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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (29 page)

BOOK: L’épicerie
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Jacques seguía allí, frotándose la espalda, con los ojos clavados en la carretera.

Josette no sabía qué buscaba, y él tampoco había intentado explicárselo. Solo sabía que tenía que ver con el incidente acontecido al otro lado de la carretera, y que era algo que le inquietaba lo suficiente como para hacer guardia día y noche. No tenía objeto intentar disuadirle. Simplemente esperaba que aquello que tanto le preocupaba se resolviera pronto. De lo contrario, aquella vigilia podría significar su muerte. Si es que aquella opción era posible.

Recorrió con la mirada la tienda, que tanto había cambiado en las últimas semanas. Ahora ya no era un local en obras, sino un espacio limpio y moderno. Las obras estaban casi acabadas, el revocado listo, y faltaba muy poco para acabar de pintar. Solo quedaban algunos anaqueles por colocar, y después Josette y Fabian podrían empezar a llenarlo con los artículos.

Estaba impaciente. En una semana estaría todo listo para volver a abrir.

Dejó caer de nuevo la lona, echando un último vistazo a la espalda jorobada de Jacques.

—¿Madame Servat? —Un repartidor estaba en la puerta, secándose la frente sudorosa—. ¡Dios mío —dijo señalando la chimenea—, qué calor hace aquí dentro! Sacó un bolígrafo y una tablilla sujetapapeles con un recibo para que lo firmara.

—Aunque ya estoy acostumbrado —prosiguió mientras dejaba una caja sobre la mesa y Josette le devolvía la tablilla—. Mi abuela vive con nosotros y el frío le sienta fatal. Debe de ser cosa de la edad. ¡Mejor que esté calentita!

Incapaz de explicarle la verdadera razón por la que había encendido el fuego, Josette sintió que se le erizaba el pelo de rabia.

¡Claro, la edad! Cuando el hombre estaba a punto de subir a la furgoneta, Josette cogió una jarra llena de agua y la arrojó sobre los troncos en llamas. La estancia se llenó de nubes de vapor que la hicieron toser. Si el repartidor hubiese mirado por el retrovisor al arrancar la furgoneta hubiera visto la puerta del bar abierta de par en par para dejar salir las espirales de humo blanco, y a la mujer a la que acababa de llevar un paquete fuera, tosiendo y resollando.

El bar se ventiló enseguida, pero Jacques no se movió, sino que se limitó a mirar a su mujer sorprendido mientras ella tomaba asiento en una de las nuevas mesas que Fabian había puesto en la terraza. Otra fantástica idea de su sobrino, pensó Josette mientras veía pasar los coches, apenas consciente de que ahora consideraba como familiar suyo al hombre del que había querido librarse hacía solo tres meses. La superficie delante de la tienda nunca había sido realmente aprovechada. Hasta entonces, la única concesión para aquellos que querían tomar algo al sol había sido una vieja mesa de picnic destartalada. Pero Fabian había encargado al contratista la construcción de una pequeña terraza, decorada con cuatro mesas y sus respectivas sillas bajo unas pérgolas de madera. Había plantado dos jóvenes glicinias en cada uno de los extremos, que en unos cuantos años darían sombra en los días calurosos del verano.

Josette se levantó con desgana de la silla y volvió lentamente al bar, ahora con la chimenea apagada, para seguir haciendo inventario, tarea que había empezado por la mañana. Otro de los cambios instaurados por Fabian, ¡aunque no tan agradable como sentarse en la terraza! Sin embargo, ahora sabía que tenían bastantes cordones de zapatos negros como para abastecer al pueblo durante todo un siglo, y que cuando volviera la moda de coser sacarían ventaja a sus rivales gracias a sus reservas de hilos de colores.

Agradecida por aquella oportunidad de dejarlo todo para más tarde, volvió su atención hacia el paquete, y al inspeccionarlo percibió un leve pero penetrante olor a humo que salía del cartón. ¿Qué habría dentro? Todos los pedidos de mercancías nuevas ya habían llegado. Cada vez más intrigada, rasgó la cinta que cerraba el paquete por su parte superior y en su interior, sobre un montículo envuelto en un embalaje de burbujas, encontró una nota.

Reconoció la caligrafía inclinada y leyó rápidamente la nota antes de retirar las capas de plástico protector.

—¡Jacques! —exclamó, mientras se llevaba la mano a la garganta—. ¡Ven, rápido!

Jacques había perdido la cuenta, ya no sabía cuántos días llevaba haciendo guardia. O cuántas semanas.

Casi había perdido la cabeza.

Aquella vigilancia era lo más duro que había hecho nunca, siempre de pie, intentando no quedarse dormido. Sintió que su cabeza se inclinaba hacia adelante y que se le cerraban los ojos en contra de su voluntad, de modo que pasó el peso del cuerpo de un pie a otro para luchar contra el cansancio.

¿Acaso estaba perdiendo el tiempo? ¿Debería darse por vencido y aceptar que nunca volvería a ver al hombre con botas Le Chameau?

