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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (20 page)

BOOK: L’épicerie
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Pero Chloé no estaba convencida. Al observar las nubes girando a toda velocidad sobre sus cabezas en lo más alto, con las formas desintegradas por el viento, le pareció que podía ver un mal augurio, que presagiaba un futuro terrible.

Christian estaba en la colina más arriba de la granja, pensativo. Así que ahí estaba el
föhn,
soplando de nuevo. Por suerte, el valle se extendía de este a oeste, y gracias a ello no sufrirían las consecuencias del viento seco que ululaba en su descenso de las montañas, devorando a su paso la nieve todavía presente en ellas.

No podía dormir, atormentado por su preocupación por el futuro de la granja. Cuando por fin concilió el sueño, le asaltaron sueños inquietantes en los que le perseguía un hombre con uniforme de bombero. Se había despertado de mal humor, en consonancia con su estado de ánimo desde que Annie anunció que Véronique se iba de vacaciones con el capitán Gaillard, inspector jefe de la brigada de bomberos del departamento de Ariège.

No había podido dilucidar si su irritación se debía a la marcha de Véronique o su propia reacción ante la noticia. ¿Por qué demonios tenía que importarle tanto adónde iba y con quién? No tenía nada que ver con ella. De toda la gente del pueblo, Véronique Estaque era la persona cuyo comportamiento menos debía afectarle, si bien era cierto que se habían hecho amigos durante los tejemanejes que habían envuelto la venta del Auberge. Pero nada más. Incluso aunque en una ocasión hubiera podido ver su figura bien torneada, de espaldas, desnuda.

Sus labios se curvaron en una sonrisa al recordarlo.

Consciente de que ya no sería capaz de dormir tranquilo, salió afuera y sintió que le envolvía el viento de poniente que sobrevolaba la granja.

La temperatura debía de haber ascendido como mínimo a veinte grados.

Dedicó un instante a pensar en los otros granjeros de los valles vecinos que se extendían de norte a sur y que no por ello tendrían tanta suerte. La última vez que el poniente sopló con tanta intensidad la estación de esquí cercana a Seix sufrió graves daños, los telesillas fueron arrancados y hubo que reparar algunos edificios. Tuvieron que cerrar la estación antes de tiempo debido a los desperfectos, y a que el viento se había llevado toda la nieve.

Su padre lo llamaba «el viento de Satán». Contaba historias de pueblos enteros de los Alpes cuyos vecinos se volvían locos debido al viento, y mataban a otras personas o se suicidaban.

Christian no podía evitar poner en entredicho aquellas historias de viejas.

Le preocupaba mucho más la posibilidad de un incendio forestal, una consecuencia mucho más probable del aire cálido y las temperaturas en aumento.

Recorrió con la mirada las colinas que rodeaban la granja. No se veían llamas.

Quizás esta vez tendrían suerte y las desgracias que los ancianos asociaban a aquel viento pasarían de largo. O tal vez, caviló pesaroso mientras bajaba la vista hacia los edificios arracimados que le hacían sentir una pesada responsabilidad sobre los hombros, tal vez las desgracias ya se habían cernido sobre ellos.

Capítulo 10

¡
P
olvo! ¡Por todas partes! En las rendijas entre los tablones del suelo, en las estanterías improvisadas, como una capa de barniz mate que cubría la mesa, e incluso la máquina de café tan querida por Fabian.

Le resultaba imposible mantener limpio el bar, por mucho que lo intentara.

Josette sacudió el plumero en la puerta del bar y observó cómo la nube de polvo flotaba bajo el sol primaveral.

Hacía más de un mes que habían empezado con las reformas, y todavía faltaba mucho para acabar. Empezaba a desear no haber sabido nunca nada de los modernos planes diseñados por Fabian, y no haber aceptado la realización de aquellos cambios.

Por supuesto, Fabian argumentaba que los retrasos se debían exclusivamente al contratista local, y hasta cierto punto tenía razón. Tras haberse tomado aquel miércoles libre para cazar jabalíes en la ladera de la montaña, anunciaron que a mitad de marzo se tomarían otros tres días, puesto que empezaba la temporada de pesca.

Finalmente, la semana anterior parecieron tomárselo en serio y derribaron la pared entre el bar y la tienda. Lo que significaba aún más suciedad, y que tendrían que cerrar durante cuatro días enteros. Algo inaudito en Fogas.

¡Condenados albañiles!

Habían tirado abajo la pared entre las dos estancias justo antes del fin de semana, sin recoger lo más mínimo. Fue Fabian quien tuvo que colocar la lona de plástico sobre la nueva arcada para que las obras no se vieran desde el bar. Pero eso no bastaba para proteger el bar de la entrada de aquel polvo blanco que lo cubría todo, incluido a Jacques, que se pasaba todo el tiempo estornudando. Y mirando por la ventana de la tienda.

Josette cogió la escoba, que últimamente parecía tener siempre a mano, y empezó a barrer el suelo. Aunque no tenía demasiado sentido. Los obreros volverían en breve y el ciclo completo volvería a empezar.

