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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (11 page)

BOOK: L’épicerie
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Cuando algunos años después el cura tuvo que marcharse de allí debido a un incidente dramático, tras enfrentarse a un rifle y a un marido enfurecido, Véronique no devolvió la llave. Aparte de Fabian Servat, a quien se lo había contado durante uno de los veranos que pasaba allí, nadie sabía que la tenía. Igual que nadie sabía que había pasado muchos días sentada allí, a salvo entre aquellos gruesos muros, planeando su huida de Fogas.

Cuando tuvo edad de ir a la universidad, se trasladó a Toulouse. Sin embargo, aunque había soñado durante muchos años con una nueva vida, una vez allí echaba de menos las montañas y suspiraba por el ritmo lento y la manera tranquila de funcionar que conocía desde niña. Por otra parte, se dio cuenta de que los chavales que la habían torturado ahora eran adultos y en su mayoría se habían ido de allí para trabajar. De modo que cuando finalizó sus estudios, volvió a casa y consiguió el puesto de cartera, que incluía la posibilidad de vivir en un apartamento del municipio, justo enfrente de la iglesia. Sabía que la gente comentaba cosas, decían que era una beata, y miraban su devoción con recelo. Pero nunca vio la necesidad de dar explicaciones. Estaba contenta con su trabajo y su vida en La Rivière. Pero el incendio de la víspera de Año Nuevo había puesto fin a todo eso.

No tenía ni casa ni trabajo y se sentía absolutamente deprimida.

Nunca había considerado la posibilidad de volver a la granja, y ahora tenía que hacer un esfuerzo para soportarlo.

Con todo, tenía que admitir que se llevaba mejor con su madre. Desde que ocurrió el incendio, parecía que esta se estaba esforzando. Por ejemplo, se había puesto una dentadura postiza. Pero seguía siendo brusca en sus maneras, y Véronique no creía haber llegado a conocerla mejor que cuando era niña, lo cual no confirmaba precisamente aquello de que el vínculo madre-hija se hacía más sólido con los años. Su madre hablaba más con los perros que con ella.

Al ver la hora en el despertador, cruzó el dormitorio con ayuda de las muletas y se sentó en el alféizar para mirar por la ventana hacia los prados, la carretera y las montañas en el horizonte.

Hacía un día esplendoroso.

El sol de mediodía era sensacional, y refulgía sobre los picos cubiertos de nieve. Véronique vio un milano rojo dando vueltas en círculo perezosamente por el cielo, con las alas extendidas como si quisiera empaparse de aquel avance prematuro de la primavera.

«Ah —pensó—. Aprovecha, amigo. Va a nevar.»

No es que confiara en la previsión del tiempo en un día semejante. Pero había vivido lo suficiente en las montañas como para saber que el invierno no había llegado aún a su fin en aquel primer día soleado. Se acordó de aquel año en que había granizado en mayo, causando toda clase de daños, y el peso de la nieve había decapitado los árboles que ya tenían brotes. El temporal había derribado los postes de la luz, y algunas ramas al quebrarse se habían cobrado incluso vidas humanas.

El milano descendió en picado hacia los campos delante de la casa, y la luz del sol realzó aún más sus vibrantes colores. Véronique lo siguió con la vista al remontar el vuelo y desaparecer más allá de las copas de los árboles.

Christian le había dicho en una ocasión que los milanos tenían una sola pareja durante toda su vida, y cada primavera renovaban su relación haciendo acrobacias aéreas, uniendo las garras y descendiendo en espiral hacia el suelo para separarse en el último momento, justo antes de chocar contra los árboles. Debía de ser muy emocionante. Dar vueltas por el cielo como uno de ellos. Literalmente como enamorarse.

Oyó la bocina de un claxon en la carretera y apenas le dio tiempo a ver pasar traqueteando el Panda azul, cuyo conductor saludaba a alguien sacando la mano por la ventana.

¡Llegaba muy pronto!

Levantó un brazo en respuesta, pero ya era demasiado tarde. El coche ya se había ido, y de todos modos, el conductor no habría podido verla allí arriba.

Vaya. Había dejado pasar la oportunidad de irse con él. Por mirar aquel maldito milano.

Apoyó la cabeza en el cristal y dejó que el calor del sol le penetrara la piel.

Necesitaba salir de allí cuanto antes. Su corazón no podría aguantar mucho más.

—Es mucho más empinado de lo que recorrrdaba —dijo Annie rezongando, mientras subía penosamente por la carretera junto a Chloé, que empujaba la bicicleta.

Christian se había ofrecido a llevarlas en su coche, pero Annie había rechazado su ofrecimiento, en parte porque no estaba acostumbrada, pero también porque no quería entrar en casa oliendo a café y que Véronique se diera cuenta.

