Mientras Jacques y Chloé espiaban al hombre del bar, y Christian ponía en su sitio a Fatima Souquet, Véronique se enfrentaba a sus propios demonios.
Ya contaba con que no sería fácil, pero no se había imaginado que lo pasaría tan mal.
Subir por las escaleras hacia el piso de arriba había requerido toda su fuerza de voluntad, cada paso que daba venía acompañado de recuerdos de sí misma de pequeña huyendo por esa misma escalera, arrastrando la cartera, acosada por los niños que la perseguían. Pero al girar la llave del apartamento y entrar en él, se había sentido mucho peor.
Era la antigua aula del colegio.
Ya lo sabía. Lo que no había podido prever es que sentiría la misma parálisis que había sufrido cada día de su vida escolar.
Hacía diez minutos que estaba allí y todavía no había traspasado el umbral.
Le sudaban las palmas de las manos, notaba el pelo de la nuca apelmazado, pegado a la piel, y las piernas le temblaban como si fuera un cordero recién nacido.
—Por el amor de Dios, ¡tengo que controlarme! —dijo en voz alta, y su voz reverberó en las paredes desnudas con un timbre idéntico al de su madre—. Solo es un maldito apartamento.
Dio un paso indeciso hacia adelante.
Nadie gritó. No se oyó ningún abucheo.
Poniendo lentamente un pie tras otro, avanzó por la estancia hasta la parte de atrás, en la que había pasado aquellos días, sola en su pupitre, porque nadie quería sentarse a su lado.
Había formado parte del último grupo de alumnos de aquella escuela, quince niños entre seis y once años que compartían una única maestra, madame Eychenne. Menuda y chillona, su parecido con Edith Piaf la había hecho ganarse el mote de Gorrión mucho antes de que Véronique asistiera a la escuela. Era una educadora que se negaba a adoptar las tendencias
hippies
de los años setenta y utilizaba el miedo como herramienta de disciplina.
La menor falta traía consigo un castigo, y Véronique había sufrido tanto como los demás. Les golpeaba en los nudillos y en las piernas, y ni siquiera los alumnos de mayor edad se salvaban. Nadie se atrevía a contarlo en casa, porque se arriesgaban a recibir otro golpe de manos de sus padres, quienes lo habían aprendido de la mejor de las maestras.
En una ocasión, a la hora del patio, cuando el acoso se había hecho insufrible, Véronique entró en la clase corriendo en busca de protección, pero madame Eychenne le pidió a gritos que dejara de correr. Cuando la niña, llorando, intentó explicarle su apuro, con las palabras entrecortadas por los hipidos de angustia, la maestra le dijo bruscamente que tenía que ser más fuerte, y la obligó a salir de nuevo. Después de aquel día, Véronique ya no se molestó en quejarse, sino que pasó el tiempo deseando que llegara el día en que la escuela y madame Eychenne cayeran en el olvido. Su deseo le fue concedido, aunque demasiado tarde para que pudiera servirle de algo.
Cuando Véronique tuvo que asistir a la escuela secundaria en Seix la cantidad de alumnos había menguado; un año más tarde los pocos que quedaban fueron trasladados a la escuela del municipio vecino de Sarrat, más concurrida. Madame Eychenne se jubiló y murió diez meses más tarde, y una década después, el edificio abandonado de La Rivière, el escenario de la tortura de Véronique, fue reformado y convertido en un bloque de pisos.
¿Podría realmente considerar la posibilidad de vivir allí?
Miró por la ventana de lo que sería su futura sala de estar, y vio el campanario de la iglesia iluminado por encima del tejado de la tienda, y tras él, las montañas.
Solo era un piso con unas cuantas habitaciones. Con buenas vistas, en el centro del pueblo, y cuando la oficina de correos volviera a funcionar, estaría al lado del trabajo. Además, el piso era propiedad del municipio, de modo que el alquiler estaba subvencionado.
Se obligó a inspeccionar el resto del pequeño apartamento, y le sorprendieron agradablemente la cocina y el cuarto de baño, de un tamaño decente, aunque el dormitorio fuera un tanto reducido. ¡Como si tuviera que compartirlo!
Christian tenía razón. Sería una tonta si no aprovechara la oportunidad.
Con el tiempo lo haría suyo y borraría todos los malos recuerdos, hasta que llegase el día en que pudiera entrar por la puerta sin oír la palabra «bastarda» resonando por todo el patio.
Se le hizo un nudo en la garganta, y antes de que pudiera contenerse empezó a llorar con la frente pegada al frío cristal de la ventana.
Por muchas fotos o cojines que pusiera en el sofá, aunque colocara un jarrón con flores en la ventana, o el olor de la comida en el horno inundara aquel espacio, nada cambiaría.
Aquel edificio siempre le recordaría que no tenía padre. Y tendría que vivir con eso si se mudaba allí.
Pero Véronique no llevaba el apellido Estaque de forma gratuita.
