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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (8 page)

BOOK: L’épicerie
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Había subestimado la complejidad de la situación. En comparación, había sido fácil convivir con Véronique, la cual prácticamente había vivido en la tienda, antes incluso del incendio, y acudía casi cada tarde cuando la oficina de correos estaba cerrada, con ganas de ayudar y ansiosa por enterarse de todos los chismorreos. Josette ahora casi ni la veía, y echaba de menos la compañía de la joven, que tenía un perverso sentido del humor y bajo su lengua viperina ocultaba un gran corazón. Igual que su madre.

Un fuerte ruido procedente del bar la sacó de su ensoñación. Josette asomó la cabeza por la puerta y vio a Fabian recogiendo trozos de cristales del suelo.

Eso también la ponía nerviosa. La cantidad de cosas que rompía… Era la persona más patosa que había conocido en su vida.

Reprimiendo un reproche, fue a buscar la escoba.

Fabian no podía hacer nada bien. Había intentado colocar los vasos en el desvencijado estante situado tras la barra tal como a la tía Josette le gustaba, pero se le había enganchado una manga en la varilla de la máquina de café y el vaso que tenía en la mano había caído al suelo.

Fabian advirtió la expresión airada de su tía cuando esta empezó a trajinar, mascullando algo entre dientes. A sabiendas de que insistiría en limpiarlo ella misma, Fabian fue a refugiarse en la tienda.

Tenía la sensación de estar permanentemente asediado por su tía. Daba igual lo que se propusiera hacer: ella siempre estaba allí, haciendo las cosas a su manera, tan lenta y metódica, que empezaba a ponerle de los nervios. Nunca tenía prisa. Cada tarea requería todo el tiempo del mundo, y a veces incluso eso no bastaba. Además se suponía que había que dar conversación a todos los clientes, aunque solo fueran a comprar una caja de cerillas.

Empezaron a oírse los lentos movimientos de la escoba y Fabian sacudió la cabeza en un gesto de desesperación. Le llevaría como mínimo media hora. Eso si entretanto no entraba algún cliente. Luego seguramente Josette iría a la chimenea y pasaría allí otra media hora. ¿Qué pasaba con aquella chimenea? Siempre estaba removiendo y atizando el fuego, farfullando algo entre dientes. Estaba absolutamente obsesionada.

Fabian sintió un escalofrío en la nuca, dio media vuelta y fue hacia la tienda. Cuando estaba allí siempre tenía frío, no tanto en el piso de arriba o en el sótano. Había una corriente de aire gélido que atravesaba la tienda y el bar, y por alguna razón que desconocía parecía afectarle especialmente. Ya había pedido a la empresa de construcción que instalaran burletes en ventanas y puertas cuando empezaran con las reformas.

No veía el momento de que se pusieran manos a la obra. Aquel establecimiento era tan oscuro que no podía entender cómo la tía Josette había podido soportarlo durante tantos años, asomándose entre los salchichones que colgaban sobre el mostrador. Las paredes, allí donde no aparecían abarrotadas, estaban llenas de manchas, y tan sobrecargadas que parecían unirse en su parte superior, como si fuera una cueva.

Por no hablar de las estanterías…

Desde que había quitado la gruesa capa de polvo que las recubría, las bastas tablas de madera parecían estar menos combadas, pero seguían a punto de quebrarse bajo el peso de los numerosos artículos a la venta, que en algunos casos podían ser objetos de museo: cremalleras de fabricantes que habían quebrado hacía cuarenta años, latas oxidadas de betún, redecillas para el pelo o un mapa descolorido de Toulouse en el que ni siquiera aparecían las líneas de metro. El único hallazgo que había valido la pena era el vino. Todavía esperaba la respuesta de su contacto en relación con la posibilidad de subastarlo, pero tenía la esperanza de conseguirlo, aunque se hubiera equivocado al contar y solo hubiera once botellas; faltaba una para completar la caja.

Fabian deambuló hasta la puerta y se desanimó aún más. Había vuelto a colocar las barras de pan del día anterior en la parte superior, aunque solo las comprarían los tontos confiados. Parecía no comprender que los vecinos simplemente hurgaban en la cesta hasta llegar a las baguettes del día. Únicamente los clientes no habituales caían en la trampa y salían por la puerta con una barra de pan incomestible. Y por supuesto, casi nunca volvían.

Pero su opinión parecía no importar, puesto que la tía Josette insistía en la economía de posguerra.

Entonces Fabian propuso comprar otra clase de pan que no se pusiera duro tan rápido. Fue incluso hasta la panadería que les suministraba las barras, pedaleando hasta la mitad de Col de Port, para hablar con el panadero, quien le propuso que compraran barras de pan biológico. Eran más caras que las baguettes tradicionales, pero aguantaban mejor, de forma que era posible venderlas al día siguiente sin tener mala conciencia y al mismo tiempo tener a los clientes satisfechos. Regresó con una muestra y Josette se mostró entusiasmada. Hasta que supo el precio. Entonces se negó a considerar aquella posibilidad.

