L’épicerie (16 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

BOOK: L’épicerie
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—Sabía que te gustaría. Creo que deberíamos brindar por ello —declaró mientras le abría la puerta.

Y de nuevo, mientras Christian y Véronique se dejaban envolver en el calor del bar, una vecina de Fogas permitió que la furgoneta verde oscuro, con matrícula de otro departamento, se deslizase en un rincón polvoriento y olvidado de su conciencia.

Capítulo 8


D
éjalo ahí. No, ahí. Perfecto.

René depositó el televisor exactamente donde Véronique quería ponerlo, y al enderezarse se frotó la espalda.

—¿Y el sofá? —preguntó Christian.

—Entre las dos ventanas.

Christian y Paul dejaron el sofá en el suelo y, sin haberse puesto de acuerdo, inmediatamente se dejaron caer en él, mientras René encendía el televisor.

—¡Eh! —les reprendió Véronique—. Nada de holgazanear. Todavía queda media furgoneta por descargar.

Christian profirió un gemido y se obligó a ponerse en pie, ayudando a Paul a levantarse después.

—¿Cómo puede una mujer que lo ha perdido todo en un incendio hace dos meses haber acumulado tantas cosas en tan poco tiempo? —reflexionó en voz alta.

—¡Mujeres! —declaró Paul con su marcado acento inglés, que enfatizaba aún más aquella expresión típica—. Son todas iguales, en todas partes: un imán para cosas inútiles.

Véronique le dio una colleja amistosa en la oreja, antes de empujar a los tres hombres hacia las escaleras.

Todavía no había asimilado la sensación de libertad que sentía sin la escayola, aunque faltaran algunos días para que pudiera subir corriendo la cuesta hasta Fogas, puesto que su pierna seguía estando muy débil tras su reclusión. Pero el simple hecho de no tener que usar muletas era fantástico. El médico afirmaba que si hacía los ejercicios que le había indicado, no tendría secuelas. Y que podría volver a conducir muy pronto. Algo que había planeado hacer en las próximas semanas.

—¿Todavía no habéis acabado?

Véronique alzó la vista hacia Lorna, cargada con una manta hecha un ovillo, que en ese momento cruzaba la verja acompañada de Annie. Ambas observaban el trasero regordete de René mientras este se esforzaba por salir de la furgoneta cargado con dos sillas y un espejo.

—¡Necesitas mejorrres ayudantes! —dijo Annie en un tono burlón.

—Tiene los ayudantes que ha contratado —masculló René antes de volver a subir por las escaleras con su incómoda carga, seguido por Paul y Christian, que transportaban la mesa del comedor.

—Me parece que a los trabajadorrres les iría bien una pausa. —Annie enseñó el contenido de la cesta que traía a su hija para que lo inspeccionara—. Hay dos terrrmos con café de Fabian y Lorrrna ha hecho un pastel de chocolate.

—Incluso hemos traído tazas y platos —añadió Lorna.

—¡Qué detalle!

—¿He oído la palabra café? —El fontanero de aspecto desaliñado las miró con el ceño fruncido por encima de la barandilla de la escalera.

—Me parece que hoy te has levantado con el pie izquierdo —dijo Lorna riendo.

—Ha dejado de fumar —susurró Véronique—. Por eso tiene tan mal humor.

—¡Estoy de mal humor porque me he hecho daño en la espalda cargando con todas tus pertenencias! —replicó René mientras le quitaba la cesta de las manos a Annie, para husmearla moviendo las aletas de la nariz como un perro de caza siguiendo un rastro—. ¿A qué huele?

—A pastel de chocolate. Lo he hecho esta mañana, y todavía está caliente. Quizá sea mejor esperar un poco…

Pero René ya había puesto el pastel sobre la mesa y, Opinel en ristre, había empezado a cortar unas porciones enormes bajo la mirada ansiosa de los otros dos hombres, a los que ya se les estaba haciendo la boca agua.

Véronique puso los ojos en blanco en un gesto simulado de exasperación. Lorna todavía estaba de pie en el umbral, examinando el piso.

—Es precioso —exclamó, a lo que Annie asintió con la cabeza.

El suelo estaba parcialmente cubierto por una alfombra de gran tamaño que le había regalado Annie, y el sofá, que Alain Rougé iba a tirar a la basura, encajaba perfectamente entre las dos altas ventanas en forma de arco que dominaban el espacio. Las plantas, cortesía de Stephanie, alegraban los rincones del piso, y una pared estaba ocupada por un tocador antiguo donado por Josette, cuyos estantes habían sido tallados con intrincadas volutas.

—¿Dónde has comprado todo esto? —preguntó Lorna mientras acariciaba con una mano la madera suave de la mesa, y la luz que entraba por la ventana revelaba matices del color de la miel en su brillante superficie.

—La mayoría de la cosas son del
troc,
porque no puedo permitirme comprar nada nuevo —explicó Véronique.


¿Troc?

