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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (34 page)

BOOK: L’épicerie
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—¡Siempre seré tu chico bretón! —dijo con vehemencia.

Pero después de casarse, las cosas empezaron a cambiar.

La primera vez que la golpeó, Stephanie justificó su comportamiento. Era culpa suya. Ella le había incitado a hacerlo. ¿Quién podía culparle por ello? Justo después, él sollozó en sus brazos y Stephanie lo abrazó sintiendo un dolor pulsante en la mejilla y un hilo de sangre chorreando del labio roto.

La segunda vez le costó más encontrar una justificación. Había vuelto a casa borracho; habían vuelto a echarle del trabajo. Stephanie dijo algo, o quizá solo lo miró; no se acordaba. Solo recordaba la velocidad del brazo al arremeter contra ella, y que cuando volvió en sí él mantenía una toalla húmeda presionada sobre su frente. Stephanie le pidió que buscara ayuda de un profesional. Él prometió hacerlo, pero no cumplió su promesa.

Pasaron los meses y ella seguía desconcertada. Sabía que su relación estaba envenenada, y cuando cometió el error de quedarse embarazada supo que tendría que huir. Un día él volvió a casa, y al verla haciendo las maletas le suplicó que no le abandonara. Que le ayudase a cambiar. Mientras volvía a guardar la ropa lentamente en los cajones y a poner la maleta encima del armario, no paraba de decirse a sí misma que estaba actuando correctamente.

Desde el nacimiento de su hija, Bruno adoró a Chloé. Estaba embobado con ella. Al principio, la risa y los gorjeos de la niña actuaron a modo de escudo para Stephanie. Pero un buen día, poco antes del segundo cumpleaños de Chloé, Bruno volvió a perder el control. Los tres estaban sentados a la mesa, y él hizo un comentario sobre la comida. Ella replicó a la defensiva, con una respuesta insolente, y ¡zas! En esa ocasión le rompió el brazo, pero el dolor no fue nada en comparación con la angustia de oír a Chloé gritando en su trona mientras Bruno salía de la casa furibundo y su madre intentaba ponerse en pie.

Al verla de nuevo hacer la maleta, con un brazo en cabestrillo, Bruno no suplicó ni rogó. Le contó con voz tranquila qué le haría cuando la encontrara. Y ella volvió a deshacer la maleta y a ponerla en su lugar encima del armario.

Entonces empezó a idear un plan.

Bruno debió de darse cuenta. La observaba continuamente. Nunca dejaba a mano las llaves del coche. La maleta desapareció. Y ella esperó. Hasta que por fin pudo pasar a la acción.

El día del cumpleaños de Bruno él volvió a casa borracho y empezó a gritarle antes incluso de haber cerrado la puerta, agitando los puños frenéticamente en cuanto Stephanie estuvo a su alcance. La golpeó en la cara, ella intentó girarla para mitigar el impacto, y después de que los nudillos la golpearan de refilón en la mejilla, él se acercó aún más para propinar el siguiente golpe. Stephanie retrocedió velozmente y él perdió el equilibrio, cayendo con un fuerte estruendo sobre los azulejos.

Se noqueó a sí mismo.

Stephanie cogió una madeja de cordel de jardinería que había sobre la mesa, le ató las manos y le registró los bolsillos en busca de las llaves. Y también de la cartera.

Chloé estaba en el rellano, llorando tras haber presenciado la trifulca. Stephanie subió corriendo las escaleras y cogió a la niña en brazos, extrajo una pequeña maleta escondida tras el entrepaño del cuarto de aseo, en la que había ido guardando algo de ropa, subió al coche y huyó. Aparte de eso, solo se llevó la cartilla de la cuenta a su nombre, abierta después de que su madre hubiera fallecido, y las herramientas de jardinería de Bruno en el maletero. Y con ellas aprendió a ganarse la vida.

De eso hacía siete años. Durante todo el primer año vivió aterrorizada, asustada por cada ruido, siempre nerviosa cuando se encontraba rodeada de extraños. Pero gradualmente, las cosas se fueron aposentando, y su nueva vida en las montañas adquirió visos de normalidad. Había dejado de tener miedo a las sombras y aprendido a relajarse. Fogas se convirtió finalmente en su hogar.

Ahora todo iba a cambiar.

¿Cómo había conseguido dar con ellas?

Stephanie había sido extremadamente prudente. Nunca usaba su nombre de casada ni daba su dirección a gente que no conocía. Lo único que se le ocurría era el registro público en el que había dado de alta su negocio, y los papeles necesarios para conseguir el crédito del banco. Había tenido recelos a la hora de cumplimentarlos, pero había decidido que valía la pena correr aquel reducido riesgo. De todos modos, por lo que Annie había dicho, él ya llevaba algún tiempo merodeando por la zona antes de que presentara todos aquellos formularios.

Entonces, ¿cómo había conseguido encontrarlas?

Aparcó la furgoneta en el arcén y entró precipitadamente en la casa, mirando el reloj. Chloé todavía debía de estar con los Rogalle. Recogería sus cosas. Así ahorraría tiempo. Estaba subiendo las escaleras cuando sonó el teléfono, pero no se detuvo para volver abajo a cogerlo. Quienquiera que fuese podía esperar.

