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Authors: Juan Miguel Aguilera,Javier Redal

Tags: #Ciencia Ficción

Mundos en el abismo (12 page)

BOOK: Mundos en el abismo
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—¿Qué contenía esa hipodérmica? —preguntó.

—Vitamina B. Inofensiva, pero muy dolorosa al ser inyectada —explicó el oficial—. Entre sus muchas características está la de producir rápidas y asombrosas curaciones entre aquellos que intentan fingir una enfermedad para librarse de un servicio... pero, ¿dónde habré puesto mis modales? ¿Lleva mucho tiempo esperando ahí, alférez?

El teniente Ajmer Adit Yadeva era un hombre de corta estatura, rechoncho, y que parecía rondar los cuarenta años de edad. Su cabellera, de un negro intenso, remataba un rostro gordezuelo y de aspecto travieso, en el que los hondos surcos de una risa casi permanente sugerían una personalidad franca, jovial y despreocupada.

—Eh, no, mi teniente. Además ha sido una espera muy instructiva.

—Llámeme Ajmer. Aquí somos todos colegas, ¿no? Usted es... déjeme ver...

—Jonás. Jonás Chandragupta.

—Si, ahora recuerdo —dijo riendo entre dientes— El tipo que se perdió en los pasillos.

—Parece ser que las noticias vuelan en esta nave.

Ajmer se encogió de hombros.

—Somos pocos, y nos conocemos mucho...— explicó—. ¿Ha tenido muchos problemas para encontrar la enfermería?

—Menos de los que tuve para encontrar mi camarote. —Y añadió con cierto tono de reproche —: Entre otras cosas, es algo mayor...

Su camarote había resultado ser más grande que una cabina telefónica. Pero no mucho.

—Si permanece lo suficiente en el ejército, puede que dentro de veinte años le asignen uno lo bastante grande como para que pueda incluso estirar los brazos... —bromeó—. ¿Quiere tomar una copa?

—¿Una copa?

—Sí.

Jonás le miró extrañado.

—Creía que las naves de la marina eran secas.

—Y lo son, amigo mío. Esto no es una bebida alcohólica.

—Extrajo de una alacena una botella etiquetada como "VENENO"—. Esto es alcohol etílico puro (usado como desinfectante local) disuelto en agua pura y destilada, con una cierta cantidad de terpenos, a los que debe esta solución su olor a naranja, amén de ácido cítrico (usado como anticoagulante), a lo que se añade en el momento de usarlo... tenga, eche una cucharada... un poco de bicarbonato sódico para neutralizarlo. —La mezcla inició la efervescencia. El oficial la sirvió en dos vasos de precipitados—. El reglamento no prohíbe beber una mezcla de desinfectante, anticoagulante y esas cosas, ¿verdad? Antes de aventurarse hacia una de las zonas más remotas del Límite un hombre prudente adopta las necesarias precauciones.

Llenó un vaso y se lo pasó a Jonás. El mismo se sirvió una generosa dosis de su mejunje.

—También llevo algo de coñac medicinal, pero lo suelo usar en curar el malestar de estómago del Comandante. Y pasando a asuntos más importantes... —dijo después de beber un largo trago—. Ya era hora de que el Alto Mando considerase alguna de mis peticiones... Me alegro de tenerle aquí, Jonás. Esta nave de guerra es demasiado grande para un solo médico. El exceso de trabajo ha estado a punto de volverme loco...

Jonás miró a su alrededor. Los suboficiales fumaban tranquilamente sentados en uno de los extremos del camarote. El instrumental parecía nuevo por el poco uso. En las alacenas se amontonaban docenas de paquetes de vendas sin abrir. Realmente, si el trabajo les enloquecía, parecían haber recobrado pronto la cordura.

—Su misión aquí será aligerarme un poco en mis obligaciones. Ante todo, iniciativa, mi querido amigo. No me moleste por nada que pueda resolver usted mismo... Por cierto, ¿en qué especialidad se doctoró?

