Authors: Miguel De Unamuno
—¡Claro!, ¡claro! Pero...
Aquello no podía prolongarse. Augusto, después de breves palabras más, se salió.
Iba aterrado de sí mismo y de lo que le pasaba, o mejor aún, de lo que no le pasaba. Aquella frialdad, al menos aparente, con que recibió el golpe de la burla suprema, aquella calma le hacía que hasta dudase de su propia existencia. «Si yo fuese un hombre como los demás —se decía—, con corazón; si fuese siquiera un hombre, si existiese de verdad, ¿cómo podía haber recibido esto con la relativa tranquilidad con que lo recibo?» Y empezó, sin darse de ello cuenta, a palparse, y hasta se pellizcó para ver si lo sentía.
De pronto sintió que alguien le tiraba de una pierna. Era
Orfeo,
que le había salido al encuentro, para consolarlo. Al ver a
Orfeo
sintió, ¡cosa extraña!, una gran alegría, lo tomó en brazos y le dijo: «¡Alégrate,
Orfeo
mío, alégrate!, ¡alegrémonos los dos! ¡Ya no te echan de casa; ya no te separan de mí; ya no nos separarán al uno del otro! Viviremos juntos en la vida y en la muerte. No hay mal que por bien no venga, por grande que el mal sea y por pequeño que sea el bien, o al revés. ¡Tú, tú eres fiel,
Orfeo
mío, tú eres fiel! Yo ya supongo que algunas veces buscarás tu perra, pero no por eso huyes de casa, no por eso me abandonas; tú eres fiel, tú. Y mira, para que no tengas nunca que marcharte, traeré una perra a casa, sí, te la traeré. Porque ahora, ¿es que has salido a mi encuentro para consolar la pena que debía tener, o es que me encuentras al volver de una visita a tu perra? De todos modos, tú eres fiel, tú, y ya nadie te echará de mi casa, nadie nos separará.»
Entró en su casa, y no bien se volvió a ver en ella, solo, se le desencadenó en el alma la tempestad que parecía calma. Le invadió un sentimiento en que se daban confundidos tristeza, amarga tristeza, celos, rabia, miedo, odio, amor, compasión, desprecio, y sobre todo vergüenza, una enorme vergüenza, y la terrible conciencia del ridículo en que quedaba.
—¡Me ha matado! —le dijo a Liduvina.
—¿Quién?
—Ella.
Y se encerró en su cuarto. Y a la vez que las imágenes de Eugenia y de Mauricio presentábase a su espíritu la de Rosario, que también se burlaba de él. Y recordaba a su madre. Se echó sobre la cama, mordió la almohada, no acertaba a decirse nada concreto, se le enmudeció el monólogo, sintió como si se le acorchase el alma y rompió a llorar. Y lloró, lloró, lloró. Y en el llanto silencioso se le derretía el pensamiento.
Víctor encontró a Augusto hundido en un rincón de un sofá, mirando más abajo del suelo.
—¿Qué es eso? —le preguntó poniéndole una mano sobre el hombro.
—Y ¿me preguntas qué es esto? ¿No sabes lo que me ha pasado?
—Sí, sé lo que te ha pasado por fuera, es decir, lo que ha hecho ella; lo que no sé es lo que lo pasa por dentro, es decir, no sé por qué estás así...
—¡Parece imposible!
—Se te ha ido un amor, el de a; ¿no te queda el de b, o el de c, o el de x, o el de otra cualquiera de las n?
—No es la ocasión para bromas, creo.
—Al contrario, esta es la ocasión de bromas.
—Es que no me duele en el amor; ¡es la burla, la burla, la burla! Se han burlado de mí, me han escarnecido, me han puesto en ridículo; han querido demostrarme... ¿qué sé yo?... que no existo.
—¡Qué felicidad!
—No te burles, Víctor.
—Y ¿por qué no me he de burlar? Tú, querido experimentador, la quisiste tomar de rana, y es ella la que te ha tomado de rana a ti. ¡Chapúzate, pues, en la charca, y a croar y a vivir!
—Te ruego otra vez...
—Que no bromee, ¿eh? Pues bromearé. Para estas ocasiones se ha hecho la burla.
—Es que eso es corrosivo.
—Y hay que corroer. Y hay que confundir. Confundir sobre todo, confundirlo todo. Confundir el sueño con la vela, la ficción con la realidad, lo verdadero con lo falso; confundirlo todo en una sola niebla. La broma que no es corrosiva y confundente no sirve para nada. El niño se ríe en la tragedia; el viejo llora en la comedia. Quisiste hacerla rana, te ha hecho rana; acéptalo, pues, y sé para ti mismo rana.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Experimenta en ti mismo.