Demasiado caro, se limitó a decir.

Y lo mismo con los cruasanes.

Uno de los recuerdos imperecederos de los veranos que había pasado allí era el ritual de desayunar cruasanes recién hechos, que el tío Jacques le había enseñado a mojar en la leche con cacao. La combinación resultante de aquel bollo de mantequilla con el chocolate caliente era lo más parecido al cielo que un niño de su edad podía imaginar.

Al regresar como adulto, había tenido la esperanza de volver a permitirse aquel ritual y había sufrido una amarga decepción. Ahora, en caso de que la tía Josette tuviera algún cruasán en la tienda, era de aquellos comprados en el supermercado, una porquería resultante de la producción industrial, de consistencia chiclosa, que requeriría el uso del cincel para poder separar las finas capas que solían caracterizar a algunos de sus congéneres.

Pero a tía Josette no le interesaba volver a vender cruasanes recién hechos.

Decía que nadie los compraría y acabarían tirándolos a la basura también.

Prefirió no comentar que ya había desechado innumerables bolsas de las imitaciones inferiores y revenidas de aquel producto.

La tía Josette simplemente no podía comprender que tendrían que tirar menos cantidad de producto y obtendrían más beneficios, aunque el margen fuera menor.

Esa era en realidad la causa de su frustración.

Las cifras no significaban nada para su tía.

Solo con echar un vistazo a la contabilidad resultaba evidente que el negocio no funcionaba; como mucho no tenía pérdidas. Había muchas cosas susceptibles de mejora, y sin embargo su tía se negaba a ceder. No usaba la caja registradora, a pesar de su insistencia, sino que garabateaba las sumas en trozos de papel y guardaba el dinero en un cajón. Se negaba a mantener una contabilidad oficial. Pagaba en efectivo al proveedor del famoso salchichón y nunca pedía el recibo. Por no decir que el precio de todos los productos en venta era el mismo que en los años noventa.

Lanzó una mirada furtiva al bar, en el que la figura encorvada de su tía seguía barriendo los fragmentos de cristal en un recogedor. Todavía le daría tiempo.

Sus largos dedos empezaron a moverse veloces para rescatar las barras de pan fresco de las profundidades de la cesta y colocarlas sobre las del día anterior.

Acababa de concluir aquella operación cuando sonaron las campanillas de la puerta y René Piquemal entró en la tienda.


Bonjour
—dijo Fabian por encima del hombro mientras se apresuraba a ocupar su sitio tras el mostrador, consciente de que tía Josette ya estaría en la puerta.


Bonjour
—contestó René, con la mano estirada flotando en el aire, debido a la rápida retirada de Fabian. René se encogió de hombros y cruzó la estancia para saludar con un beso a Josette.

—¿Qué necesitas? —preguntó la mujer, moviéndose lentamente tras el expositor de cristal y acorralando a Fabian contra la caja.

—Un paquete de cigarrillos y una baguette. —René se acercó a la cesta, y su mano automáticamente se sumergió para coger una de las barras del fondo. Pero estaba dura como una roca. Perplejo, apretó entre sus dedos una de las barras que estaban más arriba, y comprobó que era del día. Pero la superficie crujiente estaba llena de orificios.

—¿No hemos recibido Gauloises con el último pedido, Fabian? —preguntó Josette en un tono cortante.

—No los pedí.

—No pasa nada, dame… —intervino René.

—¿No los pediste?

—No. Creía que nadie fumaba eso ya.

—¡Pues René sí!

—Vaya, pues pedí Marlboro Light, tal vez quiera probarlos. Igual vive más tiempo.

—Es igual —repitió René, con voz vacilante porque no quería inmiscuirse en aquella discusión—, me llevaré…

—¿Quieres ocuparte tú de hacer todos los pedidos?

—Quizá debería hacerlo. Tal vez así tendríamos algún beneficio.

—¿Es que solo puedes pensar en eso…?

—¡Por favor! —dijo René alzando las manos en señal de rendición—. Solo quiero la barra de pan y un paquete de… Marlboro Light.

Le dio diez euros y Josette guardó el billete deliberadamente en un cajón, lanzándole una mirada airada a Fabian, que decidió ignorarla mientras le daba sus cigarrillos a René.

—Por cierto, creo que deberías hablar con el panadero —dijo René con brusquedad cuando Josette le dio el cambio.

—¿Cómo dices? —preguntó Josette.

—Dile que deje de manosear las barras —respondió blandiendo la baguette—. ¡Tiene más agujeros que una flauta!

Y con aquellas palabras salió de la tienda, dejando a Josette y a Fabian compungidos.

Únicamente cuando vio desaparecer la rueda trasera de la bicicleta de Chloé en las afueras de Picarets, Stephanie cerró la puerta y fue hacia el escritorio.