—Ya casi hemos llegado —gorjeó Chloé, habituada a la fuerte pendiente. Normalmente solo conseguía superar las primeras curvas saliendo de La Rivière, y después tenía que bajarse de la bici y empujar, porque sus piernas todavía no eran lo bastante fuertes para pedalear todo el camino hasta casa.

Annie hizo una pausa para recuperar el aliento y dejó las bolsas en el suelo, consciente de que su corazón estaba latiendo un poco más rápido de lo normal al esforzarse en subir la cuesta bajo los efectos de la cafeína. Se llevó una mano al pecho y los latidos le parecieron tan débiles que dudó de que el músculo que palpitaba estuviera allí contenido. La edad se dejaba notar. Izó las bolsas del suelo para seguir andando cuando percibió el ruido de un vehículo, más abajo, oculto detrás de una curva.

Qué raro. Ya hacía rato que lo habían oído tras ellas. Pero todavía no las había adelantado.

—Ponte a un lado, Chloé, crrreo que viene alguien.

Chloé empujó la bicicleta aún más hacia el arcén y Annie se puso tras ella para caminar en fila india.

Pero no había ni rastro del vehículo.

Debía de haberse detenido.

Después de superar la última curva a la izquierda, movida por la curiosidad, Annie se quedó rezagada para ver si aparecía alguien en el tramo de carretera que acababan de dejar atrás. Estaba a punto de reemprender la marcha, cuando vio los faros redondos y el morro respingón de un viejo Renault que tomaba la curva lentamente. Apenas pudo vislumbrar un chasis verde abollado y la matrícula forastera, cuando el coche puso marcha atrás y con una sacudida desapareció de la vista.

Era todo muy extraño.

—Vamos, Annie, ¡tortuga!

Chloé ya estaba a medio camino de la pista que conducía a la granja, agitando los brazos frenéticamente para animarla a seguir.

«Debe de haberse perdido», pensó Annie cuando reanudó la marcha. Condenados turistas. Probablemente estaba utilizando una de esas cosas con mapas de ordenador. La semana pasada Christian había tenido que rescatar a una pareja de Toulouse que se habían metido en la cantera siguiendo a ciegas las indicaciones de aquel artilugio maldito, y se habían quedado atascados con una piedra, incapaces de avanzar o dar marcha atrás. Christian tuvo que remolcarlos con el tractor.

Pero al llegar a casa, al pasar por encima de la bicicleta de Chloé, tirada justo delante de la puerta, estaba segura de seguir oyendo el traqueteo mecánico justo antes de la última curva.

Estaba a punto de volver atrás para mirar, cuando vio a Véronique sentada en la ventana de su cuarto, lívida y con una expresión meditabunda en el rostro. La invadió una oleada de preocupación por su hija y al entrar en la casa se olvidó por completo del coche.

Véronique había oído el repiqueteo de los pies de Chloé en la cocina y su voz alegre entre los ladridos histéricos de los dos perros que la adoraban.

Su madre sin duda la había convencido para que fuera a comer con ellas en la granja. Parecía que le encantaba la compañía de la niña. Más de lo que había disfrutado de la de Véronique cuando tenía su edad.

Pero Véronique no estaba celosa. Simplemente se alegraba de que su madre no estuviera siempre sola. Y Chloé era una niña estupenda, llena de vida.

—¿Vérrronique? Vamos a comer. —La voz de Annie subía por las escaleras.

—Ahora bajo.

Véronique se agachó para coger las muletas del suelo y se puso en pie con cuidado, con la pierna entumecida por haber estado sentada tanto tiempo. Cuando estaba a punto de apartarse de la ventana, vio un vehículo subiendo por la carretera, una pequeña furgoneta verde oscuro como las que solían pasar por allí a traer el pan cuando era niña. Lo único que le llamó la atención era que iba muy despacio, y que el guardabarros delantero estaba abollado.

El coche pasó por delante del desvío hacia la pista, y entonces las luces de freno parpadearon y la furgoneta dio marcha atrás hasta llegar a la altura de la puerta de entrada. Apenas pudo ver la cabeza del conductor, que miraba hacia la casa.

Se preguntó qué demonios habría llamado su atención. En el jardín no había nada más que hierba. Y la bicicleta de Chloé.

Se acercó a la ventana para ver mejor al conductor, pero solo vio una silueta oscura. Entonces, como si el conductor la hubiera sorprendido mirándole, se oyó el ruido producido al cambiar de marcha y la furgoneta siguió ascendiendo trabajosamente por la pendiente.

Qué raro.

—¿Vérrronique? ¡Date prrisa o le darré tu comida a los perrros!

—¡Ya voy! —Véronique atravesó renqueando la habitación, preguntándose si llegaría el día en que la convivencia con su madre le resultase más fácil. Por alguna razón, lo dudaba.

Capítulo 6

N
evaba. Unos grandes copos caían dibujando espirales desde el manto gris de las nubes.

