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Authors: Juan Miguel Aguilera,Javier Redal

Tags: #Ciencia Ficción

Mundos en el abismo (11 page)

BOOK: Mundos en el abismo
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Cualquier campesino podía poseer un phante que le ayudaría en las labores del campo como si de un sudra se tratara. Pero para reproducirlos tenía la obligación de acudir a los depósitos de sementales del ejército, donde obtendría el semen más valioso para la mejora de la raza.

Pramantha había vegetado allí durante incontables meses, emborrachándose día tras día, intentando olvidar lo que le era del todo imposible olvidar.

Pasaron dos años más de una vida tan inútil que incluso ahora le avergonzaba recordarla. Al igual que el camello, él también había chupado su misma sangre mientras masticaba ramas espinosas. Al igual que él, las espinas que comía le cortaban la lengua, haciendo que la sangre empezara a manar dentro de su boca. Las espinas mezcladas con su propia sangre fresca le habían producido un falso placer semejante al del estúpido animal de la fábula.

Pero, con el tiempo, se había dado cuenta de que, simplemente, trataba de evadirse de su situación. El no era un hombre tamásico: ignorante, necio, indiferente.

Un repentino burbujeo en uno de los tubos sobre su cabeza casi le sacó del trance. Pero estaba lo bastante absorto como para ignorarlo.

Fue la muerte de la mujer lo que provocó lo que llamaba "el Bhavana Padharta".

Su obsesión por ella había remitido; pero regresó. Un permiso en la capital le permitió enterarse de su enfermedad, un sarcoma degenerativo que la fue devorando poco a poco. Sólo la amputación de algunos de sus miembros permitió prolongar su vida inútilmente.

En este punto, cualquiera de sus amigos hubiera dicho que "sin ella mi vida no tiene sentido". Pramantha estaba convencido de que lo tenía. Pero ¿cuál?

Jagad Mithya: el mundo entero es una total mentira, había pensado. Los placeres sensuales son como crear un hijo con una mujer estéril. El juego del Samsara era una mentira.

Solicitó la baja. Regresó a casa de sus padres, rehusando explicar lo sucedido. El joven turbulento y simpático se había convertido en un hombre silencioso y reservado. Hablaba poco, estudiaba mucho. Y un día sorprendió a todos decidiendo ingresar en la Hermandad.

Esperaba encontrar allí un objetivo en la vida. No creía poder reunirse con la mujer amada más allá de la muerte. No esperaba que volviese milagrosamente a la vida. Sólo quería hallarle el sentido a todo: a su vida, a la de todos, a Akasa-puspa y sus estrellas, al Viratrupa entero.

Pero, ¿era la muerte de la persona amada lo que provocó el cambio? No estaba seguro. Aquello, pensaba a veces, fue sólo el gatillo disparador. De pensar en la necesidad cósmica (si la había) de la muerte de la mujer, pensó en la necesidad de la muerte en general. De allí a la necesidad de la vida. Y así sucesivamente.

La Hermandad le tuvo ocupado. Aprendió el ritual. Pero se interesó más en la base intelectual de la religión:

«La Realidad siempre existe. Lo irreal nunca existe. No es razonable atribuir realidad a lo que no existe o inexistencia a lo que es real.»

«Todo lo que es inexistente es siempre inexistente, y cualquier cosa que existe es siempre existente.»

Al principio se había sentido atraído por la Vedanta. Pero nunca llegó a aceptar por entero la inexistencia del mundo. Tampoco le atrajo el materialismo. Un carvaka es un idiota, pensaba. Pero tampoco podía admitir que los maestros que predicaban la inexistencia del mundo cobrasen un dinero muy real por sus enseñanzas.

Poco a poco se apartó, adoptando el enfoque de la darsana Shamkya. Pero la mística nunca fue su interés principal. No podía evitar ser, en el fondo, un racionalista. Om, tat, sat.

Poco a poco, fue hallando un campo de interés muy especial. Decidió demostrar racionalmente la existencia de Dios a través de la lógica. Aquí empezó su aventura intelectual.

Al mirar hacia atrás, no podía decidir si alguna vez tuvo esperanzas de éxito, o si, más bien, su mente había hallado un hueso que mantendría sus dientes royendo mucho tiempo. Estudió todas las materias que sus sabios mentores enseñaban. Si había alguna que no enseñaban, iba en busca de otro maestro. Si no lo había, buscaba libros y se enseñaba a sí mismo. Y si no había ni maestros ni libros, inventaba esa ciencia.

Se dedicó sobre todo a la lógica. Primero diseñó artilugios lógicos sencillos, de madera, bronce o incluso cartón. Sus "discos de razonamientos", diseñados por él con cartón y chapa de madera aún se usaban en muchas escuelas para niños de la Hermandad para iniciar a los jóvenes en la lógica simbólica como instrumento de análisis teológico. Su "piano de lógica" con un ingenioso mecanismo interno consistente en una compleja disposición de varillas y palancas conectadas por cuerdas de tripa, pequeños pasadores, espigas y muelles espirales, permitía dieciséis posibles combinaciones de términos verdaderos y falsos, y era una máquina insustituible (gracias a su reducido tamaño) en el equipaje de cualquier matemático o filósofo.

