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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (26 page)

BOOK: L’épicerie
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—Cinco ristras de salchichón, por favor, Josette —dijo Paul con ojos risueños mientras todos se reían.

—¿Lo ves? No puede. Un inglés no sabe nada del amor.

Paul guardó la compra en la bolsa y se volvió hacia Fabian.

—Bueno, os diré lo que sé del amor. Solo sé que es el más bello de los sueños —dijo en un sonoro tono de voz mientras se hacía el silencio en el local—, y también la peor de las pesadillas.

—¡Oh, eso es precioso! —dijo Josette entusiasmada—. ¡Di algo más!

El inglés se tomó un momento para traducir correctamente al francés y siguió hablando.

—El amor es un consuelo, como la luz del sol después de la lluvia.

—¡Sigue! —dijo Véronique con el rostro iluminado.

Paul hizo un gesto dramático y prosiguió.

—El amor unilateral duele —añadió mientras Fabian asentía enérgicamente para demostrar que estaba de acuerdo—. Pero si es correspondido, es capaz de curar.

—¡Ahhhh! —Josette aplaudió, e incluso Annie parecía tener los ojos empañados cuando Paul cogió su bolsa de la compra para marcharse.

—Y para acabar, el último consejo inglés —puso un brazo alrededor de Fabian y habló lentamente, como si no quisiera desvirtuar las palabras escritas hacía mucho tiempo en otro idioma—: Es hermosa y por tanto hay que cortejarla. Es una mujer, y por tanto hay que conquistarla.

Se despidió y salió del bar en silencio, dejando que sus vecinos franceses digirieran aquella lección de amor.

—¡Ha sido increíble! —suspiró Josette al tiempo que limpiaba los cristales de sus gafas—. ¿Quién hubiera imaginado que el inglés pudiera ser tan romántico? Y además se le ha ocurrido sobre la marcha. ¡Increíble! ¿No crees, René?

—¿Qué? —René alzó la vista del folio en que había estado garabateando velozmente.

—¿Qué estás escribiendo? —preguntó Véronique, estirando el cuello sobre él para ver la carta.

—Es una pena no aprovechar estas frases. Las voy a incluir en la carta para Bernard. ¿Qué era lo último que ha dicho?

Véronique le dio una colleja. Afuera, Paul regresaba al Auberge preguntándose si sus lamentables traducciones habrían hecho a Shakespeare revolverse en su tumba.

Cuando aquella exhaustiva discusión sobre el romanticismo concluyó y sus participantes regresaron a casa, aquel despampanante día primaveral dio paso a la noche, y el aire gélido recordó a los vecinos que faltaba mucho para el verano. Pasaron las horas y a medida que se aproximaba la medianoche La Rivière quedó envuelta en la calma, todas las contraventanas cerradas y las luces apagadas.

No quedaba nadie para ver a la figura oscura que se adentraba a hurtadillas en el callejón que llevaba de la iglesia a la tienda, pegada a las paredes y oculta bajo las sombras. Nadie que pudiera oír los sigilosos pasos que cruzaban velozmente la carretera hacia aquella parcela de terreno tan primorosamente cuidada.

De haber estado alguien allí, tal vez hubiera visto el destello de la hoja de una navaja y oído el suave siseo del metal rasgando el plástico.

Pero aun así, ese supuesto alguien habría pensado que no era nada más que una vaca que había bajado a la orilla del río a beber en mitad de la noche. Después de todo, aquello era Fogas. Y en Fogas nunca pasaba nada malo.

Capítulo 13

—¡
C
hloé! ¡Mueve el culo o me voy sin ti!

Stephanie la oyó correteando y después los pasos cansinos de su hija bajando las escaleras.

—¿Lo tienes todo?

Chloé asintió con la mochila al hombro.

—Pórtate bien, ¿me has oído? —advirtió Stephanie mientras le apartaba uno de sus negros rizos rebeldes y lo dejaba recogido detrás de la oreja acabada de lavar—. No te metas en líos.

Chloé abrió la boca para protestar, pero su madre simplemente alzó una ceja y la niña prefirió dejarlo estar.

Había salido bien parada de su día de absentismo escolar. Su madre estaba tan agradecida de que su única hija no hubiera tenido un truculento final ensartada en los cuernos de
Sarko
que no le había reñido realmente. Le había dado un sermón sobre la importancia de la educación y le había hecho escribir una carta de disculpa para madame Soum, pero no hubo más represalias.

Aquel insignificante castigo quedaba satisfactoriamente compensado por el estatus del que ahora Chloé gozaba entre sus compañeros de clase. Como ninguno de ellos había presenciado el incidente, Chloé dio rienda suelta a su imaginación para embellecer el episodio. Max y Nicolas Rogalle se mostraban especialmente entusiasmados, y le pedían a Chloé que les volviera a contar su aventura todas las mañanas de camino a la escuela. Incluso le habían perdonado su compromiso de hacerles los deberes de matemáticas, honrados de tener el privilegio de compartir el camino con una torera de carne y hueso.