Pero después pensaba en Stephanie y recordaba su aspecto vulnerable, el centro de jardinería destruido, todo aquel trabajo para nada. Enderezó la columna, estiró las piernas y miró el reloj.

Empezaba a caérsele la cabeza otra vez cuando oyó el grito ahogado de su esposa procedente del bar.

Se despertó de golpe y se dirigió velozmente hacia el lugar en el que se encontraba Josette, con los ojos fijos en una caja abierta delante de ella, sobre la mesa.

—¡Es de Fabian! —dijo, señalando el paquete—. Lo compró con las ganancias de la subasta del vino.

Un tanto molesto por haber sido interrumpido por algo tan trivial, Jacques alargó el cuello para mirar por encima del borde de la caja de cartón y allí, entre varios pliegues de embalaje de burbujas, vio una hermosa vitrina de madera de roble. Pero lo que le dejó boquiabierto fue su contenido.

—¿Puedo? —Josette le pidió permiso con una sonrisa.

Jacques asintió y contuvo la respiración mientras Josette levantaba la tapa de cristal y extraía el primer objeto al alcance de su mano.

—¡Es auténtico! —susurró al sentir el peso del Laguiole en la palma de la mano. Recorrió con los dedos la abeja, la marca que decoraba el mango y, con sumo cuidado, extrajo la cuchilla. El acero labrado salió lentamente, y la luz reflejada sobre él dibujó espirales semejantes a las producidas por una gota de aceite en un vaso de agua.

—¿La hoja es de acero de Damasco? —preguntó, mirando fijamente el cuchillo más hermoso que había visto nunca.

Jacques sonrió y alargó un dedo fantasmagórico para recorrer suavemente el metal en toda su longitud. No podía sentir la solidez de la madera, ni el filo de la hoja, pero sí percibía una calidez semejante a la que le invadía al tocar a Josette o al sentarse al lado del fuego.

Emocionado, indicó por señas a su esposa que le enseñara el resto.

—¡Ya voy, ya voy! —respondió ella riendo mientras introducía la mano en el armario, reconociendo de inmediato el símbolo de la marca Moor’s Head del Vendetta corso. A buen seguro no era de plástico. La cuchilla era siniestra y resuelta, por oposición a la elegancia del Laguiole. Antes incluso de que hubiera vuelto a guardar la hoja, Jacques ya le estaba metiendo prisa para que abriera el siguiente, tan impaciente como un niño en la mañana de Navidad.

Había diez cuchillos en total, exactamente los diez que habían estado expuestos en la vitrina al lado de la caja durante todos aquellos años. Era como una reunión de viejos amigos que se habían perdido la pista hacía mucho tiempo, solo que en este caso no se trataba de réplicas. Josette finalmente volvió a poner el último de ellos en su lugar y cerró la tapa de cristal, limpiándola automáticamente con la manga para eliminar posibles huellas, en un gesto que con los años se había convertido en un acto reflejo.

—Haré que el contratista cuelgue la vitrina en la pared de la tienda —dijo, y a continuación volvió a envolver la vitrina en la protección de plástico—. ¡Aunque no estén a la venta!

Jacques asintió para expresar su acuerdo y, mucho más feliz de lo que había estado en las últimas semanas, regresó flotando a la ventana para reanudar la vigilancia.

Varias horas después, Josette tenía insomnio. Después de recibir el paquete, el día había transcurrido tranquilamente. Algunas personas habían pasado por la tienda de camino a su casa, y unos cuantos niños habían entrado a comprar dulces, aburridos en su segunda semana de vacaciones escolares. Pero la amplia sonrisa que iluminaba su cara no la había abandonado durante todo el día.

¡Los cuchillos! Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto a Jacques con aquella expresión en la cara, maravillado, sus rasgos suavizados por el asombro a medida que ella los sacaba de la vitrina uno a uno. Idéntica a la del día de su boda, cuando Josette entró en el Ayuntamiento y tomó asiento a su lado, mientras las palabras del alcalde flotaban en el aire y él la miraba fijamente, con una intensidad que le hizo pensar que acabaría derretida, como si fuera a desaparecer si Jacques dejaba de mirarla un momento. Únicamente los aplausos de la familia y los amigos al concluir la ceremonia pudieron romper el conjuro, y entonces él la abrazó y le susurró al oído que nunca la abandonaría.

¡Aunque no estaba segura de que mantuviera su promesa más allá de la muerte!

Josette se resignó a pasar la noche en vela, retiró la manta y se puso las zapatillas. Se levantaría y tomaría algo caliente. Tal vez incluso echaría un vistazo a los cuchillos.

Bajó sigilosamente las escaleras, evitando pisar allí donde las tablas crujían —algo que sabía después de toda una vida allí— con el fin de no desviar la atención de Jacques de la ventana. Empujó la puerta del bar y, bajo la luz de la luna que se filtraba a través de las ventanas de la tienda, vio el resplandor blanco en que se había convertido su marido inclinado sobre la mesa, soplando con fuerza sobre el embalaje de burbujas que protegía la vitrina.

