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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (24 page)

BOOK: L’épicerie
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El padre de Véronique había sido un feriante que estaba de paso en el lugar.

Yvette le dio aquella información con una expresión inmutable, que Véronique reconoció porque ella misma la había heredado. Pero en sus esfuerzos por colocar la última pieza del puzle de su paternidad, Véronique percibió que había algo más, que algo se quedaba en el tintero.

—¿Eso es todo? —preguntó, intentando ocultar su decepción. Eso tiraba por tierra todas las redacciones escritas en el colegio en las que explicaba que su padre era un piloto o una estrella de cine. Solo había sido un trabajador eventual, y ella era el resultado de una aún más eventual aventura—. ¿Eso es todo lo que sabes?

Yvette se detuvo, y su cuerpo enjuto se apoyó con fuerza en el brazo de Véronique.

—Eso es lo que Annie me dijo. —La anciana entrecerró los ojos debido a la intensa luz mientras escudriñaba los campos que se extendían ante ella.

—Pero ¿tú crees que hay algo más? —Véronique se dio cuenta de que en su voz había un tono esperanzador.

—¡Ah! —Yvette se volvió hacia ella, con ojos soñadores—. Eso sería entrar en el terreno de la especulación.

Se agachó para inspeccionar los tallos desnudos de una viña que acababa de ser podada. Muy pronto estaría cubierta de brotes, pero ahora, bajo la luz del sol poniente, la abundancia de uvas parecía una posibilidad remota.

—Mira —dijo Yvette. Cogió con su frágil mano la de Véronique y le hizo reseguir el tallo en toda su longitud.

—¡Está mojado! —exclamó Véronique al retirar el dedo cubierto de gotas de agua.

Yvette asintió.

—Son las lágrimas del vino. Sucede cada primavera, cuando las viñas vuelven a la vida. —La anciana enderezó la espalda con un crujido—. Dicen que el vino tiene que sufrir para producir el mejor de los frutos. Lo único que sé es que tu madre sufrió mucho durante el tiempo que pasó aquí. Más de lo que sería normal para tratarse de una aventura pasajera.

—¿Crees que no dice la verdad?

Yvette posó una mano arrugada sobre la mejilla de Véronique.

—No estoy segura de ello, mi querida niña. Pero tal vez deberías buscar más cerca de tu propia casa.

Así que Véronique regresó a los valles de Fogas aún más confundida que antes.

Sentía realmente la necesidad de preguntar directamente a su madre. Pero eso requería más valor del que era capaz de reunir, y estaba segura de que crearía más tensión de la que la relación con su madre podría soportar.

De todos modos, tampoco se le había presentado la oportunidad. Había regresado hacía tres semanas y en todo ese tiempo había visto a Annie un par de veces, siempre de pasada, y esta ni siquiera le había preguntado por su viaje. Véronique estaba profundamente agradecida por ello, ya que le había mortificado que su madre difundiera que se iba debido a una aventura romántica con el capitán Gaillard. Había preferido deliberadamente no decirle adónde iba, y se alegraba de que su madre hubiera supuesto que su escapada tenía algo que ver con el bombero. Simplemente no había contado con que Annie, normalmente muy reservada, empezara a contárselo a todo el mundo. Sobre todo a Christian Dupuy.

Aunque a él parecía no haberle importado.

Desde su regreso todavía no se había encontrado con él. Ahora que ya no estaba cada día detrás del mostrador de la oficina de correos, Véronique tenía la sensación de que su contacto con la comunidad se estaba resintiendo. Y eso lo llevaba fatal.

Se había puesto en contacto con la compañía de correos para preguntarles cuándo creían que la oficina volvería a estar operativa, pero habían respondido con evasivas, arguyendo que hasta que no volviera el alcalde no podían hacer nada. A pesar de la insistencia de Pascal Souquet en ejercer su autoridad en calidad de segundo de a bordo, sus gestiones no habían servido de nada: el teniente de alcalde se había limitado a murmurar que tal vez tendrían la visita de una delegación para valorar la viabilidad de la nueva oficina y la había despachado sin darle la oportunidad de preguntar nada más.

De modo que ahora estaba estancada, perdiendo el tiempo, a la espera de que el alcalde Serge Papon regresara e intentando hacer acopio de valor para preguntarle a su madre por el pasado.

Abrió la ventana para alargar un brazo y cerrar el postigo que se había soltado, y le llegó el aroma embriagador de las flores de glicinia flotando desde la pérgola del jardín.

Después cerró la ventana de golpe. No estaba de humor ni siquiera para la primavera.

Fabian tenía las largas piernas estiradas sobre el montón de leña y la cabeza echada hacia atrás. Estaba disfrutando de aquel baño de sol, y se sentía como si su cuerpo estuviera hecho de mercurio líquido, como si no tuviera ni una gota de calcio para darle a su esqueleto un mínimo de rigidez.

Lo había derretido. Había convertido sus huesos en una masa blanda. Y después se había marchado.