Allí estaba el ordenador, esperándola. El sol derramaba su luz por la ventana de la parte delantera de la casa, lo iluminaba todo como con un foco, como una invitación, y Stephanie sintió una punzada de culpabilidad en el estómago.

En realidad debería estar en el invernadero. O en La Rivière quitando zarzas y ortigas muertas.

Habían pasado dos semanas desde que irrumpió como loca en la tienda. Por suerte, Fabian estaba en el sótano cuando Stephanie entró corriendo por la puerta, ignorando la estúpida orden de alejamiento. Josette aceptó encantada la propuesta de Stephanie, contenta de que la parcela abandonada tuviera alguna utilidad, y a Stephanie le costó mucho convencerla de que consintiese en el pago de un alquiler. Cuando por fin se pusieron de acuerdo en una suma ridícula, que quedaría compensada por el suministro de verduras frescas de temporada, Josette insistió en enseñarle la parcela a su nueva arrendataria. Y descubrieron un verdadero regalo: en uno de sus extremos había un viejo grifo oxidado que el abuelo de Josette había instalado para regar los tomates, del que fluía el agua procedente de la fuente municipal situada al otro lado de la carretera.

Consciente de que nunca encontraría un terreno mejor, y menos a ese precio, Stephanie empezó a trabajar inmediatamente. Contactó con las autoridades en Foix para informarse de lo que necesitaba para poner en marcha un negocio. Pero el papeleo parecía no tener fin, y después de unos cuantos días haciendo llamadas telefónicas infructuosas para llegar a callejones sin salida estaba al borde de la desesperación.

Entonces Christian le ofreció su viejo ordenador.

Gracias a Internet tuvo acceso instantáneo a la información que había intentado conseguir por sí misma. ¡Los foros eran una herramienta increíble! Gente que no conocía respondía a sus preguntas, y había recibido una avalancha de consejos que le indicaban cómo ahorrar una fortuna, puesto que cualquier paso en falso en el campo de minas de la burocracia necesaria para dar de alta un negocio podía salir muy caro. Algo que no podía permitirse.

Animada por la facilidad con la que había aprendido a navegar por Internet, dedicó su atención a otros temas y enseguida encontró una página web excelente, llena de consejos útiles para el jardinero ecológico profesional. También contaba con un foro, del que Stephanie se convirtió en un miembro activo en cuestión de pocas semanas.

Esa era una de las razones por las que se sentía culpable. Sabía que últimamente tenía a Chloé un tanto abandonada, pero entre su trabajo de camarera y los esfuerzos por sacar adelante su proyecto no le quedaba demasiado tiempo para su hija. Stephanie le había pedido perdón y le había explicado que solo sería por algún tiempo, pero Chloé no se había quejado, sino que se había ofrecido para ayudarla a quitar las malas hierbas, y aquella mañana había salido con su bicicleta muy animada a hacerlo. Eso sí, le pidió una pizza para cenar. Puesto que era sábado, Stephanie cedió. Tendría el tiempo justo de comprarla en Seix antes de dejar a Chloé en casa de Annie de camino al Auberge.

Encendió el ordenador y se hizo un café.

Se preguntó qué debería hacer en primer lugar. ¿Acabar de rellenar el formulario para la
Chambre de Métiers,
y así poder entregarlo en Foix el lunes? De ese modo ya estaría dada de alta y podría concentrarse en la descuidada parcela para que no pareciera una selva cuando abriera a principios de mayo. Por otra parte, tenía que iniciar el proceso para obtener la certificación de productos ecológicos, que podía tardar hasta dos años. Pero cruzaba los dedos, puesto que hacía tanto tiempo que el terreno no había sido cultivado que tal vez un análisis del suelo acortaría el período de espera.

Lo que no sabía era de dónde sacaría el dinero para pagar todo aquello. Había llamado al centro de yoga en Toulouse pero solo podían ofrecerle los cursos de una semana de duración, y el horario no era compatible con las horas que se había comprometido a hacer en el Auberge. De todos modos, necesitaba casi mil euros para cubrir las tasas de uno de los organismos que emitían las certificaciones, el encargado de supervisar las inspecciones. Unas cuantas clases de yoga tampoco la iban a sacar del apuro. Y a eso había que sumar las reparaciones de la bicicleta que todavía tenía que pagar a ese condenado Fabian Servat.

Tal vez tendría que pedir un crédito en un banco. Como mínimo podría intentar hablar con una de esas entidades para saber si era una opción real o si la invitarían a salir del establecimiento riéndose de ella.

Pero se resistía a aceptar aquella posibilidad. Iba en contra de todo lo que Stephanie se había esforzado en crear para Chloé y para ella, ya que la haría depender económicamente de un tercero, lo que se había prometido a sí misma que no volvería a suceder. Por otra parte, no quería ir dejando rastros al quedar su nombre registrado en todo el papeleo necesario para el crédito. Ya la irritaba bastante tener que dar su nombre para dar de alta el negocio. Ahora solo le quedaba rogar para que nadie las encontrara.

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