Hoy, de todos aquellos días, era el que menos ganas tenía de seguir con aquello.

Se sintió amargada. Estaba hasta el moño de aquel frenesí renovador.

Rayos de sol, hermosos y gloriosos, bañando su cara y sus huesos.

Chloé alzó los brazos en el aire y sintió el calor derramándose como una cascada sobre ella.

El hecho de saber que no debía estar allí la hacía sentirse aún mejor.

Había tomado una decisión aquella mañana al levantarse y ver el cielo azul como una tela tirante sobre las montañas, ni una nube ensombreciendo su esplendor. Era lunes, y la mera perspectiva de pasar horas de sufrimiento soportando los dictados monótonos bajo la mirada atenta de madame Soum, pudiendo estar fuera, había sido más fuerte que ella. De modo que en lugar de someterse a las agonías de cambiar el tiempo verbal de textos enteros de pasado a presente, o estudiar las concordancias femeninas y masculinas, había preferido tomarse el día libre.

De forma subrepticia, por supuesto.

Ayudada en su estrategia por los gemelos Rogalle, veteranos en el arte del absentismo escolar, bajó por la carretera principal con ellos, como de costumbre, para que todo el mundo viera que iba al colegio. Pero cuando llegó el minibús, Chloé se escondió en los matorrales que había detrás del aparcamiento y oyó a Nicolas informando al conductor de que estaba enferma. El pequeño minibús rojo arrancó, y Max siguió haciéndole muecas por la ventana de atrás. ¡Era libre!

Bueno, casi.

La ayuda de los gemelos no había sido gratuita: tendría que hacer sus deberes de matemáticas durante toda la semana siguiente. Pero eso no era nada en comparación con la eufórica sensación de tener un día entero para ella sola, sin estar confinada en la escuela, bajo el sol radiante.

Una vez estuvo segura de que el minibús se había ido, se abrió paso a través de los arbustos y tomó el sendero que conducía a Picarets. En invierno, normalmente todos iban por la carretera, aunque fueran a pie, porque el camino era peligroso en los meses más fríos, cuando las hojas caídas formaban una capa blanda y resbaladiza.

Pero hoy no tenía elección. Si volvía a la carretera se arriesgaba a encontrarse con su madre bajando en coche por ella, y en ese caso estaría en un aprieto. De modo que se adentró en el bosque, no sin sentir una cierta inquietud.

Era la primera vez que iba sola desde el «incidente». Así es como Chloé había dado en llamarlo cuando transcurridas tres semanas seguía sin entender lo que había pasado en la furgoneta verde. No había vuelto a verla, ni a su conductor, y cada día que pasaba aumentaba su sensación de que tal vez había mordido a un hombre inocente. Pero por la noche, cuando apagaba la luz y yacía en la cama, vulnerable, en aquellos segundos en los que sus ojos empezaban a adaptarse a la oscuridad, su corazón latía con fuerza y acallaba la razón, diciéndole que debía estar alerta y vigilante, y tener miedo.

Y seguía repitiendo lo mismo aquella mañana, cuando los árboles se cerraron a su alrededor, obstruyendo la luz del sol. Se colgó la cartera al hombro para tener las dos manos libres y empezó a trepar por el empinado sendero, a buen paso a pesar de lo abrupto del terreno, espoleada por el nerviosismo.

Cuarenta minutos después se encontraba en el claro que se abría sobre el pueblo, con la cabeza echada hacia atrás, los brazos estirados en el aire y bañada por el sol. Había recorrido el camino sin incidentes, con excepción de que casi tropieza con Christian en el primer cruce con la sinuosa carretera, que atravesaba el sendero que conducía directamente al pueblo. Saltó al asfalto, y de repente oyó el ruido de un coche acercándose en ese preciso momento. Al ver el Panda azul emergiendo de una curva, se echó al suelo. Christian no pudo verla, oculta en la penumbra, pero después de aquel encontronazo fue más cuidadosa, y se tomó su tiempo cada vez que tenía que abandonar la protección del bosque para cruzar el asfalto.

Bajó la vista hacia las casas, buscando la más pequeña, situada justo en los límites del pueblo. Ni rastro de la furgoneta azul. Lo que significaba que Chloé tenía como mínimo tiempo hasta el mediodía antes de que su madre regresara. Empezó a pensar a qué podría dedicar aquella mañana. Sus ojos se posaron en la exuberante hierba de los campos de Christian situados un poco más arriba de la carretera, como una fresca tentación de un tono verde vibrante, y una amplia sonrisa cruzó su cara.

Ahora sabía exactamente qué era lo que debía hacer.

Jacques estaba cansado. Le dolían las piernas y la espalda, y veía borroso. Además le costaba respirar, con tanto polvo. Cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro para intentar aliviar las molestias, pero al cabo de un par de minutos volvía a sentir el dolor, y se dio cuenta de que tenía que sentarse.

Llevaba más de un mes de guardia. Y en todo ese tiempo no había visto nada.