Ignoró los insistentes timbrazos, abrió el armario y extrajo la misma maleta que había utilizado hacía tantos años, la arrojó sobre la cama y empezó a llenarla con lo mínimo necesario.

¿Adónde irían esta vez? ¿Tal vez al extranjero? ¿Hasta dónde tendrían que huir para estar seguras?

El teléfono dejó de sonar a medio tono, y Stephanie se sobresaltó, puesto que el silencio se le antojaba ahora inquietante, al darse cuenta de la magnitud del peligro en que se encontraba. Pero se obligó a proseguir con su actividad frenética, consciente de que cada segundo era precioso y de que tal vez no dispondría de muchos más antes de que Bruno llegara.

Porque sabía que vendría. Ahora que estaba tan cerca, podía encontrar la casa. Encontrarlas. Y entonces…

¿Cuántos segundos? ¿Cuánto tiempo había perdido ya? Esa era la razón por la que las atraparía. Por culpa del miedo que paralizaba a Stephanie y hacía que sus piernas parecieran haberse tornado de piedra.

Corrió al cuarto de Chloé y mientras cogía un montón de ropa, vio de reojo el manual de gimnasia abierto sobre la cama. Era un libro enorme, y tan pesado que no era de extrañar que la niña caminase permanentemente encorvada bajo su peso, pues siempre lo llevaba consigo.

Y en ese momento, al mirar fijamente el libro, Stephanie se dio cuenta de la magnitud de lo que estaba pasando.

Chloé estaba a punto de dejar el único lugar que realmente había conocido. Sería un duro golpe. ¿Cómo podría explicárselo?

Cogió el libro y lo metió en la maleta junto con todo lo demás. Pensó que ayudaría a Chloé a no tener la sensación de romper con todo.

Estaba forcejeando con la cremallera de la maleta, apretando con fuerza la tapa para poder cerrarla, cuando de repente se acordó de Pierre.

¡Diantre! Ya debía de estar de camino, esperando encontrarla en el Auberge cuando llegara en veinte minutos. Pero para entonces ya se habrían ido.

Sacó el móvil del bolsillo de atrás y buscó el número que le había dado el día antes. Haría una llamada rápida para disculparse por tener que cancelar su cita de aquel fin de semana sin haberle podido avisar antes. Y le diría que volverían a estar en contacto muy pronto.

Aunque no fuera verdad. ¿Para qué?

Con la maleta en la mano, Stephanie bajó las escaleras con el teléfono pegado a la oreja. Ya casi había llegado. Ahora solo faltaba recoger a Chloé…

Qué extraño. Se detuvo a medio camino de las escaleras y apartó ligeramente el teléfono de la oreja para poder oír mejor.

¡Ahora! Un timbrazo. Muy cerca, como si estuviera dentro de la casa.

En un automatismo fue hacia el aparato en la entrada. Pero no era ese el teléfono que estaba sonando. Era imposible, porque alguien lo había arrancado de la conexión en la pared para desconectarlo. Lo cual no tenía sentido.

Seguía oyendo con toda claridad un teléfono que sonaba, aunque en un tono muy débil. ¿Tal vez era otro móvil?

—¿Pierre? —llamó en voz alta, confusa, preguntándose si acaso habría acudido a su casa. Pero ¿cómo? No le había dicho dónde vivía.

Cuando el teléfono dejó de sonar se dio cuenta de que estaba temblando. Bajó la vista a su móvil y comprobó que había alguien al otro lado de la línea.

—Hola, Pierre —habló en el auricular—. Perdona, no me di cuenta de que habías descolgado. Estoy…

—Hola, Stephanie —interrumpió una voz, que oyó simultáneamente en su oreja y a su espalda—. Ha pasado mucho tiempo.

No le dio tiempo a gritar, puesto que Bruno ya la había cogido por el pelo y la arrastraba obligándola a bajar los últimos peldaños.

—¿Te alegras de verme?

Stephanie miró fijamente el rostro del hombre que había esperado no volver a ver jamás, y al verlo echar el brazo hacia atrás solo tuvo tiempo de susurrar una única palabra antes de que le golpease la cara con el puño.

—¿Pierre?

Él se rio mientras Stephanie se desplomaba en el suelo.

—Nunca hubo ningún Pierre,
ma chérie.
Nunca. Solo estábamos tú y yo.

Chloé estaba aburrida. Había pasado casi toda la mañana con Max y Nicolas, pero cuando cayeron en el ritual de la absurda rivalidad entre hermanos decidió que había llegado el momento de marcharse. Mientras abandonaba el jardín, Max estaba arrodillado encima de Nicolas y le conminaba a rendirse, lo cual, Chloé lo sabía por experiencia, nunca sucedería.

Así que tomó el sendero hacia la casa de Fabian, aunque sabía que era pronto para comer, pero cuando llamó a la puerta, nadie abrió. Fue hacia la ventana y pegó la cara al cristal, escrutando el interior en penumbra de la vivienda.

Nada. Ningún indicio de movimiento.