—Es como un mercadillo en el que todo el mundo puede comprar y vender cosas —dijo Christian con la boca llena—. Sobre todo hay muebles. A veces se encuentran verdaderas gangas.

Los ojos de Lorna se iluminaron.

—¿Lo ves? —dijo Paul en un tono lastimero, consciente de que pasaría su próximo día libre dando vueltas por los mercadillos—. ¡Un imán para cosas inútiles!

Lorna prefirió ignorarlo y se volvió hacia Véronique.

—Te he traído una cosa —anunció mientras dejaba sobre la mesa el fardo con el que había cargado—, que creo que necesita regresar a su hogar.

Perpleja, Véronique empezó a deshacer el fardo, y al ver la cara piadosa envuelta en los pliegues de la manta sintió un nudo en la garganta.

—¡Santa Germaine!

Alzó la estatua de la devota pastora que le salvó la vida la noche del incendio.

—Como ves, no ha mejorrrado con los años —comentó Annie al ver la cicatriz alrededor del cuello de la santa, ahora visible bajo la luz del sol, en el lugar en el que Christian había llevado a cabo una rudimentaria operación de cirugía y había vuelto a pegar la cabeza tras su suplicio en la iglesia. A pesar del desgaste, del cayado torcido y la compañía de un cordero deformado, la maltrecha estatua era para Véronique la imagen de la esperanza, y por eso se la había dado a Lorna y Paul en los momentos más difíciles, con el deseo de que la santa les trajera suerte. Ahora, su presencia en el piso hacía que este pareciera diferente.

Levantó la estatua y la colocó encima del tocador.

—Gracias —dijo mirando a Lorna—. ¿Estás segura de que no te importa devolvérmela?

Annie se rio por lo bajo.

—¡Prrrobablemente hasta se alegra! Esa cosa seguramente solo habrrría asustado a los clientes. ¿Qué hay de ese maldito café?

Véronique se rio y en ese momento se dio cuenta de que nunca antes había escuchado el sonido de su propia risa en aquella estancia.

—Deberías hacer una fiesta de inauguración —sugirió René, cuyo mal humor parecía ahora aliviado por los dos trozos de pastel que había ingerido—, para celebrar que tienes un nuevo hogar.

—Tendrrrás tiempo de sobras cuando vuelvas —dijo Annie al tiempo que servía el café.

—¿Cuando vuelvas? ¿Es que te vas de viaje, Véronique? —preguntó Christian.

Annie rio con socarronería.

—¿No se lo has contado?

Véronique negó con la cabeza, ruborizada.

—Se va porrr una semana. Pero no quiere decir adónde. Creo que aquel bombero tiene algo que ver, un tal capitán Gaillarrrd.

—¡Mamá! —protestó Véronique, mientras lanzaba una mirada furtiva a Christian, quien se había vuelto para mirar por la ventana como si no hubiera oído nada.

—Bueno, sigue llamándote —prosiguió Annie con una expresión cargada de malicia—. Ha estado rondándonos desde que hizo la inspección del Auberrrge. Ya empezaba a pensar que tendrrría que dejar sueltos a los perros cuando no estoy en la granja.

René y Paul se rieron entre dientes. Véronique profirió un gemido, y todas sus dudas sobre la conveniencia de irse de la granja se esfumaron al instante.

—Prrrobablemente esa es la razón por la que tiene tantas ganas de mudarse —concluyó Annie con su típica agudeza; entre risas, Christian salió de la habitación dando grandes zancadas.

—Parece que tienes prisa —voceó René.

—No quiero perder el tiempo —fue la lacónica respuesta que llegó flotando desde las escaleras—. Algunos tenemos cosas que hacer.

Y tras esas palabras recogieron de la mesa lo que quedaba del refrigerio, y siguieron descargando el resto de las pertenencias de Véronique, unos con más ánimo que otros.

Stephanie, en cambio, se sentía ligera como una pluma, como si pudiera flotar, bailar entre los copos de nieve. Perdidamente enamorada…

—¡Ya está bien! —dijo en voz alta cuando se dio cuenta de que se estaba haciendo demasiadas ilusiones.

Aun así, no podía borrar la sonrisa que iluminaba su rostro desde la noche anterior.

Pierre le había dicho que iría a visitarla.

Vendría desde Burdeos para la inauguración de su centro de jardinería dentro de dos meses.

Stephanie se había planteado la posibilidad de invitarle, puesto que había sido de gran ayuda desde el principio. Pero al final había sido él quien había propuesto ir a verla. Y ella había aceptado encantada.

Tan solo hacía un mes que se conocían, pero había algo especial en él: para empezar, era un apasionado jardinero ecológico, además de un experto botánico. Stephanie tenía la sensación de que él vendría con tantas ganas de conocerla como de ver con sus propios ojos los prados de los Pirineos en pleno apogeo, y tal vez poder descubrir alguna orquídea abeja mientras estuviera de visita allí. Aunque cuando Stephanie le había comentado que tal vez sería un poco pronto para que las orquídeas estuvieran en flor, él había respondido que no le importaba, y que quizá podría volver en verano.