El monasterio era demasiado pobre para tener un ordenador, así que construyó una máquina lógica eléctrica con piezas de desguace. Aquello le sirvió de mucho para ascender, o más bien para ser ascendido. Los ordenadores le fascinaron al principio y le irritaron después, cuando la programación le obligaba a arrastrarse por corredores sobrecalentados encendiendo y apagando interruptores. Debía haber una manera más sencilla de hacerlo...

Sus superiores pensaron en él cuando Khan Kharole solicitó a la Hermandad la ayuda de sus miembros. En los planetas exteriores poca gente sabia leer; incluso los hermanos recién ingresados necesitaban algún tiempo de aula. Y Khan quería aumentar la preparación técnica de sus hombres.

En la Marina tuvo mucho trabajo convirtiendo a jóvenes analfabetos en marinos. Viajó a fascinantes y extraños lugares, conoció fascinantes y extrañas costumbres y fascinantes y extrañas gentes. No tuvo mucho tiempo para la especulación teológica; quizás los gurús querían matar dos pájaros de un tiro.

Se había adaptado a su nueva vida. Enseñaba y trabajaba. Su experiencia como soldado y su condición de Hermano le permitía comprender a unos y a otros, y ser el lubricante que suavizaba los roces.

Pero, ahora, la Hermandad le había pedido que traicionara a sus camaradas. Su condición de Hermano le obligaba a una obediencia ciega. No podía cuestionarse ninguna otra cosa.

TRES

Jonás tenía que reconocer que se había perdido. Caminaba a lo largo de los estrechos y sinuosos pasillos de la nave, arrastrando un voluminoso petate de lona gris, que sí bien no resultaba pesado bajo la escasa gravedad producida por el giro de la nave, si era, en cambio, incomodísimo de llevar. Y lo peor de todo era que cada vez tenía menos claro dónde estaba.

Uno de los reposteros lo había conducido hasta la sala de oficiales, junto con el resto de sus acompañantes en la última etapa del viaje, y allí le había indicado el camarote que tenían asignado. Después le habían abandonado a su suerte, para que encontrara el camino por sus propios medios.

Intentó hacerse una idea mental de la forma y de la disposición de la Vajra. Interiormente era semejante a una cebolla, con multitud de capas, o cubiertas internas, subdivididas en forma aparentemente anárquica. ¿Cómo iba a orientarse en un lugar así?

Por todas partes se encontraba con marinos afanados en diferentes actividades, aunque la que más se repetía era la de pintura; esto complicaba aún más las cosas, pues las indicaciones en las paredes habían sido eliminadas en parte. Todo el mundo en la nave parecía ser presa de la locura de pintar del "Gris Armada" los mamparos. Por lo que Jonás sabía ésta era la actividad típica en una nave de guerra cuando permanecía atracada. Dada la poca gravedad que el giro sobre su eje proporcionaba a la nave, el utensilio más utilizado era un cilindro de esponja sujeto a un depósito de pintura. Algo semejante a un aplicador de crema para zapatos de gigante.

Casi todo el mundo allí iba vestido con el amplío mono azul marino, que parecía ser el uniforme de diario en la nave. Al principio, Jonás había tenido la impresión de haberse equivocado de lugar y de encontrarse en una fábrica en plena actividad.

Finalmente, cuando ya se había dado por vencido de orientares por sus propios medios, se dirigió a un grupo de trabajadores.

Estos llevaban el uniforme de la infantería de marina, y estaban ocupados en algo nuevo. Habían cortado, valiéndose de un soplete, una de las cubiertas y, a través del enorme orificio de bordes cortantes, bajaban una voluminosa mesa de rancho, sujeta a una cuerda que colgaba de cuatro poleas. Jonás recordó que tendría que acostumbrarse a la idea de que en una nave de guerra los mamparos y las cubiertas son algo dispuesto eventualmente, y que por tanto puede sufrir drásticas mutaciones de acuerdo con las necesidades del momento.

Se dirigió a uno de los trabajadores, y le preguntó por la cubierta B, que era donde quería ir.

El infante levantó la vista de su trabajo, y le observó confuso.

Un suboficial le salió al paso saludándole militarmente.

—¿Desea algo, mi oficial...? —El nombre clavó una mirada furiosa en Jonás —. Eh..., mis hombres están trabajando...

Jonás enrojeció, y observó la tarjeta de identificación prendida de uno de los botones del bolsillo superior derecho del uniforme del sargento: «Jalandhar». «Sargento de infantería de mariana: Bana Jalandhar."

—Verá, sargento... —Jonás no sabía cómo decirlo, de forma que no pareciese muy ridículo— ...Creo que no tengo una idea clara del punto de la nave en el que me encuentro.