—Sí, que me suicide.
—No digo ni que sí ni que no. Sería una solución como otra, pero no la mejor.
—Entonces, que les busque y les mate.
—Matar por matar es un desatino. A lo sumo para librarse del odio, que no hace sino corromper el alma. Porque más de un rencoroso se curó del rencor y sintió piedad, y hasta amor a su víctima, una vez que satisfizo su odio en ella. El acto malo libera del mal sentimiento. Y es porque la ley hace el pecado.
—Y ¿qué voy a hacer?
—Habrás oído que en este mundo no hay sino devorar o ser devorado...
—Sí, burlarse de otros o ser burlado.
—No; cabe otro término tercero y es devorarse uno a sí mismo, burlarse de sí mismo uno. ¡Devórate! El que devora goza, pero no se harta de recordar el acabamiento de sus goces y se hace pesimista; el que es devorado sufre, y no se harta de esperar la liberación de sus penas y se hace optimista. Devórate a ti mismo, y como el placer de devorarte se confundirá y neutralizará con el dolor de ser devorado, llegarás a la perfecta ecuanimidad de espíritu, a la ataraxia; no serás sino un mero espectáculo para ti mismo.
—Y ¿eres tú, tú, Víctor, tú el que me vienes con esas cosas?
—¡Sí, yo, Augusto, yo, soy yo!
—Pues en un tiempo no pensabas de esa manera tan... corrosiva.
—Es que entonces no era padre.
—Y ¿el ser padre...?
—El ser padre, al que no está loco o es un mentecato, le despierta lo más terrible que hay en el hombre: ¡el sentido de la responsabilidad! Yo entrego a mi hijo el legado perenne de la humanidad. Con meditar en el misterio de la paternidad hay para volverse loco. Y si los más de los padres no se vuelven locos es porque son tontos... o no son padres. Regocíjate, pues, Augusto, que con eso de habérsete escapado te evitó acaso el que fueses padre. Y yo te dije que te casaras, pero no que te hicieses padre. El matrimonio es un experimento... psicológico; la paternidad lo es... patológico.
—¡Es que me ha hecho padre, Víctor!
—¿Cómo?, ¿que te ha hecho padre?
—¡Sí, de mí mismo! Con esto creo haber nacido de veras. Y para sufrir, para morir.
—Sí, el segundo nacimiento, el verdadero, es nacer por el dolor a la conciencia de la muerte incesante, de que estamos siempre muriendo. Pero si te has hecho padre de ti mismo es que te has hecho hijo de ti mismo también.
—Parece imposible, Víctor, parece imposible que pasándome lo que me pasa, después de lo que ha hecho conmigo... ¡ella!, pueda todavía oír con calma estas sutilezas, estos juegos de concepto, estas humoradas macabras, y hasta algo peor...
—¿Qué?
—Que me distraigan. ¡Me irrito contra mí mismo!
—Es la comedia, Augusto, es la comedia que representamos ante nosotros mismos, en lo que se llama el foro interno, en el tablado de la conciencia, haciendo a la vez de cómicos y de espectadores. Y en la escena del dolor representamos el dolor y nos parece un desentono el que de repente nos entre ganas de reír entonces. Y es cuando más ganas nos da de ello. ¡Comedia, comedia el dolor!
—¿Y si la comedia del dolor le lleva a uno a suicidarse?
—¡Comedia de suicidio!
—¡Es que se muere de veras!
—¡Comedia también!
—Pues ¿qué es lo real, lo verdadero, lo sentido?
—Y ¿quién te ha dicho que la comedia no es real y verdadera y sentida?
—¿Entonces?
—Que todo es uno y lo mismo; que hay que confundir, Augusto, hay que confundir. Y el que no confunde se confunde.
—Y el que confunde también.
—Acaso.
—¿Entonces?
—Pues esto, charlar, sutilizar, jugar con las palabras y los vocablos... ¡pasar el rato!
—¡Ellos sí que lo estarán pasando!
—¡Y tú también! ¿te has encontrado nunca a tus propios ojos más interesante que ahora? ¿Cómo sabe uno que tiene un miembro si no le duele?
—Bueno, y ¿qué voy a hacer yo ahora?
