanza; todas en el vientre, que es donde peor cubría la armadura el cuerpo. Sus caballeros recogieron el cuerpo exánime de Bermudo. Lo llevaron a León y le dieron sepultura en el panteón de los reyes, en la iglesia de San Juan. Así moría en combate, con veinte años, Bermudo III.
Con Bermudo III desaparecían muchas cosas.Ante todo, desaparecía un linaje. Él era el último heredero varón del linaje asturiano original; no el de Pelayo —que se había extinguido con Alfonso II el Casto—, sino el del duque Pedro de Cantabria, Alfonso I y el guerrero Fruela Pérez. Pocos reproches pueden hacerse a los últimos reyes leoneses. Bermudo murió peleando, tratando de recuperar el esplendor perdido. Su padre, AlfonsoV, había muerto también muy joven, con unos treinta y cinco años, igualmente en combate y después de haber realizado una obra legislativa importante. Antes de ellos, León había conocido la descomposición, la guerra civil y el flagelo de Almanzor. Bermudo y su padre Alfonso heredaron la corona siendo menores de edad. Intentaron enderezar el rumbo del reino. No lo consiguieron, pero ambos estuvieron a la altura de las circunstancias.
Ahora se abría un paisaje completamente distinto. Bermudo moría sin descendientes. El trono, por tanto, pasaba a su hermana Sancha, es decir, a la mujer de Fernando de Castilla, el mismo hombre que había derrotado y dado muerte al rey. El conde de Castilla se cobraba una pieza de la mayor importancia: la corona de León, nada menos. ¿Y cómo se tomaron la cosa los leoneses? No será fácil ahora el trabajo de Fernando, el vencedor.Y aquí sin duda jugará un papel importante Sancha, reina sobre el cadáver de su hermano caído.