—¿Dónde quiere ir exactamente, mi oficial? —preguntó Bana fríamente.

Jonás le mostró el papel donde había apuntado los datos sobre la situación de su camarote. El sargento lo estudió un segundo, e inmediatamente levantó la vista.

—Es muy sencillo —dijo como si se dirigiera a un niño atrasado—. Simplemente siga este corredor hasta el final. Allí encontrará una escalera de caracol. Suba dos tramos, y se encontrará en un corredor, gemelo de éste, en la cubierta B. Sólo tiene que comprobar las numeraciones en las puertas, y encontrará su camarote.

Jonás recuperó el papel y se puso en marcha, tras saludar militarmente a Bana.

Este le devolvió el saludo, y permaneció donde estaba observando cómo Jonás se alejaba por el corredor, arrastrando torpemente su petate bajo la escasa gravedad.

—Nagaraka...! —musitó en un tono suficientemente alto como para que le escuchara el infante que trabajaba junto a él.

—¡Vaya par de galones más nuevos, eh..., mi sargento!

Bana le dirigió una de sus miradas asesinas, y el hombre volvió a su trabajo. Se había ganado la fama de duro y ahora podía hacerse de respetar, sin tener muchas veces que tomar más medidas disciplinarias que alguna mirada furibunda de vez en cuando. Su aspecto físico también había ayudado. Macizo y bajo como una mesa, de manos velludas y gruesas que casi lastimaban de sólo mirarlas. Un espeso bigote, que reptaba sobre su grueso labio superior hasta casi introducirse en su boca, daba a su rostro una seriedad mortal.

Bana podía sentirse orgulloso. Al ingresar en la Infantería de Marina había escapado a su destino: pobreza y hambre como pescador en Rastrakuta. La experiencia en el mar era muy buscada por los oficiales de alistamiento en aquel tiempo. Un marino estaría más preparado que cualquier otro hombre para viajar a bordo de una nave espacial. Tanto los navíos del espacio como los del mar eran pequeñas cápsulas que aislaban la vida humana de un ambiente que les era hostil. Tanto unos como otros estaban acostumbrados a permanecer largos períodos de tiempo hacinados en espacios mínimos, combatiendo el siempre acechante mareo, alejados durante meses de sus hogares.

Bana no era un desagradecido Sentía un amor fanático por el Cuerpo, que por otro lado contrastaba con su odio hacia los oficiales de academia. Cuando era más joven había intentado repetidas veces ingresar en la General Básica de Suboficiales, sin ningún éxito. Bana pensaba que existía una especie de pacto secreto entre los oficiales examinadores, y que como consecuencia de ello no iban a consentir que alguien llegado de los estratos más bajos de la sociedad, como él, ocupara un puesto de oficial con mando.

Finalmente había desistido, acostumbrado a la idea de que acabaría sus días como un viejo sargento al que cualquier oficialillo imberbe, recién salido de la Academia, tendría el derecho de fastidiar. Se encogió de hombros. Realmente no le importaba. En secreto siempre pensaría que si naves como la Vajra funcionaban era gracias a hombres como él.

CUATRO

La enfermería de la nave era tan apta para una intervención importante, como para empastar una muela. Parecía imposible que se hubieran podido acomodar tantos objetos en un espacio tan reducido. Sin embargo, el suelo pintado de rojo contrastaba tétricamente con el eterno "gris Armada" de las paredes.

Jonás permaneció en el umbral, inseguro de a quién debía dirigirse.

El que parecía ser el oficial médico atendía a un infante de marina, desnudo de cintura para arriba, con un aire de meditada profesionalidad. Tras hacerle un rápido chequeo, se quitó el fonendoscopio.

—Realmente increíble. Se ha recuperado usted en un tiempo récord —comentó el médico con sorpresa teatral—. ¿De veras que ya no siente esas molestias en la espina dorsal?

—No, mi oficial —decía resignadamente el infante.

—¿Seguro?

—Me encuentro perfectamente, mi oficial.

—¿Totalmente recuperado?

—Sí, mi oficial.

—¿Listo entonces para volver al trabajo, soldado?

—Sí, mi oficial.

—Fíjense en esto, señores —dijo dirigiéndose a sus suboficiales sanitarios —: Este hombre llegó a mis manos, hace menos de dos días, con una progresiva incapacidad para mantenerse en pie durante largos períodos de tiempo, lo que le imposibilitaba para cumplir con normalidad sus servicios de guardia. Y después de sólo cuarenta y ocho horas de tratamiento su recuperación es total. Si esto no puede considerarse una curación milagrosa...

El infante hizo un ademán de vestirse.

—No, no, no, soldado —el oficial le retuvo por el brazo—. No queremos que recaiga. Aún le falta la última dosis del milagroso tratamiento.

Hizo una señal a uno de los suboficiales, que avanzó con una hipodérmica.

El infante recibió su inyección con rostro consternado. Se vistió, y abandonó la enfermería a escape. Jonás no pudo ocultar su sorpresa ante la escena.

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