—¡Hacer... hacer... hacer...! ¡Bah, ya te estás sintiendo personaje de drama o de novela! ¡Contentémonos con serlo de... nivola! ¡Hacer... hacer... hacer...! ¿Te parece que hacemos poco con estar así hablando? Es la manía de la acción, es decir, de la pantomima. Dicen que pasan muchas cosas en un drama cuando los actores pueden hacer muchos gestos y dar grandes pasos y fingir duelos y saltar y... ¡pantomima!, ¡pantomima! ¡Hablan demasiado!, dicen otras veces. Como si el hablar no fuese hacer. En el principio fue la Palabra y por la Palabra se hizo todo. Si ahora, por ejemplo, algún...
nivolista
oculto ahí, tras ese armario, tomase nota taquigráfica de cuanto estamos aquí diciendo y lo reprodujese, es fácil que dijeran los lectores que no pasa nada, y sin embargo...
—¡Oh, si pudiesen verme por dentro, Víctor, te aseguro que no dirían tal cosa!
—¿Por dentro?, ¿por dentro de quién?, ¿de ti?, ¿de mí? Nosotros no tenemos dentro. Cuando no dirían que aquí no pasa nada es cuando pudiesen verse por dentro de sí mismos, de ellos, de los que leen. El alma de un personaje de drama, de novela o de
nivola
no tiene más interior que el que le da...
—Sí, su autor.
—No, el lector.
—Pues yo te aseguro, Víctor...
—No asegures nada y devórate. Es lo seguro.
—Y me devoro, me devoro. Empecé, Víctor, como una sombra, como una ficción; durante años he vagado como un fantasma, como un muñeco de niebla, sin creer en mi propia existencia, imaginándome ser un personaje fantástico que un oculto genio inventó para solazarse o desahogarse; pero ahora, después de lo que me han hecho, después de lo que me han hecho, después de esta burla, de esta ferocidad de burla, ¡ahora sí!, ¡ahora me siento, ahora me palpo, ahora no dudo de mi existencia real!
—¡Comedia!, ¡comedia!, ¡comedia!
—¡,Cómo?
—Sí, en la comedia entra el que se crea rey el que lo representa.
—Pero ¿qué te propones con todo esto?
—Distraerte. Y además, que si, como te decía, un
nivolist
a
oculto que nos esté oyendo toma nota de nuestras palabras para reproducirlas un día, el lector de la
nivola
llegue a dudar, siquiera fuese un fugitivo momento, de su propia realidad de bulto y se crea a su vez no más que un personaje
nivolesco
,
como nosotros.
—Y eso ¿para qué?
—Para redimirle.
—Sí, ya he oído decir que lo más liberador del arte es que le hace a uno olvidar que exista. Hay quien se hunde en la lectura de novelas para distraerse de sí mismo, para olvidar sus penas...
—No, lo más liberador del arte es que le hace a uno dudar de que exista.
—Y ¿qué es existir?
—¿Ves? Ya te vas curando; ya empiezas a devorarte. Lo prueba esa pregunta.
¡
Ser o no sere,
que dijo Hamlet, uno de los que inventaron a Shakespeare.
—Pues a mí, Víctor, eso de
ser o no ser
me ha parecido siempre una solemne vaciedad.
—Las frases, cuanto más profundas, son más vacías. No hay profundidad mayor que la de un pozo sin fondo. ¿Qué te parece lo más verdadero de todo?
—Pues... pues... lo de Descartes: «Pienso, luego soy.»
—No, sino esto: A = A.
—Pero ¡eso no es nada!
—Y por lo mismo es lo más verdadero, porque no es nada. Pero esa otra vaciedad de Descartes, ¿la crees tan incontrovertible?
—¡Y tanto...!
—Pues bien, ¿o dijo eso Descartes?
—¡Sí!
—Y no era verdad. Porque como Descartes no ha sido más que un ente ficticio, una invención de la historia, pues... ¡ni existió... ni pensó!
—Y ¿quién dijo eso?
—Eso no lo dijo nadie; eso se dijo ello mismo.
—Entonces, ¿el que era y pensaba era el pensamiento ese?
—¡Claro! Y, figúrate, eso equivale a decir que ser es pensar y lo que no piensa no es.
—¡Claro está!
—Pues no pienses, Augusto, no pienses. Y si te empeñas en pensar...
—¿Qué?
—¡Devórate!
—Es decir, ¿que me suicide...?
—En eso ya no me quiero meter. ¡Adiós!
Y se salió Víctor, dejando aAugusto perdido y confundido en sus cavilaciones.
Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.
Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a mí.
Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increííble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
—¡Parece mentira! —repetía—, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería... No sé si estoy despierto o soñando...
—Ni despierto ni soñando —le contesté.
—No me lo explico... no me lo explico —añadió—; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito...
—Sí —le dije—, tú —y recalqué este tú con un tono autoritario—, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.