Se dijo a sí misma unas cuantas palabras rudas que hubieran hecho sentirse orgullosa de ella a madame Eychenne, recobró la compostura y se secó los ojos con la manga.
Si aquello era lo único que se interponía entre ella y aquel apartamento, tendría que hacer algo al respecto. Pero ¿qué?
Recorrió con la mirada el pueblo hasta llegar a la masa oscura del pico de Cap de Bouirex, mientras su mente se esforzaba por encontrar una solución. Y entonces, en la penumbra de lo que algún día sería su casa, finalmente se le ocurrió un plan, que tal vez podría resolver sus problemas para siempre.
El trayecto en el Panda fue más silencioso de lo habitual. Christian y Josette habían abandonado el ayuntamiento para regresar a sus hogares por la peligrosa y sinuosa carretera, tan solo iluminada por la luna llena, que descendía desde Fogas a La Rivière. De haberse preguntado la razón, Josette habría atribuido el mutismo de Christian a la concentración que necesitaba para salvar las curvas cubiertas de una gruesa capa de nieve, por las que el Panda resbalaba puntualmente a pesar de las cadenas. Christian, por su parte, de haber sido preguntado, habría dicho que Josette estaba agotada debido al ajetreo de la reunión del consejo.
Pero ambos se equivocaban.
El silencio de Josette se debía a la sensación abrumadora de que al volver a la tienda solo encontraría un montón de rescoldos y cenizas, y a Jacques vagando sin rumbo sobre ellos, retorciéndose las manos. No era una experta en el ciclo vital de los fantasmas, pero estaba bastante segura de que no podían volver a morir, y sería típico de Jacques que causara un accidente que la dejara sin hogar. En cuanto a Fabian y las chicas, no se atrevía ni siquiera a pensar qué les habría pasado.
Había sido una idiota al aceptar asistir a la reunión. No había valido la pena escuchar a un montón de adultos discutiendo sobre un críptico protocolo. Cuando por fin pasaron a las votaciones, el resultado fue la aprobación del proyecto de Stephanie por mayoría, no se produjeron objeciones a la asignación del piso libre a Véronique y se dio luz verde al permiso de obras para la reforma del granero de Philippe Galy, que ahora debería someterse a la jurisdicción de las autoridades relevantes en St. Girons.
El debate sobre el presupuesto, sin embargo, no había estado exento de complicaciones. Christian había cedido a Pascal su papel de moderador, y el debate se había prolongado sin demasiado interés, hasta tal punto que Josette estuvo a punto de salir de la sala, tal era su ansia por volver a la tienda. Se había sorprendido a sí misma deseando que fueran las amplias posaderas de Serge Papon las que ocuparan la silla que presidía la mesa, y no el escuálido trasero de su incompetente representante.
Por suerte, el alcalde había dicho que estaría de regreso antes de la próxima reunión. Pero Josette no sabía si asistiría; todo dependía de lo que se encontrara cuando por fin llegaran al pueblo.
Apretó aún más el bolso contra su cuerpo y deseó que Christian acelerara a pesar de las malas condiciones de la carretera.
—¿Te estoy poniendo nervioso por mi forma de conducir? —preguntó Christian, al ver con el rabillo del ojo que apretaba con fuerza los nudillos.
—No, para nada. Solo tengo ganas de llegar a casa.
—Ajá. Por lo menos tú tienes ganas —murmuró Christian.
Josette observó el rostro angustiado de perfil, iluminado por el resplandor intermitente de la luz de la luna cuando no quedaba obstruida por las ramas desnudas de los árboles que flanqueaban el desfiladero.
—¿Todo bien?
—No. La verdad es que no. Es por la granja.
—¿Qué pasa con la granja? —Josette se acomodó en su asiento para poder verle mejor, preocupada por el tono de derrota de su voz.
Christian la miró de soslayo como si estuviera pensando qué le podía contar sin caer en la indiscreción. Luego profirió un suspiro de resignación.
—Mira, mis padres todavía no saben todos los detalles, así que te ruego que no digas una palabra a nadie, ¿de acuerdo?
Josette asintió, olvidando por un momento sus propios temores al percibir una intensidad inusual en la voz del joven.
—La granja tiene problemas. Problemas financieros.
—Pero puedes arreglarlo. Tienes toda la temporada por delante.
Christian le ofreció una sonrisa cáustica.
—Gracias por tener tanta fe en mí, Josette, pero creo que tiene los días contados. Solo veo una manera de salir de esto.
—No estarás pensando…
—¿En vender? Probablemente. Esperaré hasta después del verano para tomar la decisión.
Volvió a reinar el silencio, esta vez mucho más acongojante que antes.
—No puedes hacerlo —susurró finalmente Josette—. No estaría bien.
Christian se encogió de hombros.
