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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (7 page)

BOOK: L’épicerie
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Annie levantó una ceja.

—¿Café
crrrème,
eh? ¡Qué elegante!

Con un poco más de jaleo de lo normal, Fabian por fin emergió del otro lado del mostrador con dos tazas.

—Lo siento —dijo, aturullado al ver que el cremoso café se derramaba sobre los platillos al depositar las tazas sobre la mesa—. ¡No soy buen camarero!

Volvió a la barra para coger su propia taza, obviamente con la intención de unirse a ellas, y solo cuando lo vio acercarse a la mesa Josette se dio cuenta del peligro.

Iba a sentarse frente a ella, de espaldas a la chimenea. Y Jacques estaba sentado en el banco, con una mueca perversa en la cara mientras avivaba las llamas con su aliento.

—¡No! —Josette se puso en pie de un salto, haciendo que Fabian derramase su café—. No, no te sientes ahí, cariño. Mejor aquí. Así le podrás contar a Annie tus planes para reformar el bar.

Annie miró a Josette de hito en hito, pero no dijo nada, y Fabian se limitó a obedecer con una expresión alarmada mientras tomaba asiento.

Pero a diferencia de Josette, ninguno de los dos era consciente de lo que Jacques era capaz de hacer con el fuego. Josette había sido testigo de primera mano de ello no hacía mucho tiempo, y no quería volver a correr ese riesgo. No tenía ganas de volver a ver unas posaderas quemadas. Por mucho que deseara que Fabian se fuera.

En el hogar, Jacques no disimulaba ahora su enojo, con el labio inferior casi por debajo de la barbilla, acusándola de traición con los ojos. Josette cogió el atizador, entreteniéndose con el fuego mientras Fabian empezaba a contarle a Annie sus grandes ideas.

—Así no —susurró Josette a su marido—. No con violencia. —Jacques se revolvió frustrado en su asiento—. Lo arreglaremos. Te lo prometo.

Puso el atizador en su sitio y se sentó justo cuando Fabian explicaba que quería tirar la pared del fondo, momento en el cual Jacques empezó a mecerse hacia delante y hacia atrás, tapándose las orejas angustiado.

Josette dio un sorbo al café.

Y tuvo que reconocer que estaba muy bueno. Bueno de veras.

Annie se había entretenido más tiempo en la tienda de lo que pensaba. Solo había ido a comprar unas cuantas cosas, en su mayoría para Stephanie debido a la maldita orden de alejamiento.

Sacudió la cabeza como respuesta a su percepción de que el mundo se había vuelto loco.

¡Nunca había oído algo semejante! Llamar al abogado para mantener a alguien alejado de uno. ¿Por qué no hablar las cosas cara a cara y resolver los problemas como era debido? Si no funcionaba, siempre quedaba la posibilidad de comprarse un perro peligroso. Ridículo, eso es lo que era.

Había ido a la tienda con la intención de decirle su opinión a ese tal Fabian. Pero, por alguna razón, se le había ido de la cabeza mientras él parloteaba sobre sus grandes planes para la tienda. Y después vino el café. Nunca había probado nada semejante. En el momento en que el néctar con un suave toque amargo llegó a sus papilas gustativas se volvió adicta. Aceptó gustosamente otra taza, y hubiera tomado una tercera de no haber sido porque su cerebro ya estaba pasado de revoluciones debido a la cafeína.

Al advertir su entusiasmo, Fabian empezó a alabar la mezcla y a farfullar algo sobre la elevada altitud en la que se cultivaba aquel café en Yemen, por supuesto en condiciones de comercio justo, pero Annie no le escuchaba. Como cualquier auténtica adicta, eso no le importaba en absoluto. Se había quedado mirando fijamente el fondo de la taza, preguntándose cuánto tiempo aguantaría sin otra dosis.

Y por esa razón se había olvidado por completo de su intención de reprenderlo por la orden de alejamiento.

Seguía refunfuñando disgustada consigo misma cuando llegó al Auberge y abrió la puerta.