Pero lo mejor de aquel coqueteo de Chloé con la muerte fue que su madre finalmente había aceptado que practicara saltos mortales. Resultó que hacía mucho tiempo que estaba al tanto de las travesuras de Chloé, las sesiones de acrobacias detrás del establo de Annie y el libro que utilizaba para entrenar. Y ya no quería más secretos. Hizo prometer a Chloé que no volvería a practicar en el campo de Christian. La niña aceptó de buen grado, teniendo en cuenta lo que allí había sucedido, y a cambio Stephanie le dio permiso para utilizar el jardín de la parte trasera de la casa.

—¿Has cogido el libro?

Chloé dio unos golpecitos a la bolsa en la que se encontraba el manual de gimnasia, ahora aún más valioso después de que el heroico Fabian lo hubiera rescatado, y Stephanie le acarició el pelo cariñosamente.

—¿Y el cepillo de dientes?

Otro golpecito en la bolsa.

—Solo un par de semanas más, cariño, y todo volverá a la normalidad.

—Ya lo sé, mamá. No pasa nada. Además, Annie me dijo que me ayudaría a practicar la voltereta lateral sin manos…

Stephanie puso una mano sobre la boca de su hija.

—No quiero saber nada de eso, ¿de acuerdo? Si no me pasaré todo el día imaginando que te has roto todos los huesos.

Chloé sonrió tras la mano de su madre.

—Ahora sube al coche antes de que cambie de opinión y te ate a la pata de la mesa.

Stephanie cerró la puerta tras ellas y vio a su hija bajar brincando por el camino hasta llegar a la furgoneta. Durante todos aquellos años había intentado evitar lo inevitable, esforzándose por impedir algo para lo que Chloé estaba predestinada. El incidente con el toro había sido necesario para que Stephanie aceptara la realidad: Chloé era una acróbata, pura y simplemente.

Aquel pensamiento provocaba en Stephanie una mezcla de orgullo y temor. Se sentía orgullosa de que su hija hubiera heredado las habilidades de su padre, pero tenía miedo de adónde podía conducirle su práctica. Y de las preguntas que esta suscitaría.

• • •

—¿Lo tienes todo?

Fabian asintió dando unos golpecitos en la mochila.

—¿No te has olvidado el cepillo de dientes y el pijama?

Fabian se rio y le dio un abrazo a su tía.

—¡Tengo treinta y cinco años, tía Josette! Creo que ya soy mayorcito para cuidar de mí mismo.

Puso la bolsa en el asiento del copiloto. El resto del coche estaba ocupado por muebles viejos, cacerolas y sartenes y una vajilla que había recibido de los vecinos al enterarse de que se mudaba a la casa en Picarets. No quedaba sitio para la bicicleta, aunque eso no importaba, puesto que no era posible reparar el hermoso modelo de la marca Time y tendría que comprar una nueva.

—¿Estás seguro de que no quieres llevarte la cama? —insistió Josette.

—¡Déjalo ya!

—¡Eh! —Josette se apartó indignada—. Solo me estoy preocupando por ti.

—¡Y yo que creía que no veías el momento de librarte de mí! —dijo Fabian bromeando mientras regresaban al bar.

—Ya sabes que no es eso —protestó Josette mirando de soslayo a Jacques, que estaba sentado en el banco de la chimenea con aspecto apesadumbrado—. Es que…

Fabian le pasó un brazo por sus escuálidos hombros y la besó en la mejilla.

—Ya lo sé. De veras. ¿Te apetece tomar una taza de café y ayudarme a elegir una bicicleta nueva antes de que me vaya?

Fabian se sentó y empezó a hojear un catálogo, mientras Josette seguía intentando entender el funcionamiento de la máquina de café.

Stephanie esperó para seguir su camino hasta que la mata de pelo negro de Chloé desapareció detrás de la puerta de Annie. Era otro hermoso día, el cielo azul celeste aparecía únicamente jaspeado por unas pocas volutas de nubes y el sol bañaba con sus rayos los verdes prados. Los árboles del bosque también empezaban a echar brotes, en algunos incluso ya se intuían las hojas. Muy pronto el muérdago que engalanaba las ramas desnudas quedaría de nuevo oculto hasta que llegara el otoño.

Era uno de esos días en que el confinamiento en el Auberge resultaba difícil de llevar.

Pero era un buen empleo, y le encantaba trabajar con Lorna y Paul. Su inglés había mejorado, aunque no al mismo ritmo que ellos aprendían francés, pero era algo positivo. De todos modos, solían comunicarse en una mezcla de ambos idiomas.

En general todo iba bien. El trabajo en el Auberge le daba para vivir, y en menos de un mes abriría su negocio y tendría otra fuente de ingresos. Muy pronto podría incluso permitirse que Chloé recibiera clases de gimnasia.

Sacudió la cabeza con incredulidad ante aquella idea. ¡Parecía increíble que estuviera considerando aquella posibilidad!

Y por supuesto, la buena noticia era que Fabian había retirado la orden de alejamiento y, para su sorpresa, también había renunciado al pago de la factura por los desperfectos causados a su bicicleta. Había ido a verla al Auberge el día después del incidente con
Sarko,
y Lorna no pudo evitar reírse de él al verlo de pie en la entrada, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro como un adolescente nervioso. Cuando por fin consiguió hablar, le dijo que no tenía que compensarle económicamente por ninguno de los dos accidentes.