Decidieron que vendría por tres días en su primera visita. Stephanie no tuvo que abordar la delicada cuestión del alojamiento porque él ya había buscado el número del Auberge y reservado habitación. Lo cual le iba como anillo al dedo, pues no se hubiera sentido cómoda de haber tenido que ofrecerle que se quedara en su casa. Sobre todo porque todavía tenía que hablarle a Chloé de él.

Diantre, ¿cómo iba a plantear el tema?

Chloé estaría casándoles antes de que tuvieran oportunidad de conocerse.

Stephanie redujo la marcha y la furgoneta azul tembló al detenerse en el cruce con la carretera principal, frente al Auberge. Las macetas de las ventanas estaban colmadas de pensamientos de colores vivos, y la pizarra con el menú ya ocupaba su sitio en el exterior, con la prolija y angulosa caligrafía de Lorna, tan distinta de la escritura típica de cualquier francés. Pero, por lo menos, resultaba legible.

Miró el reloj. Era poco antes del mediodía. Puso el intermitente y giró a la derecha. Tenía el tiempo justo de echar un vistazo a sus plantas antes de ir a trabajar.

Tras varias semanas en las que Stephanie y Chloé habían trabajado hasta la extenuación, la parcela por fin estaba despejada, y Christian se había ofrecido a traer el invernadero desde Picarets. En realidad necesitaba dos, pero hasta que no recuperara un poco la inversión no podría permitirse tirar la casa por la ventana y comprar uno nuevo, ni siquiera con el crédito que acababan de concederle. Sobre todo porque todavía tenía que pagar las reparaciones de la bicicleta de Fabian.

Tal vez debería ir a la tienda y hablar con él. Su deuda la hacía sentirse mal, y por lo que Christian había comentado, el parisino parecía estar considerando la posibilidad de revocar la orden de alejamiento, lo que haría su vida mucho más fácil. Así que no estaría de más hacerle una visita para decirle que efectivamente tenía intención de pagarle los desperfectos de su bicicleta, pero que tardaría un poco en poder hacerlo.

Tal vez si recurría a sus encantos, Fabian se lo perdonaría.

Riendo para sí, salió de la furgoneta y durante unos minutos contempló el resultado de su duro trabajo. La parcela era alargada y estrecha, aunque se hacía un poco más ancha en la parte que colindaba con el puente a un lado y el aparcamiento al otro. Ya no estaban las matas y los arbustos que antes lo cubrieran todo, ni las zarzas, ahora remplazados por espacios abiertos que todavía habría que llenar de plantas. Y en el centro, el invernadero, solitario.

Cuando tuviera la valla en la parte delantera empezaría a plantar el resto. Hasta entonces, aunque en aquella zona apenas había delincuencia, no quería arriesgarse a que cualquiera pudiera venir y llevarse su producción.

Se dirigió hacia su negocio sintiendo un cosquilleo de orgullo, el mismo que había experimentado el día en que pudo alquilar el terreno, y ahora también, a pesar de las largas horas de trabajo y de la falta de tiempo libre. Era una visión hermosa. Un pequeño oasis con el arrullo del río que discurría en una de sus márgenes, en un meandro que trazaba en su recorrido desde Massat hasta precipitarse en la presa cercana al Auberge, en la que el rugido de los rápidos llenaba el ambiente matinal.

«Has hecho un buen trabajo, Sep», pensó para sí misma al tiempo que entraba en la parcela, sus pies se hundían en el suelo y se formaban charcos alrededor de sus zapatos.

—¿Pero qué demonios…?

La parcela estaba inundada.

¿El río? No había llovido. Y el deshielo todavía no había empezado. Echó a andar con cuidado hacia el invernadero, angustiada ante la perspectiva de lo que se iba a encontrar. Si las plantas estaban anegadas, ya podía darlo todo por perdido.

Pero había tenido suerte. El agua llegaba justo hasta la entrada del invernadero, pero no había penetrado en su interior, donde el suelo todavía estaba seco.

Menos mal que se le había ocurrido ir a verlo. Apretó las mandíbulas ante la perspectiva de perderlo todo.

Se preguntó cuál sería la causa al tiempo que se dirigía hacia el río, y a cada paso que daba la tierra estaba menos encharcada.

Qué extraño.

La parte más cercana a la ribera del río estaba seca. El agua parecía venir de la carretera. Y eso no tenía ningún sentido.

A menos que…

Cruzó la parcela corriendo, chapoteando, y llegó hasta el grifo con las piernas salpicadas de barro.

Estaba abierto. Al máximo. Del caño salía agua a borbotones.

Alguien había dejado el grifo abierto. ¿Deliberadamente? ¿Accidentalmente?

Lo cerró, apretándolo con todas sus fuerzas, con las manos sumergidas en el agua fría que inundaba la base del grifo. Y entonces vio algo flotando, la evidencia que le indicaba quién había sido, aunque no entendiera el motivo.

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