En realidad, para ser más exactos, había visto muchas cosas. Gracias a que Josette había dejado los postigos abiertos en su puesto de vigilancia incluso por la noche, había sido testigo de cómo René se fumaba un cigarrillo a escondidas en el callejón de la oficina de correos; de Bernard Mirouze dándole un beso a su nuevo perro de caza cuando creía que nadie podía verlo; a Pascal Souquet subiéndose a un coche en mitad de la noche, y de cómo Véronique se sonrojaba después de recibir un abrazo de Christian.

Pero no había vuelto a ver al hombre que había estado en el bar preguntando por Stephanie y Chloé.

Lo único que había conseguido tomándose tantas molestias era la aparición de varices y que le crujieran las rodillas.

«Ya basta», decidió. Era hora de dejarlo por ese día.

Entonces flotó por la estancia vacía repleta de herramientas desperdigadas por el suelo, y pasó por debajo del nuevo arco, atravesando la lona para entrar en el bar.

—¡Me alegro de verte la cara! —fue el saludo de Josette cuando Jacques se dejó caer en el banco al lado de la chimenea. Su esposa lo miró expectante pero él le devolvió una sonrisa cansada. De repente sentía que le pesaba la cabeza y que se le cerraban los párpados. Se quedó dormido en cuestión de segundos.

—¡Vaya! —dijo Josette riendo, mientras miraba a su marido dormido con expresión cariñosa. Se había olvidado de qué día era. No había cambiado, igual que cuando estaba vivo—. ¡Qué agradable compañía!

—¿Quién es una agradable compañía? —La voz de Fabian procedente de la puerta hizo que Josette se sobresaltara.

—Hablaba conmigo misma —dijo Josette, intentando dar a su voz un tono de indiferencia.

Fabian le ofreció su sonrisa de médico, cargada de recelo, y Josette supo que estaba calibrando su cordura. Después de todo, no era la primera vez que entraba en la sala y la sorprendía hablando sola. Ahora que Fabian estaba siempre revoloteando a su alrededor, cada vez le costaba más encontrar el momento de estar a solas con Jacques, y por eso unas cuantas noches atrás, incapaz de conciliar el sueño, bajó sigilosamente las escaleras y se sentó junto al rescoldo del fuego, con una taza de chocolate caliente, para charlar con su marido.

Claro está que Jacques no podía responder. Pero le reconfortaba hablar de sus preocupaciones con él. Estaba tan absorta en aquella conversación a una banda sobre los cambios que se estaban produciendo a su alrededor que no oyó las tablas del suelo crujiendo a sus espaldas hasta que fue demasiado tarde.

Fabian. Josette calló de inmediato y no se movió, fingiendo que no había advertido su presencia, mientras observaba a hurtadillas el reflejo de su sobrino en la ventana cerrada. Pudo ver que Fabian le lanzaba una mirada cargada de preocupación y de temor, igual que ahora. Luego simplemente dio media vuelta y volvió a su dormitorio en silencio. A la mañana siguiente no hizo ningún comentario, y Josette tampoco. Pero sabía que ahora se estaba acordando de aquella noche.

—¿Todo bien, tía Josette? —preguntó como si nada.

—Sí —respondió a la defensiva—. Aunque todo iría mucho mejor si no estuviera manteniendo una batalla perdida con los albañiles.

—Por cierto, acaban de llamar.

—¿Y qué han dicho?

—Que hoy no van a venir.

—¿Qué? —chilló Josette en un tono estridente.

—Tienen otro encargo en St. Girons que no pueden posponer. Dicen que no esperaban que las obras les llevaran tanto tiempo.

—¿Y cuándo piensan volver?

—En dos semanas.

—¿Dos semanas? —exclamó Josette, despertando a Jacques—. ¡Eso es absurdo!

—Bueno, también tengo buenas noticias. El contratista me ha dicho que quitarán la chimenea gratis en compensación por el retraso.

Fabian miró a su tía con una sonrisa radiante.

—¿Quitar la chimenea?

Fabian señaló la chimenea, en cuya esquina estaba sentado Jacques, escuchando sus palabras boquiabierto, con una expresión de horror.

—Les he pedido que instalen una estufa de leña de última generación.

—No recuerdo que hayamos hablado de eso.

—Era una sorpresa —respondió Fabian con vacilación en la voz. Al percibir la irritación en la reacción de su tía, se le borró la sonrisa—. Creí que así tendrías menos trabajo. Además, ahorraríamos gastos. Pensaba comprarla con el dinero que nos dieron por el vino que encontré en el sótano. Resultó ser un burdeos de una cosecha especialmente buena y nos lo pagaron muy bien en la subasta.

Josette sintió que la invadía una gélida pasividad.

—¿Nos lo pagaron muy bien? —preguntó en un tono amenazador—. Tal vez deberíamos hablar sobre ese «nos» —prosiguió Josette—. Hace dos meses que llegaste y en todo ese tiempo solo ha habido problemas.

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