L’épicerie

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

BOOK: L’épicerie
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Cuando Stephanie le atiza a un extraño con una baguette seca, no se da cuenta en principio de que ha atacado al nuevo propietario de la épicerie del pueblo. Fabian, el exiliado parisino que ha venido a encargarse de la pequeña tienda, no despierta muchas más simpatías cuando decide que lo que necesita Fogas es un comercio moderno y exquisito. Incluso pensará en tirar la toalla, pero otro golpe, este de amor, le retendrá en la pequeña localidad de los Pirineos franceses.

Stephanie, sin embargo, está demasiado ocupada para l'amour. Trabaja en L'Auberge y al mismo tiempo está levantando un huerto orgánico, pero hacer realidad su sueño está acabando con ella. Ni siquiera se da cuenta de que su hija anda preocupada. Un siniestro forastero se está paseando por el pueblo y Chlóe no sabe a quién acudir. Su única esperanza es que alguien acabe por escuchar sus gritos pidiendo auxilio…

Lo inesperado se encuentra a la vuelta de la esquina en Fogas…

«Una visión humorística del modo de vida francés, que demuestra que la vida bucólica no está tan exenta de complicaciones como nos quieren hacer creer.» (IRISH TATLER)

Julia Stagg

L’épicerie

La pequeña tienda en los Pirineos

ePUB v1.0

Dirdam
15.08.12

Título original:
The Parisian’s Return

Julia Stagg, 2012

Traducción: Ana Duque, 2012

Edición: Roca Editorial de Libros, S.L.

ISBN: 978-84-9918-499-9

Editor original: Dirdam (v1.0
)

ePub base v2.0

Para el maestro cuentacuentos.

Me enseñaste todo lo que sé,

y todavía no sé nada…

Capítulo 1

S
tephanie Morvan nunca había asesinado a nadie. Por lo menos que ella supiera. En algún arrebato de ira había echado un par de maldiciones, pero nunca había esperado lo suficiente como para comprobar la eficacia de sus poderes. No obstante, ninguna de aquellas maldiciones debía haber acarreado graves consecuencias. Lo normal era que, como mucho, la persona afectada sufriera alguna molestia poco importante, por ejemplo almorranas o mal aliento. De modo que, por lo que ella sabía, nunca había sido responsable de la muerte de nadie.

Hasta ahora.

Recorrió con la mirada la extensión de lycra que cubría el suelo del bar, una fina tela bajo la cual se intuían los huesos y las formas angulosas de un cuerpo inerte.

Después bajó la vista al arma que empuñaba su mano izquierda. ¿Quién hubiera podido imaginar que algo en principio tan inofensivo podría ser tan letal?

Cuando se acabó el pan y el vino en la fiesta del Auberge des Deux Vallées, Stephanie se presentó voluntaria para ir a buscar más provisiones. Josette le dio las llaves, y el teniente de alcalde, Christian Dupuy, se ofreció a acompañarla. Pero de camino, un vecino lo asaltó para preguntarle por la próxima reunión del consejo municipal, así que Christian no estaba a su lado cuando Stephanie llegó a la tienda de comestibles y de inmediato reparó en que había algo raro.

El edificio parecía torcido, su perfecta simetría desbaratada por las contraventanas que correspondían a la parte del bar, como de costumbre abiertas, y las otras, las del escaparate, cerradas a cal y canto.

Pero había otras cosas que también le llamaron la atención.

La puerta estaba entreabierta. Y a menos que sus sentidos la estuvieran traicionando, Stephanie oyó algo, o tal vez a alguien, en su interior.

Se deslizó por la rendija entre la puerta y el marco, para evitar que sonara la nueva campanilla que Josette había instalado hacía poco, y se quedó quieta durante unos segundos; sus ojos de poco le servían en la penumbra que reinaba en el interior.

Nada. Solo el aroma del pan recién hecho y del chorizo picante mezclado con el olor a tierra de las patatas.

Stephanie se estaba convenciendo de que Josette simplemente había olvidado cerrar la puerta cuando el crujido de los tablones del suelo le puso los pelos de punta.

Había alguien en el bar, la estancia contigua a la tienda. Y puesto que casi todos los habitantes del pueblo estaban en el Auberge celebrando su reinauguración, aquello solo podía significar malas noticias.

En un reflejo inconsciente, Stephanie buscó algo para defenderse. Recorrió con las manos la superficie fría de la nevera, pasó por encima de los huevos que descansaban en una cesta y alargó los brazos hacia la vitrina de los cuchillos situada en el centro de la estancia. A ciegas, sigilosamente, sus dedos se deslizaron sobre el cristal con la vana esperanza de que estuviera abierto, puesto que Josette siempre lo cerraba con llave. Por la misma razón no tenía sentido intentar abrir el otro armario, al lado de la caja registradora.

En lugar de eso, decidió moverse lentamente hacia la derecha, donde palpó la textura de una cesta de mimbre.

Volvió a escuchar el ruido procedente del bar, esta vez más cerca. Era un
clic-clac, clic-clac
metálico que se aproximaba a ella.

Hacía años que no sentía el pánico oprimiéndole el pecho, desde que huyó de Finistère con su hija pequeña, Chloé.

Desesperada, sumergió la mano en la cesta, palpando con sus largos dedos, tanteando, intentando encontrar el arma perfecta. Ahí estaba. Como mínimo era de hacía tres días. La agarró y se dirigió hacia la puerta que separaba la tienda del bar, que empezaba a abrirse lentamente.