—Arqueobiología.

Ajmer abrió mucho la boca.

—¿Arqueoqué...?

—Arqueobiología. No soy médico, teniente. Soy biólogo.

—¿Biólogo? —Y lo dijo como si Jonás padeciera una enfermedad vergonzosa.

Todo el aspecto jovial desapareció del rostro de Ajmer. Inconscientemente, Jonás apretó su vaso. Por un momento temió que el teniente fuera a retirarle su bebida.

—Biólogo. ¿Para qué coño sirve un biólogo en una nave de guerra?

—No lo sé, teniente... Tengo orden de presentarme al Ayudante Mayor, para que me informe sobre mi misión..., en cuanto acabe con usted.

—Que va a ser muy pronto. —Se pasó una mano por sus cabellos, y pareció tranquilizarse— Bueno, mi querido amigo, usted no tiene la culpa. Son las cosas del Almirantazgo. En una ocasión recibí dos cajas de píldoras anticonceptivas y esponjas vaginales. ¡Había pedido penicilina, y qué me mandaron! Píldoras y esponjas vaginales! ¿Para qué diablos las quiero en una nave llena de hombres...? Bueno, no importa. Seguiré yo cargando con todo el trabajo. ¿Qué le parece eso?

—No lo sé, teniente. Intentaré cumplir cualquier misión que me encarguen lo mejor que sepa.

—Claro, claro. Eso dice mucho en su favor... —Ajmer meditó un momento—. Por supuesto, usted se hará cargo del sistema de renovación de aire. Es un cargo de mucha responsabilidad,

Jonás. Podemos pasar sin comer, incluso sin beber, pero difícilmente sin respirar. —Soltó una estruendosa carcajada—. De usted dependemos, Jonás. Ya verá lo que hace...

Jonás tragó saliva.

Ajmer siguió hablando. Parte de su aspecto risueño había regresado a su rostro.

—En estado de zafarrancho, su puesto estará aquí. Para ayudarme en lo que surja...

—Perdón, mi teniente. Pero...

—¿Sí?

—¿Quién cuidará entonces del sistema de aireación?

—Normalmente en zafarrancho se lleva el traje espacial. Además, hay técnicos experimentados a cargo del sistema de soporte vital. Su misión será simplemente comprobar de tanto en tanto que la mezcla es correcta, y tomar muestras en diferentes puntos de la nave. No conviene que el gas se estanque. Lo que me lleva a considerar que esto le dejará mucho tiempo libre...

—Sí.

—Bien, aprovechará ese tiempo encargándose del material del botiquín. Intente introducir un poco de orden en todo ese caos —y señaló uno de los armarios—. No será una tarea fácil. A ver si consigue que uno de esos haraganes le ayude —dijo señalando hacia los suboficiales—. Yo hace tiempo que me di por vencido. Si hace trabajar a uno de ellos consideraré que ha valido la pena su paso por esta santa sala... Bueno, creo que eso es todo. ¿Ha dicho que el Ayudante Mayor le pidió que fuera a verle en cuanto acabase aquí?

—Sí, mi teniente.

—Llámeme Ajmer. ¡Baksar!

Uno de los suboficiales sanitarios se levantó, apagó su cigarrillo, y avanzó hacia ellos. El cabo Baksar era un hombre delgado y ligeramente encorvado. Tenía aspecto de provenir de una zona rural de cualquier planeta perdido del Límite.

—¿Sí, mi teniente?

—Acompañe al alférez al Puente... y —añadió con una mirada de complicidad— cuide que de no se pierda.

—A la orden, mi teniente.

Jonás le siguió en silencio. Sus pisadas no producían el menor ruido al deslizarse por el piso cubierto de goma negra.