Bonjourrr!

Stephanie alzó la vista de los cubiertos y los vasos que estaba ordenando y sonrió.


Bonjour,
Annie. —Dio sendos besos en las mejillas arrugadas de su amiga mientras Lorna asomaba la cabeza desde la cocina.


Bonjour,
Annie. Lo siento, pero ahora no puedo atenderte —explicó Lorna alzando los brazos cubiertos de harina mientras abrazaba a la anciana con cuidado de no mancharla—. Tengo que preparar la cena.

—Sigue con lo tuyo, querida. He venido a ver a Stephanie.

Lorna regresó a la cocina, y enseguida empezaron a oírse los golpes repetitivos que daba con el rodillo. Annie dejó la pequeña bolsa de la compra sobre la barra.

—Oh, gracias. Es un incordio no poder ir a comprar pan y leche. ¿Puedo ofrecerte un café por las molestias?

—¡No! Hoy no puedo tomarrr más café.

Stephanie alzó una ceja y Annie, que no había podido nunca ocultar la verdad, acabó confesando dónde había pasado la última hora. Y con quién había estado tomando café.

—¡Me siento como una trrraidorrra! —dijo al acabar su confesión—. ¡Perro está tan bueno!

—Vaya, como castigo puedes ayudarme a preparar estas mesas —dijo Stephanie riendo—. Paul volverá tarde, así que me han pedido que trabaje esta noche, lo que significa que tengo que llegar al colegio a tiempo para recoger a Chloé. Tendrá que entretenerse aquí esta tarde como pueda.

—Puedo llevármela a casa —propuso Annie, contenta ante la perspectiva de pasar algún tiempo con la niña.

—¿Estás segura?

Annie asintió.

—¡Eres un tesoro! —Stephanie le plantó de nuevo un beso en la mejilla.

Desde su llegada a Fogas hacía ya siete años, Stephanie tenía como mejor amiga a Annie Estaque. No se había dejado amilanar ni por un momento por sus bruscos modales o su brusca manera de hablar, y había intuido la existencia de un corazón de oro por debajo de la ruda apariencia exterior, y lo que para ella era aún más importante, un afecto genuino hacia Chloé.

A Stephanie también le gustaba el hecho de que Annie no le hiciera preguntas, a diferencia de otros vecinos que no ocultaban su curiosidad por el padre de Chloé. Por otra parte, la mujer era muy reservada en todo lo que hacía referencia al padre de Véronique, cuya identidad seguía siendo un misterio.

—Ya te lo he dicho varrrias veces, puedes dejar a Chloé conmigo siemprrre que quierrras —dijo Annie mientras empezaba a doblar servilletas, arañando el papel con los callos de sus manos al hacer los dobleces—. Es muy buena niña. Nunca da prrroblemas.

—Ya, eso es porque le dejas hacer saltos mortales en el prado al lado del establo.

Annie estaba concentrada en el plegado de los triángulos de papel, pero sus ojos centelleaban.

—De acuerdo, esta noche podréis hablar largo y tendido sobre vuestro nuevo héroe.

—¿Hérrroe?

—¡Fabian Servat! Chloé está loca por él. Dice que se parece mucho a su ídolo Jules Léotard, el creador del trapecio. No para de darme la lata para que lo invite a cenar, porque está convencida de que tiene que ser un acróbata. —Al decir aquello, Stephanie lanzó un bufido—. ¡Yo diría que más bien se parece a un payaso!

—Es bueno parrra ella —dijo Annie con voz suave, mientras colocaba en su lugar la última de las servilletas—. Tener un hombrrre al que admirrrar.

—Ya lo sé —suspiró Stephanie mientras se quitaba el delantal—. Es solo que…

—¿Porrr qué precisamente él?

—Exacto. De todos los hombres que hay por aquí, ¿por qué él?

—Podrrría ser peor. Podría haberse fijado en Berrrnarrrd Mirrrouze.