Respiró hondo y contuvo la respiración, permitiendo que el cálido aire de la primavera penetrara por sus venas como si fuera humo, con los ojos cerrados pero con los sentidos atentos al cambio de estación. Pudo oler el suave perfume de las flores que venía flotando desde los frutales que crecían más allá del jardín, oyó el zumbido de una abeja al pasar y los pasos livianos de una lagartija sobre el cemento, como un susurro, por encima de las hojas secas que quedaban en el suelo. Y cuando espiró, notó de nuevo un tenue sabor a miel, como si los labios de Stephanie siguieran rozando los suyos.

Tenía sentido enamorarse en la época del año en que el ciclo de la vida vuelve a empezar. El único problema era que el objeto de su deseo no sentía lo mismo.

Seguía atolondrado por el afecto del que Stephanie le había hecho depositario en el campo de Christian. Solo hacía cinco días de ello, y sin embargo, su vida con anterioridad a ese momento parecía un conjunto de vagos recuerdos, como si ahora la viera a través de un cristal envejecido por el tiempo. Sus besos le habían dejado marca, despertándole a una realidad hasta entonces desconocida para él.

Pero para Stephanie solo habían sido un par de besos otorgados en un momento de gratitud, nada más. Fabian se dio cuenta enseguida, al verla dar marcha atrás con su furgoneta para después salir y guardar el cuadro de bicicleta destrozado en el maletero. Stephanie se movió rápido, enérgicamente, como de costumbre, pero Fabian se quedó inmóvil, con los ojos fijos en ella como un sistema de orientación de misiles defectuoso, capaz de ver el objetivo pero incapaz de moverse.

—¿Estás bien, Fabian? —oyó preguntar a Chloé, mientras la niña deslizaba una de sus minúsculas manos entre las suyas.

Él únicamente consiguió asentir con la cabeza, y la niña lo condujo hasta la furgoneta.

—Mamá tiene ese efecto en la gente —dijo mientras le hacía tomar asiento y le ponía el cinturón de seguridad—. Puede hacer que te sientas mareado.

—¿Todo a punto? —preguntó Stephanie al sentarse al lado de Fabian y rozarle la pierna con la mano al poner primera. El parisino sintió una lengua de fuego subiéndole por el muslo. Pero justo después, ella detuvo el coche y señaló un bulto de color marrón claro en mitad del campo que acababan de abandonar—. ¿Qué es eso?

—Mi cartera.

Stephanie se volvió para mirar a su hija.

—¿Qué tienes dentro?

—Un libro.

—¿Cuál?

—Es solo un libro.

Stephanie lanzó una severa y larga mirada a Chloé, y a continuación hizo ademán de salir de la furgoneta.

—¿Adónde vas? —preguntó Chloé.

—A recuperar tu preciado libro de acrobacias.

—¿Qué? —Fabian emergió de su estupor—. ¿Estás loca? ¡Hay un toro en ese campo, por si no te habías enterado!

—Ya lo sé, pero ahora está en el otro extremo y puesto que parece obsesionado en hacer harapos tu chaqueta, puede que consiga salvarlo.

—Mamá, no lo hagas —rogó Chloé—. No vale la pena.

—¿Ah no? ¡Lo llevas contigo a todas partes! Además, ¡no creas que no estoy al tanto de tus sesiones de lectura nocturnas!

Chloé se quedó boquiabierta. ¡Mamá lo había sabido todo ese tiempo!

Stephanie echó a andar con determinación hacia el campo, pero antes de que llegara a la valla electrificada, Fabian, una vez se hubo liberado del cinturón, llegó corriendo hasta donde se encontraba.

—¡Ya voy yo! —ordenó, apartándola con un brazo—. Tú lo distraes si viene hacia mí, ¿de acuerdo?

—¿Estás seguro?

—¡Por supuesto que no! Hay que ser idiota para volver a un campo en el que hay un toro furioso del que acabas de escapar.

—Entonces, ¿por qué lo haces? —Stephanie alzó la vista hacia él, y Fabian no pudo evitar reparar en el color de sus ojos, idéntico al del musgo cubierto de rocío bajo el sol matinal.

—Porque soy un idiota. —Y con esas palabras saltó por encima del filamento de alambre antes de que le diera tiempo a cambiar de opinión.

Consiguió recuperar el libro y regresar al coche sin que
Sarko
se volviera a mirarlo siquiera, pero aun así su corazón latía con fuerza debido al miedo y también a la expectación. ¿Obtendría la misma recompensa?

Pero Stephanie no hizo el menor amago de movimiento cuando Fabian le dio la cartera, casi como si fuera consciente del daño que había causado a sus delicados circuitos. Se limitó a darle unos golpecitos en el brazo y le sostuvo la mirada durante un breve segundo.

Chloé, sin embargo, saltó sobre él y le cubrió de besos, declaró que oficialmente era su héroe y le prometió butacas de primera fila cuando debutase como acróbata.