—No le haga mucho caso al teniente —dijo Baksar después de un rato de caminar—. No le mata el amor por el trabajo, pero llegado el momento cumple como el primero. Y es muy imaginativo. Le he visto resolver situaciones que pondrían los pelos de punta al mejor cirujano.

Jonás se estremeció. Recordó el suelo pintado de rojo. Sin duda que durante un combate el botiquín no tendría el bucólico aspecto que había contemplado hacía unos momentos. Deseó fervorosamente no tener que enfrentarse nunca a una situación así. Le habían asegurado que en cuanto completara aquella misión sería libre para seguir en la Marina, o pedir la baja si así lo deseaba. En realidad sólo llevaba unas semanas de vida militar, y ya soñaba con acabar cuanto antes.

—¿Sabe cuándo partiremos, cabo? —preguntó.

—¿A qué se refiere?

—¿Cuándo iniciaremos el viaje?

Baksar silbó.

—Ya hace doce horas que estamos en camino, mi alférez.

¡Doce horas! Jonás se rascó la cabeza confuso. Él había embarcado hacia exactamente ese tiempo. La nave se debió poner en marcha apenas hubo subido él a bordo. Y ni siquiera lo había notado!

Bueno, realmente, poco podría haber sentido. La Vajra debía estar usando su impulsor de masas para ascender a órbitas cada vez mas abiertas en torno a Vaikunthaloka. En cuanto se hubiera alejado lo suficiente del planeta largaría las velas, y éstas atraparían el viento solar que les arrastraría hacia las más remotas regiones del Límite. Pero ni siquiera entonces sentiría el tirón de la aceleración. Los veleros solares eran incapaces de aceleraciones superiores al centésimo de g. Pero podían mantenerlas durante períodos ilimitados de tiempo alcanzando así elevadas velocidades. En diez meses, le habían informado, llegarían a su destino. Diez meses más de regreso, y sería un hombre libre.

Siguieron caminando en silencio. Ascendieron por una escalerilla de tubo de acero. El interior de la nave era un auténtico laberinto. No era extraño que se hubiera perdido al llegar. A los lados, los mamparos parecían repletos de tableros de instrumentos, una puerta y, a continuación, un corredor muy estrecho de unos diez metros de longitud. Al avanzar por él se advertía un fuerte zumbido que vibraba bajo sus pies.

—El impulsor de masas —explicó Baksar.

Cerró la puerta posterior tras él y abrió la anterior; se encontraban en la cámara de misiles de estribor.

—¿Seguro que por aquí vamos al puente? —preguntó Jonás.

—Seguro, mi oficial. —Siguieron caminando, y al cabo de un rato añadió —: Siempre hacia arriba. El puente está situado cerca del eje longitudinal de la nave, y un poco desplazado hacia popa.

—Comprendo, la zona más segura frente a un ataque. ¿Pero no hay otra forma de ir hasta allí? Todo este camino es muy complicado.

—Es un atajo. Pero en caso de zafarrancho no podríamos usarlo. Esta cámara estaría cerrada, con los artilleros en sus puestos.

Jonás miró a su alrededor. Un estrecho y atiborrado compartimento escasamente largo para permitir que los misiles fueran cargados o retirados de los tubos lanzamisiles. Estos tubos, con sus compuertas traseras de sólidos goznes, se disponían contiguamente en dos bancos verticales de tres cada uno. Arriba estaban los trenes de carga unidos a pesadas poleas. Su diseño sugería que aquellos lanzadores sólo podían ser usados deteniendo el giro. Un sistema de embrague liberaría el giro de la rueda de la que partían las velas del resto de la nave. La principal función de ese embrague era la de evitar que el giro de la nave se acelerara, o detuviera el recoger o largar las velas, como consecuencia de la conservación del momento angular. Sin embargo, en caso de combate tenía otra utilidad práctica: la rueda seguiría girando manteniendo la tensión del velamen gracias a la fuerza centrífuga, y la zona habitable de la nave permanecería ingrávida, en posición de zafarrancho, dispuesta a vaciar su arsenal contra cualquier enemigo que se aproximara desde no importa qué dirección.