—He estudiado todas las opciones. El banco no quiere saber nada. Y en cuanto a la posibilidad de diversificar, fui a ver a Paul al Auberge y le propuse ser su proveedor directo de carne, pero aunque eso funcionara, no sería suficiente para mantener la granja. Y para cuando pudiera ampliar ese sistema…
—Entonces ¿qué harás?
—No lo sé. Intentaré encontrar trabajo en otro lugar. Tal vez me vaya a Toulouse.
—¿Y tus padres?
—Tienen la casa que alquilan a Stephanie. Podrían vivir allí. O comprar algo con el dinero de la venta de la granja. He oído decir que una propiedad con vistas a la montaña se paga bien en estos tiempos, a pesar de la recesión.
Josette pudo notar un deje de amargura en la voz de Christian y se dio cuenta de hasta qué punto estaba sufriendo.
—¿Por qué no has dicho nada? —murmuró, posando la mano sobre su brazo—. No deberías cargar con todo esto tú solo.
—Como si tú no tuvieras tus propios problemas.
—Aun así. Estoy segura de que Fabian y yo llegaremos a un acuerdo con el tiempo. Esto… esto es mucho más importante.
—¿Sabes? Fabian tiene unas cuantas buenas ideas —insinuó Christian con amabilidad—. Representa lo que necesitamos aquí: un soplo de aire fresco, un poco de inventiva. Tal vez si me pareciera más a él, ahora no tendría estos problemas. —Se frotó la frente en un gesto que denotaba frustración—. Eso es lo que me ha irritado tanto en la reunión. La gente como Pascal y su camarilla, que pretenden conservar el pueblo entre bolas de naftalina, como en la antigüedad, para poder mirar extasiados lo pintoresco que sigue siendo todo, aunque el corazón mismo del municipio agonice a su alrededor. Fabian no es así. Agradezco que me ayudara a ver las cosas claras.
—¿Fabian? —preguntó Josette con brusquedad—. ¿Se lo has contado?
—Sí —dijo Christian con cautela—. Ha repasado la contabilidad conmigo esta mañana. Me ha ayudado a ver la luz. O la oscuridad, depende de cómo se mire.
Josette no respondió, y en el silencio que se hizo durante el resto del trayecto Christian fue incapaz de dilucidar si estaba enojada o simplemente sorprendida.
Véronique cerró la puerta del apartamento tras ella y descendió con mucho cuidado la escalera que conducía al patio de cemento, que ya no estaba lleno de niños jugando a la rayuela o lanzando pelotas de rugby. Ahora alojaba el tractor y la pala quitanieves del municipio, además de los contenedores de grava y sal para las carreteras.
Rodeó el edificio cautelosamente hacia la verja, y a lo lejos oyó el tañido de las campanillas colgadas en la puerta del establo atravesando el silencio. Una figura achaparrada, con una chaqueta de camuflaje, caminaba hacia una pequeña furgoneta cuyo color no podía distinguir con claridad bajo la blanca luz de la luna, pero le recordó a la que había visto hacía unos días cerca de la granja.
Intrigada, aceleró el paso para poder verlo mejor, pero las muletas se hundían en la nieve y le impedían avanzar más rápido. Cuando el vehículo pasó a su lado, ella todavía estaba a la altura de la verja, y solo pudo ver la silueta del conductor encorvado en su asiento.
A pesar de las malas condiciones de la carretera, circulaba demasiado rápido, por lo que no pudo ver bien al hombre detrás del volante, si bien cuando desapareció por la curva en dirección a Massat, escorando peligrosamente hacia la derecha debido a la velocidad, estaba segura de que era la misma furgoneta modelo Renault 4 de color verde oscuro, con el guardabarros delantero abollado, rastros de pintura azul y matrícula acabada en 29. ¿A qué departamento correspondería? Creyó recordar que era uno de los situados más al norte. ¿Tal vez la Bretaña?
Decidió que se lo preguntaría a Fabian cuando llegara al bar. Ya estaba con una muleta en la puerta del bar cuando oyó el traqueteo familiar de un motor y vio aparecer el coche de Christian.
Su corazón se sintió aliviado al verlo salir del Panda. Sus piernas y brazos estaban ansiosos por desplegarse después de sufrir la presión del reducido compartimento interior.
—Ya ves, Josette —dijo mientras ayudaba a su pasajera a salir del coche y avanzar por la nieve—. ¡Tu querida tienda sigue en pie!
Josette ni siquiera respondió, tal era la urgencia que sentía por entrar y comprobar que todo estaba en su sitio.
Entonces Christian advirtió la presencia de Véronique en la penumbra.
—¡Véronique! —exclamó con un entusiasmo más propio de una mascota—. ¿Qué tal el piso?
—Perfecto —mintió, al mismo tiempo que avanzaba hacia él—. Simplemente perfecto.
El rostro de Véronique se iluminó, y él la envolvió en un abrazo de oso, clavándole las muletas en las costillas debido a la emoción. Pero ella no se quejó; su desasosiego se agudizó cuando Christian la depositó en el suelo.