Se puso en guardia mientras los débiles rayos del sol invernal empezaban a filtrarse a través de la rendija cada vez mayor, difuminando los bordes de la penumbra que la mantenía oculta y perfilando los contornos de una criatura de lo más monstruoso.

De gran estatura incluso para ella, su cabeza deforme apenas pudo pasar rozando el marco de la puerta. El rostro hirsuto, negro, se giró lentamente hacia ella revelando unos ojos hundidos enmarcados en un círculo blanco. Atravesó el umbral con sus patas arácnidas acabadas en pezuñas de chivo, que producían un repiqueteo en las baldosas de pizarra del suelo de la tienda. Cuando Stephanie alzó el brazo para atacar, la criatura alargó las garras, parecidas a las pinzas de una langosta, y una brillante luz roja destelló en la parte posterior, en lo que ella supuso que debía de ser la cola.

Antes de que pudiera acercarse a ella, Stephanie reunió todo su temperamento de pelirroja en el brazo izquierdo y, gritando desaforadamente, asestó un golpe en la cara del monstruo con aquella porra improvisada. Sintió la resistencia blanda de la carne y el cartílago antes de que la bestia perdiera el equilibrio y retrocediera trastabillando para desplomarse sobre el suelo del bar, sufriendo un fuerte impacto en la cabeza.

En el silencio que se hizo a continuación, una vez se dio cuenta de su error, Stephanie hubiera podido jurar que oyó unas risas procedentes del banco desocupado contiguo a la chimenea.

Por mucho que sus maestros se lo hubieran repetido, Christian Dupuy nunca se había sentido como un líder nato. Siempre creyó que aquellos comentarios se debían exclusivamente a su estatura, puesto que era mucho más alto que el resto de sus compañeros, y muy pronto incluso que los maestros. La pequeña escuela rural parecía encoger en presencia de su enorme corpulencia, mucho antes que su cerebro sobrepasara sus límites. Así que nunca se había propuesto ser una autoridad y se había mostrado considerablemente escéptico ante la posibilidad de representar al consejo municipal, el organismo que regía el municipio de Fogas, compuesto por los pueblos de Fogas, Picarets y La Rivière. Pero una vez resultó elegido para el ayuntamiento local, hizo todo lo que estaba en sus manos para ayudar a los vecinos.

Por ello no fue sorprendente, aparte de para él mismo, que el tímido granjero fuera elegido teniente de alcalde en las últimas elecciones. Como tampoco sorprendió a sus vecinos y amigos que el alcalde, Serge Papon, anunciara aquella misma tarde que Christian ocuparía su cargo mientras él se tomaba una larga excedencia tras la muerte de su esposa.

Mientras estaba al lado del puente de La Rivière, hablando con Philippe Galy sobre los últimos acontecimientos políticos de Fogas, el manto del poder descansaba delicadamente sobre los hombros de Christian. No era algo que le preocupara en exceso, aunque se sentía algo inquieto por la posible reacción del otro teniente de alcalde, Pascal Souquet, cuando se enterase de la noticia; era consciente de su gran ambición, de la cual su mujer era partícipe en mayor medida si cabe.

Pero cuando el grito de Stephanie desgarró la tarde como un viento gélido ululando desde el Mont Valier, Christian hizo gala de forma instintiva de la capacidad de liderazgo que sus maestros habían anticipado en él. Antes de que el agresor se hubiera desplomado, conminó a Philippe para que fuera a buscar ayuda al Auberge mientras él echaba a correr hacia la tienda. Cruzó el puente a grandes zancadas, y la vibración producida por su peso hizo que se desprendiera la tierra incrustada en las fisuras de las piedras, cayera al río y fuera arrastrada por la fuerte corriente que discurría paralela a la carretera.

Christian siguió avanzando rápidamente, con paso firme: sabía que Stephanie no era de las que gritaban con facilidad. Hacía mucho tiempo que la conocía, y en todos aquellos años solo había visto llorar a su amiga en una ocasión. Sin embargo, también era consciente de que tenía un fuerte temperamento, así que no le pilló del todo por sorpresa el hecho de que, al irrumpir en la tienda, la viera de pie al lado de la figura abatida, con una baguette doblada en la mano.

—Pero ¿qué demonios…?

Los ojos de Stephanie se encontraron de repente con los de Christian, quien retrocedió un paso ante la expresión enajenada de su cara.

—Salió de la nada y vino hacia mí… ¡Dios mío! ¿Lo he matado?

Stephanie se pasó una mano temblorosa por el cabello. Christian se arrodilló para deslizar sus dedos bajo la tira del casco que llevaba el sujeto, y comprobó aliviado que todavía tenía pulso.

—Está bien. Solo inconsciente. Creo que el casco lo ha salvado. ¿Sabes quién es?

—Ni idea. Creí que era un monstruo… —balbuceó ella, y al decirlo se dio cuenta de lo absurdo de aquella explicación, ahora que resultaba obvio que era una persona.

Pero al observar el cuerpo con mayor atención, Christian se dio cuenta de que cualquiera habría podido equivocarse. El hombre tendido en el suelo era muy alto y extremadamente delgado, y el traje ceñido de lycra que llevaba acentuaba aún más las protuberancias angulosas de su cuerpo esquelético. Bajo el casco, un pasamontañas de lana le cubría el rostro, con excepción de los ojos, y unas manoplas en forma de garra le protegían las manos. Sus estrechos pantalones negros se fundían con unos voluminosos botines perfectamente ajustados sobre el calzado especial que llevaba, provisto de un taco visible en mitad de la suela. Se veía además el tenue resplandor de una luz roja.

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