Siguieron subiendo escaleras. Jonás notó cómo su peso decrecía rápidamente. Al mismo tiempo un invisible brazo tiraba de ellos lateralmente. La fuerza coriolis, analizó Jonás.

Por supuesto, el puente de mando no podía situarse en el mismo centro del navío, pues esto le privaría de gravedad, y haría muy incómodo el trabajo de los que allí estaban. El núcleo estaba dedicado a almacenes y al sistema de mantenimiento vital, pero el puente había sido situado todo lo cerca de él que les fue posible ubicarlo a sus diseñadores.

Las escaleras desembocaban en un pasillo. Al final del pasillo, otra puerta de pesados goznes les permitió situarse en lo que todos consideraban la cabeza misma de la nave.

Entraron en el puente de mando. A la izquierda se veía un departamento aislado para la radio, a la derecha una batería de máquinas y tableros con esferas de incomprensible uso. Más allá, en el centro, macizas columnas de acero y, aún más alejada, la plataforma sobre la que se asentaba el sillón de mando del comandante, rodeada por las terminales de los telescopios y monitores. En aquel momento estaba vacía. Jonás aún no había tenido la oportunidad de ver al Comandante Job Isvaradeva.

—¿Y el Comandante? —preguntó.

—Le será difícil verlo durante los dos primeros meses, mi oficial.

—¿Sí, por qué?

El suboficial se encogió de hombros.

—Es lo normal.

—¿Lo normal?

—Sí, he viajado en tres naves de la Marina, y siempre pasa lo mismo en los viajes de más de seis meses. Al principio el Comandante se pasa el tiempo encerrado. Aunque los hay peores. Los que salen de sus camarotes, y se dedican a incordiar a todo aquel que encuentran a su paso. Yo prefiero a los que se encierran como el Comandante Isvaradeva.

—Pero, ¿porqué?

El suboficial sonrió. Aquella sonrisa empezaba a serle familiar a Jonás. Significaba: "Tú eres nuevo aquí, ¿verdad?"

—Claro, mi oficial, usted nunca ha embarcado para un viaje de dos años...

—Este es mi primer viaje en una nave de la Marina.

—En ese caso todavía no se ha imaginado lo que va a ser pasar entre estas paredes de acero los próximos meses...

—Me lo está pintando muy negro...

—Negro no, mi oficial; gris armada —bromeó el suboficial.

—¿Y al Comandante le afecta eso más que a ustedes?

—No, a todos nos afecta por igual. Pero el Comandante tiene que soportar además el peso de la responsabilidad de todas nuestras vidas, durante esos dos años. Francamente, mi oficial, no me cambiaría por él por nada del mundo.

Jonás devolvió su atención a la sala en la que ahora estaban. En conjunto, la cámara de mando tenía doble tamaño que todas las que había visitado hasta ese momento, pero no por eso dejaba de ser claustrofóbica. Cada centímetro cuadrado de la superficie de ésta estaba ocupado por máquinas de aspecto sumamente complicado o tableros de instrumentos. Incluso el techo era casi invisible, oculto por una complicada y espesa red de conductores, cables y tubos de diferentes medidas y clases. En la tronera anterior de la cámara de mando se veían dos sillas de timonel, forradas en cuero, frente a un par de palancas de mando, tipo aeronaves, encaradas a los tableros de esferas calibradas.

¡Dos años en aquel lugar! ¿Dónde se había metido?

Opuesta a la plataforma de control, al otro lado del corredor que partía de la cámara de mando, había una segunda cámara dividida por mamparos movibles, y ocupada principalmente por una gran mesa con planos y mapas.

Flanqueado por el oficial de derrota y otro tripulante, el Ayudante Mayor estaba inclinado sobre la mesa de mapas, examinándolos atentamente.

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