Stephanie prorrumpió en carcajadas al pensar en el rechoncho peón caminero, quien había tenido en vilo a todo el municipio con la demostración de sus mortíferas habilidades tras el volante del quitanieves durante todo el invierno, y era objeto de admiración de Chloé.

—Puede que no sea tan malo —añadió Annie en un tono más serio—. Me rrrefiero a Fabian.

Stephanie se apartó los rizos pelirrojos tras las orejas y respiró hondo.

—Mira, no se lo he contado a nadie —empezó a decir—, pero tenía pensado abrir un centro de jardinería ecológica.

—¡Qué buena idea! Perrro ¿por qué te lo has tenido tan callado?

—No estaba segura de poder hacerlo. Y ahora parece ser que no me equivocaba. Por culpa de Fabian.

—¿Fabian? ¿Qué tiene que verrr él en tus planes?

—Todo. Es el propietario del terreno en el que quería abrir el negocio. Y después de los últimos acontecimientos…

—¿El terreno de los Serrrvat en Fogas? —interrumpió Annie—. Pero si no sirve. No es plano, y nadie irá hasta allí arriba para comprar plantas.

—No, no me refiero a ese terreno, sino a la pequeña parcela al lado del río, enfrente de la tienda. Es el único sitio viable en esta zona.

—Bueno, pues entonces, chica, serrrá mejor que empieces a plantar esquejes.

—¿Para qué? Nunca me lo alquilará.

—No —dijo Annie, con una amplia sonrisa en su cara—. Pero Josette sí. Es su terrreno. Ha pertenecido a la familia Rrrumeau durante generrraciones. Su abuelo cultivaba horrrtalizas allí cuando yo era una niña.

Pero Annie estaba hablando con el aire. La puerta delantera del Auberge se había cerrado con un portazo, y a través de la ventana apenas pudo entrever la alta silueta de Stephanie corriendo hacia la tienda y su melena pelirroja al viento.

—¿Todo bien? —preguntó Lorna, preocupada, asomando la cabeza por la puerta de la cocina.

—Sí, todo bien —replicó Annie, esperando a que Lorna volviera al trabajo para decir entre dientes—: Mientras se mantenga alejada de las baguettes…

Capítulo 4

T
res semanas. Tres semanas enteras. Solo habían pasado tres semanas, pero a Josette le parecía que habían sido tres años.

Se restregó las vértebras de la espalda, puesto que ya empezaban a dolerle. Muy pronto aquella molestia se extendería a la cadera derecha y al muslo, y al acabar el día se alegraría de poder poner las piernas en alto.

¡Si es que conseguía aguantar! Apenas eran las nueve de la mañana y ya estaba cansada. Se preguntó si ya se había sentido así antes de que Fabian llegara, mientras observaba cómo este limpiaba con un trapo la máquina de café. Parecía incapaz de estarse quieto un momento. Revoloteaba por el establecimiento como una mosca intentando salir por una ventana cerrada. Quizá debería darle con un periódico enrollado, aunque no creía que fuera capaz de alcanzarle.

¿De dónde sacaba tanta energía? Josette se había propuesto ser la primera en levantarse para abrir las contraventanas de par en par, alzar el pestillo de la puerta y poder estar a solas en la tienda un rato. Bueno, a solas con Jacques. Pero cada vez le costaba más, porque Fabian se levantaba muy temprano y se acostaba tarde. A veces, cuando abría la puerta de entrada por la mañana, Fabian volvía de dar una vuelta en bicicleta, con la cara enrojecida, dejando una bocanada de aire frío al pasar al lado de Josette.

La hacía sentirse muy vieja. Estaba segura de que esa era la razón de que le volviera a doler la espalda. Siempre había tenido molestias, pero no tan intensas. Ahora, solo con ver a Fabian dar aquellas grandes zancadas, sus músculos sentían una punzada de dolor, envidiosos de su robusta juventud.

—Voy a por leña, tía Josette.