Josette encendió la luz y Jacques alzó la cabeza bruscamente, con una expresión de culpabilidad en la cara.

—¿No puedes dormir? —preguntó ella medio burlándose.

Jacques sonrió con timidez y se encogió de hombros.

Josette rio como respuesta y cruzó la estancia para aliviar su tormento, retirando el plástico para que pudiera observar los hermosos objetos ahora al descubierto.

—Son preciosos —susurró—. ¿Cómo podríamos agradecérselo?

Jacques se enderezó bruscamente y aplaudió, agitando el polvo en silencio con aquel gesto. Después señaló el armario detrás de la barra.

—¿Quieres que lo abra? —preguntó con incredulidad. No lo había utilizado durante años, porque estaba situado a demasiada altura para ella y además se encontraba en un lugar absurdo, de forma que había que retirar todos los vasos del estante antes de poder abrirlo.

Jacques asintió. Así que Josette arrastró una silla, se subió a ella y empezó a retirar todos los vasos, uno por uno.

—Será mejor que valga la pena —murmuró con la boca de nuevo llena de polvo mientras asustaba a otra araña.

Cuando por fin la estantería quedó vacía Josette asió el pequeño tirador de madera, pero la puerta estaba atrancada y se resistía a abrirse. Volvió a tirar con fuerza y la puerta cedió, haciendo que perdiera el equilibrio y estuviera a punto de caer al suelo.

—¿Y ahora qué? —preguntó con sequedad mientras miraba fijamente el revoltijo de cosas inútiles que nadie echaba de menos desde hacía más de una década. Pero no hizo falta que Jacques respondiera, porque Josette comprendió al encontrar, asomando por uno de los laterales, una caja de reducidas dimensiones. La reconoció enseguida y se la enseñó a Jacques.

—¿Esto?

Jacques asintió y después señaló la piedra de afilar que estaba metida a presión a su lado.

Josette entendió entonces lo que Jacques pretendía. Mejor dicho, lo que pretendía que ella hiciera.

Josette inició el lento proceso de volver a colocar los vasos en la estantería. ¡Iba a ser una noche muy larga!

Capítulo 15

S
tephanie no se dejaba engañar por el cielo azul que se extendía sobre Picarets y en dirección a La Rivière, que saludaba el primer día de mayo con la promesa de la inminente llegada del verano.

Había vivido en las montañas lo suficiente como para saber que no era posible prever el tiempo que iba a hacer por la franja de cielo que había encima de su cabeza. Había que mirar hacia el oeste, hacia el Mont Valier y lo que se gestase tras él. Y hoy, al otear en aquella dirección, supo que venía lluvia. Posiblemente se avecinaba incluso una tormenta.

Miró el reloj. Tendría el tiempo justo para ir a St. Girons a recoger el letrero que había encargado para el centro de jardinería antes de volver al Auberge para hacer el turno de noche. Pero en primer lugar tenía que hacer algo que había estado posponiendo durante mucho tiempo.

Se inclinó sobre el fregadero y dio unos fuertes golpes en la ventana para llamar la atención de Chloé e indicarle por señas que entrara en la casa.

—¿Has visto, mamá? —preguntó Chloé al irrumpir por la puerta de atrás.

—¿El qué?

—¡Mi voltereta lateral sin manos! ¡Mira! —Y antes de que Stephanie pudiera impedirlo, Chloé salió corriendo y se dispuso a repetir la acrobacia.

Stephanie se cubrió los ojos con las manos mirando a hurtadillas a través de los dedos las evoluciones de su hija, que corrió sobre la hierba y lanzó las piernas por encima de la cabeza, dándose impulso con los brazos, cabeza abajo en el aire durante lo que pareció demasiado tiempo, hasta que por último sus pies se posaron en el suelo. De repente Chloé estaba allí, en pie, con aspecto triunfante, sonriendo radiante a su público entusiasta. Por suerte, la audiencia supo retirar las manos de la cara justo antes de que su hija se diera cuenta.

—¡Fantástico! —exclamó Stephanie al tiempo que Chloé hacía unas reverencias y entraba lentamente en casa—. Muy bien, cariño.

—La siguiente es…

—¡Ya es suficiente! Ya conoces las normas. No quiero oír hablar de ninguna otra acrobacia hasta que la hayas perfeccionado. Así solo tengo un número limitado de posibles situaciones que me puedo imaginar cuando me preocupo por ti.

Chloé sonrió y cogió una manzana del frutero sobre la mesa, hundiendo los dientes en su roja piel.

—¿Ya es hora de ir a casa de Annie?

—Todavía no. Antes me gustaría tener una pequeña charla contigo.

Chloé arqueó una ceja mientras se sentaba en una silla, todavía con la boca llena.

—Se trata de… —La niña esperaba expectante, pero Stephanie vaciló, distraída por el ruido que hacía Chloé al masticar la manzana. ¿Cómo sería mejor abordar aquel tema?—. Mmm… el caso es que…

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