Era un alivio. Stephanie había hecho ajustes en los gastos para poder pagar el alquiler, la compra de más plantas y la valla que todavía había que instalar en el centro de jardinería. A ello había que sumar los pagos que tenía que hacer para devolver el pequeño crédito con garantía que había pedido para poner en marcha su negocio. De modo que cuando Fabian le dijo que le perdonaba la deuda, sintió el impulso de volver a besarlo. Pero algo le hizo contenerse. Fabian tenía un aspecto tan vulnerable como una polilla revoloteando alrededor de una vela.

Le dio las gracias efusivamente y después un breve abrazo, para regocijo de Lorna. La inglesa estaba convencida de que Fabian estaba loco por Stephanie, y esta pensaba que en ese caso sería mejor que fuera un amor platónico.

Lo cual inmediatamente la hizo pensar en Pierre y sentir aquel familiar cosquilleo que le provocaba pinchazos en la piel.

Solo faltaban cuatro semanas para que fuera a visitarla. Stephanie ya no sabía si lo que más ansiaba era su visita o la inauguración de su negocio. Todavía tenía que decírselo a Chloé, algo que no le apetecía lo más mínimo. Especialmente ahora que la niña parecía creer que Fabian sería perfecto como padre.

Stephanie tenía que admitir, no obstante, que le debía a Fabian mucho más de lo que se podía pagar con dinero. Se estremeció, sin querer ni imaginar qué hubiera podido pasar de no haber estado él allí.

Estaba sumida en aquel lúgubre pensamiento cuando de pronto apareció un ciervo en la carretera dando un grácil salto, seguido por un fauno con las piernas demasiado largas para su cuerpo, y Stephanie pegó un frenazo. Ambos cruzaron la carretera a toda velocidad ante ella y se adentraron en el bosque a su izquierda.

—¡Qué belleza! —suspiró siguiendo con la vista sus evoluciones hasta que se perdieron entre el follaje.

Era como un buen augurio. Tal vez una metáfora de ella y Chloé, pensó mientras reemprendía la marcha. Seguía considerándolo cuando llegó al cruce frente al Auberge y giró a la derecha hacia la tienda. De haber sabido que un hombre con indumentaria de cazador y prismáticos la vigilaba desde su escondrijo en el camino que rodeaba el pueblo por detrás, seguramente se habría dado cuenta de lo acertado de aquella metáfora.

—No entiendo nada. ¿Me estás diciendo que vale tres mil euros y ni siquiera te dan las ruedas?

Josette estaba mirando horrorizada el catálogo de bicicletas.

—Está hecha de carbono —dijo Fabian en un tono defensivo.

—¡Los lápices también y no cuestan tanto!

—Pero es de gama alta. Por eso es tan cara.

—No tiene sentido. No te hará ir más rápido de A a B.

—Claro que sí, si uno es lo bastante bueno.

—¿Y tú lo eres? ¿Tres mil euros por ser bueno?

Fabian le quitó el catálogo de las manos.

—No lo entiendes —masculló Fabian.

—¡Pues claro que no! Es una locura pagar ese dinero por una bicicleta. Sobre todo teniendo en cuenta tu historial en esta región. En solo diez semanas te has cargado dos.

—¡No fue culpa mía!

—No, en eso tienes razón. Aun así, como mínimo me parece una extravagancia. —Josette se puso en pie y limpió las tazas—. ¿No puedes encontrar nada más barato?

—No quiero nada más barato —dijo Fabian enfurruñado.

La mujer sacudió la cabeza con desdén ante la naturaleza despilfarradora de las nuevas generaciones, mirando con complicidad a su marido. Acababa de volverse hacia Fabian para seguir reprendiéndolo cuando se abrió la puerta de golpe y apareció Stephanie tambaleándose en la entrada.

—¿Qué pasa? —exclamó Josette alarmada al ver el rostro lívido de la joven.

Stephanie avanzó torpemente, a punto de desmayarse, y Fabian se puso en pie de un salto y la sostuvo rodeándola con un brazo, acompañándola a una silla.

—¿Estás herida? —preguntó preocupado.

Stephanie lo miraba con los ojos desenfocados.

—El centro de jardinería…

—¿Qué ha pasado?

—Alguien… Alguien ha… —Sacudió la cabeza en un gesto de desesperación y hundió la cara en sus manos, incapaz de seguir hablando.

—Quédate con ella —dijo Fabian, que de inmediato salió del bar y cruzó la carretera.

No tuvo que ir muy lejos. Enseguida se dio cuenta del alcance de los daños.

—¡Dios mío!

El invernadero había sido desgarrado, probablemente con un cuchillo, y la lona de plástico colgaba de la estructura hecha jirones. El suelo aparecía salpicado de macetas rotas y plantas boca arriba, con las raíces al aire y los tallos quebrados. Los responsables habían incluso volcado el depósito de agua que Stephanie utilizaba para recoger el agua de lluvia, que normalmente estaba justo en la entrada, y la tierra a su alrededor estaba inundada.

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