Esperó hasta que escuchó la puerta de atrás cerrándose de golpe para dirigirse sigilosa a la cesta de mimbre. Palpó la primera barra, y sus dedos verificaron la crujiente corteza del pan.

¡Lo sabía! Había vuelto a hacerlo.

Hundió la mano en la cesta hasta llegar a las baguettes apiladas en el fondo, demasiado duras como para que sus dedos dejaran marca al apretarlas ligeramente. Eran las barras del día anterior, y no tenía sentido dejarlas abajo del todo, porque así seguro que no se venderían.

Farfulló algo para sí misma mientras las pescaba y las colocaba a su gusto.

Por mucho que se lo hubiera comentado, él se limitaba a ignorarla, y colocaba el pan fresco sobre las barras de ayer. Aunque la propuesta de Fabian en realidad consistía en desechar lo que quedara del día anterior. ¡Qué desperdicio!

Y lo mismo con el queso. Sacaba un queso entero del almacén antes de que se hubiera acabado el anterior. ¿Quién en su sano juicio querría el trozo del final, cuando al lado podía verse el inmaculado círculo dorado de un Moulis o un Beth-male?

Al oír sus pasos rotundos debido a la carga que llevaba, Josette volvió a su puesto en la caja justo cuando Fabian entraba en el bar. Dejó caer la madera en el hogar con gran estrépito, haciendo que Jacques despertara sobresaltado, y luego procedió a remover y atizar el fuego, bajo la mirada indignada del fantasma.

Josette miró por la ventana. ¿Realmente sería capaz de soportar su presencia durante cinco semanas más? ¡Tal vez hubiera sido mejor dejar que Jacques lo flambeara!

Su mirada fue vagando hasta llegar al Auberge, apenas visible al final del pueblo, y vio a Paul subido en una escalera para colgar un banderín con forma de corazón.

¡Era San Valentín! ¡Claro! Véronique había pasado por la tienda hacía un par de días al regresar del hospital, y le había dicho que el Auberge por primera vez estaba reservado al completo. Todas las habitaciones estaban ocupadas y esa noche había treinta reservas para la cena temática. Josette estaba orgullosa de la joven pareja británica, que parecía estar saliéndose con la suya a pesar de las dificultades a las que tuvieron que hacer frente a causa de la renuencia de algunos vecinos, que no les querían en el pueblo.

De repente pensó que tal vez ella estaba haciendo lo mismo con Fabian. Poniéndoselo difícil, buscando una justificación para su enojo, cuando la verdad era que no quería que un extraño invadiera su espacio.

Pero había algo más que una guerra de baguettes añejas y queso duro.

Echaba de menos su situación antes de que él irrumpiera en su vida y la trastocara. Su nueva máquina de hacer café había demostrado ser un éxito, y ahora cada mañana había mucho movimiento de gente que se dejaba caer para recibir una dosis de cafeína antes de ir a trabajar. Gente a la que ni siquiera conocía. Y a la que nunca tendría oportunidad de conocer, puesto que Fabian les atendía con ruda eficiencia.

Actuaba del mismo modo con los clientes de la tienda. No había tiempo para charlar con los brazos sobre el mostrador, para oír qué tal le había ido a Christian en la subasta de ganado o lo bien que estaba funcionando la peluquería de Monique Sentenac. Desde que Fabian estaba al cargo, todo se reducía a «aquí tiene su compra, gracias y hasta pronto».

Todo eran prisas. Y parecía que solo pensaba en balances y márgenes de beneficios, elaborando constantemente aquellas malditas hojas de cálculo y parloteando sobre emitir acciones y reducir los gastos indirectos. La mayoría de aquellos conceptos resultaban incomprensibles para ella. Por ejemplo, Fabian había comentado hacía unos cuantos días que deberían pensar cómo amortizarían las reformas, y ella le había contestado que estaba de acuerdo con el tipo de mortero utilizado. Fabian se echó a reír, al igual que Jacques, y Josette subió las escaleras enojada en busca de su diccionario.

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