La puerta trasera no ofreció mejores resultados, con excepción de que pudo ver mejor el interior y advertir que la bicicleta no estaba colgada del gancho que Fabian había dispuesto con este fin en el techo.

Chloé supuso que había ido a dar una vuelta, se sentó en las escaleras de la entrada y esperó. Mucho tiempo. El reloj del móvil que le había regalado Annie le indicó que había perdido treinta minutos de su vida sentada al sol, observando las abejas libando en las pocas flores que adornaban el jardín de Fabian. Y ahora estaba de nuevo aburrida.

Podría ir al jardín de casa para practicar algunas acrobacias.

Aporreó en vano la puerta de Fabian por última vez. No estaba allí, a pesar de que el día antes habían quedado. Frustrada ante la realidad de que los adultos parecían decepcionarla continuamente, giró por la esquina con aire apesadumbrado y echó a andar hacia su casa. Había dado unos cuantos pasos cuando vio la furgoneta azul de su madre aparcada frente a la puerta. Si se daba prisa, tal vez podría convencerla de que la llevara con ella de picnic. Quizás ese tal Pierre había traído consigo la máscara de apicultor.

Echó a correr, ignorando la antipatía que había sentido el día anterior hacia aquel extraño que su madre había introducido en sus vidas. Daba igual cómo fuera, sería mejor pasar el día con él que sentada a la puerta de la casa de Fabian, esperándolo.

Pero cuando llegó a la entrada se dio cuenta de que pasaba algo anormal.

Las contraventanas estaban cerradas, y las lunas de enorme tamaño que su madre había pintado en el contrahaz de los postigos brillaban bajo la reluciente luz del sol de mediodía.

Pero eso no bastó para impedir que Chloé girase el picaporte.

—Mamá, ya estoy…

Las últimas palabras quedaron ahogadas cuando un brazo fornido la cogió por el cuello y la arrastró hacia el interior. Solo tuvo tiempo de ver las marcas blancas y negras, ya conocidas por ella, en la parte interior de la muñeca, y de inmediato la puerta se cerró.

En el valle, en la carretera hacia Picarets, Fabian no sabía si podría aguantar.

El sol estaba muy alto, el aire era húmedo y bochornoso y Fabian sudaba profusamente. Sus ojos estaban llenos de tierra, irritados, al no contar con la protección de las gafas de sol, que no habían sobrevivido al accidente del día anterior. Y las moscas estaban insoportablemente pesadas. Volaban en círculos a su alrededor y se le posaban en la cara, los brazos, las orejas. Intentaba deshacerse de ellas, pero siempre aparecían en mayor número, como si Fabian ya fuera carroña y se sintieran atraídas hacia él.

Fabian tenía la impresión de que no andaban muy desencaminadas.

Agachó la cabeza y pedaleó aún con más fuerza, intentando ignorar lo que fuera que hacía crujir su rodilla derecha, que parecía estar ardiendo, y hacer caso omiso del dolor producido por los cortes en la cadera, que se habían vuelto a abrir y de los que ahora manaba la sangre a través de los vendajes. Estaba más preocupado por el dolor pulsante en la cabeza y por los círculos oscuros que enmarcaban su campo de visión.

Con la esperanza de aliviar el penoso ascenso, llevó la mano a la palanca del cambio de marchas y comprobó que no reaccionaba. Ya había accionado la marcha más baja. Solo tenía diez marchas en lugar de las veinte a las que él estaba acostumbrado.

¿Cómo había podido Jacques competir con aquel dinosaurio?, se preguntó.

Pero era lo único que Fabian tenía.

No podía calcular cuánto tiempo llevaba pedaleando. Aquella bicicleta no llevaba ciclocomputador. Ni monitor de frecuencia cardíaca que indicase su esfuerzo. Tampoco un medidor de consumo energético que midiera su eficiencia. Aunque nada de eso tenía la menor importancia: solo importaba llegar hasta Stephanie.

¿Y si llegaba demasiado tarde? ¿Y si su ex marido ya la había encontrado?

Aquellos pensamientos bastaron para hacer que Fabian rechinara los dientes y exigiera aún más a su cuerpo, que ya se encontraba al límite, y a una bicicleta cuya época de oro ya hacía tiempo que había pasado. Al sentir cómo protestaban sus piernas, y que empezaba a marearse, y al oír la bicicleta crujiendo bajo su peso, hizo una promesa al dios que pudiera estar viéndolo.

Si conseguía llegar a Stephanie a tiempo, arreglaría aquella máquina y correría con ella en la carrera Ariègeoise Cyclosportive a finales de junio en honor a Jacques. Tomó la última curva antes de entrar en Picarets, y vio la familiar furgoneta azul en el extremo del pueblo, deseando sobrevivir para poder arrepentirse de tener que cumplir con aquella promesa.

—¿Sigue sin responder?

—Ni en el móvil ni en el fijo. —Annie dejó el teléfono en el regazo. Era la tercera vez que intentaba hablar con Stephanie sin éxito—. Ya deberrría haberrr llegado a casa.

—Tal vez haya una explicación lógica —dijo Josette, intentando tranquilizar a su amiga.

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