Dejaron a Fabian en la tienda, y en ese preciso momento supo que su futuro estaba en aquel pequeño municipio que le había robado el corazón. Ni siquiera quería salir de la furgoneta, ¿cómo demonios iba a plantearse volver a París?

Entró en el bar dispuesto a hacer todo lo que la tía Josette le pidiera con tal de preservar su vida allí. Pero no fue necesario. Cerraron pronto y se sentaron a la enorme mesa para hablar sobre las posibilidades que tenían.

Para su grata sorpresa, la tía Josette le dijo que quería que se quedara, que había llegado a valorar su ayuda. Como única condición, le pedía que dejara la chimenea donde estaba, arguyendo que tenía un valor sentimental, y que había sido el lugar preferido del tío Jacques para sentarse. Aceptó considerar la posibilidad de comprar una estufa de leña en el futuro, pero, por ahora, dejarían la chimenea como estaba.

No obstante, ambos reconocieron que para que la convivencia funcionara cada uno necesitaba su espacio.

Fue la tía Josette quien le propuso que se mudara. Había buscado incluso un lugar que podría alquilar. Fabian se mostró aún más entusiasmado por la propuesta cuando descubrió que se trataba de la casa del anciano monsieur Papon, en Picarets.

Así que todo arreglado. Se le había ocurrido incluso una idea fantástica para el dinero que habían ganado al subastar el vino, ahora que la opción de quitar la chimenea había quedado descartada. A la tía Josette le encantaría, sería un regalo muy oportuno teniendo en cuenta que había sido el tío Jacques quien había comprado el vino.

Y lo mejor era que estaba enamorado de la mujer más alucinante del mundo.

Sintió un ruido sordo en el pecho cuando
Tomate,
el gato, vino a saludarle, ronroneando ostensiblemente y clavándole las zarpas en las piernas al acomodarse en él. Pero Fabian no sintió la emoción de la adoración felina. Nada podía importunarle en aquella nube de bienestar en la que se sentía flotar.

Respiró hondo. En tres días se mudaría a su nuevo hogar y además estaría más cerca de Stephanie. Al pensarlo, una amplia sonrisa se dibujó en su cara.

Christian Dupuy llegó a la tienda justo a tiempo de ver la luz del atardecer reflejada en una ventana que se acababa de cerrar en el edificio que había sido la escuela.

Véronique.

Levantó un brazo para saludar, pero no pudo ver si ella respondía porque el sol reverberaba en el cristal, y después se dirigió al bar.

Se sentía culpable por no haberse tomado la molestia de visitarla desde que había regresado de Saint Paul de Fenouillet hacía un par de semanas. Pero para ser honestos, no tenía ganas de presenciar su excitación ni de que le contase con la respiración agitada su cita romántica con el galante capitán Gaillard. Personalmente, no entendía por qué se sentía atraída hacia ese hombre. Tenía edad suficiente para ser su padre, y además se estaba quedando calvo.

Quizá fuera eso lo que la atraía de él, caviló mientras se detenía ante la puerta, con la mano en el picaporte. No podía culparla por buscar una figura paterna. Pero el capitán, de todos los hombres que había en el mundo, con aquel horrible mostacho…

Aunque eso no era asunto suyo.

Sacudió la cabeza para desechar aquellos pensamientos a los que estaba dando tantas vueltas —y también para deleitarse en los rizos de sus cabellos rubios y espesos que eran su orgullo— y después entró en el bar.


Bonjour,
Christian! —saludó Josette, con una sonrisa de bienvenida en la cara mientras él se agachaba para darle un beso.

—Pareces contenta. ¿Es la alegría de la primavera?

—¡Algo parecido!

—¿Qué tal las obras? —Christian ladeó la cabeza en dirección a la lona azul que seguía cubriendo la nueva vía de entrada a la tienda.

—¡Uff! —Josette agitó una mano con desdén como respuesta—. Se supone que volverán dentro de una semana, pero no voy a contener la respiración. ¿Le dijiste a tu madre que también me interesa instalar detectores de humo?

Christian asintió.

—Me dijo que te avisara de que no ha vuelto a saber nada del representante, pero que cuando este dé señales de vida le dirá que se ponga en contacto contigo.

—Supongo que tiene que atender un pedido importante —dijo Josette con una pícara sonrisa, ya que la madre de Christian era conocida por su sorprendente habilidad para calcinar su estofado de
boeuf bourguignon.

—¡Eso seguro! Pero mi madre está empezando a preguntarse dónde se habrá metido. Hace un mes desde que el tipo pasó por casa.

—¡Seguramente estará de vacaciones en el Mediterráneo, celebrando el contrato de su vida!

—¡Probablemente! Por suerte no le ha pagado por adelantado. —Christian echó un vistazo a la estancia vacía—. ¿Dónde está tu compinche?

—En la leñera. ¿Has venido a verle?

—Solo quería enseñarle unos cuantos números que he revisado.

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