Había empezado a nevar la noche anterior y no había parado. En la superficie ahora blanca de la carretera podían verse las profundas marcas que habían dejado los pocos vehículos que se habían atrevido a salir. Bernard Mirouze había pasado unas cuantas veces el tractor con la pala quitanieves para despejar el camino, que enseguida volvía a quedar cubierto tras su paso.

Josette había formulado fervorosas plegarias para que las inclemencias del tiempo pospusieran lo inevitable. Pero no había ocurrido.

Aquella mañana, una furgoneta blanca equipada con cadenas había llegado hasta la tienda, y de ella habían salido los albañiles.

—¿Está seguro de que no quiere cerrar durante un par de semanas? —preguntó el capataz a Fabian.

—Así es —respondió Josette antes de que su sobrino pudiera abrir la boca. Se apartó de la ventana para mirar cara a cara a los dos hombres.

—Será muy incómodo. —El capataz se retorcía las puntas del bigote mientras miraba a Fabian como implorándole que hiciera entrar en razón a la anciana.

—Hemos tenido que soportar cosas peores —respondió Josette con arrogancia mientras se envolvía en la chaqueta y se dirigía al bar pasando indignada a su lado.

Aunque a aquello ya no se le podía llamar bar. Los tres albañiles y Fabian habían estado trabajando duro aquella mañana y lo habían transformado en una tienda llena de latas, botellas y tarros apilados sobre la mesa, estantes improvisados apoyados en las paredes, ristras de salchichones que pendían de un gancho y la caja registradora colocada al lado de la máquina de café. Pobre Jacques, qué cara de andar perdido tenía en el banco de la chimenea.

Por suerte, solo tardarían unas dos semanas. Y después…

No quería ni pensar en ello. Los planes de Fabian eran impresionantes, pero al mismo tiempo a Josette le preocupaba perder algo precioso entre las nuevas superficies relucientes y los lujosos expositores modernos. Y por esa razón se resistía, dejando bien claro que no estaba por completo a bordo, como a Fabian le gustaba decir.

Igual se parecía más a Jacques de lo que creía. ¡Eso sí que era una reflexión!

—¿Dónde quieres que ponga las vitrinas de los cuchillos, tía Josette?

Josette señaló con una mano hacia la entrada.

—Pon la más grande allí, al lado de la cesta del pan y la otra aquí, encima de la mesa.

Fabian apartó la cesta de mimbre para hacer sitio, intentando no sonreír al ver las barras apiladas una encima de otra, sus superficies crujientes enharinadas, sin marcas de dedos visibles. Se había quedado atónito cuando Josette de repente le anunció a principios de semana que estaba dispuesta a dar una oportunidad al pan biológico. No sabía qué le había hecho cambiar de opinión, pero las nuevas baguettes se estaban vendiendo muy bien.

Fabian regresó a la tienda, donde uno de los trabajadores estaba ahora ocupado colgando un guardapolvos, con la intención de proteger la estancia de las obras de renovación del bar. Los otros dos estaban izando cuidadosamente la vitrina.

—¡Mucho cuidado con eso! —susurró—. Le dará un ataque si lo rompéis.

El obrero de mayor edad le hizo un guiño, y Fabian intentó ignorar las huellas grasientas que estaban dejando sus dedos en el cristal.

Josette estaría refunfuñando días enteros. Pero por lo menos así tendría algo que hacer cuando comenzaran las obras.

Observó la estancia que acababan de despejar, y el verdadero tamaño de la tienda se hizo patente ahora que habían retirado la nevera, las estanterías estaban vacías y tampoco había cestas de frutas y verduras amontonadas en el suelo. Era un espacio muy grande. Y mucho más luminoso de lo que parecía.

Durante el traslado de aquellos elementos habían encontrado un paquete de cigarrillos añejo bajo el mostrador, una pastilla de jabón bajo la nevera y un periódico del mes de agosto de 1939, proclamando la inminencia de la guerra, a modo de cuña detrás del destartalado armario de los quesos colgado de la pared.

Fabian se preguntó si la tía Josette habría advertido la ironía de aquel hallazgo, teniendo en cuenta su hostilidad ante los cambios que estaban a punto de producirse. Se había molestado por haber contratado a un contratista de otra localidad, argumentando que era un gesto desleal hacia los vecinos, y cuando Fabian encontró una empresa local que podía asumir las obras de inmediato, dijo que era todo demasiado precipitado. Cuando por fin consiguió convencerla, se negó a considerar la posibilidad de cerrar la tienda durante las obras. Eso era una locura. Tal vez no se daba cuenta de la cantidad de polvo que saldría al derribar la pared del fondo y eliminar la separación entre la tienda y el bar.

Pero valía la pena. Iba a ser distinto a todo lo que había en Fogas.

—Solo queda esto —dijo el capataz, dirigiéndose hacia la vitrina de cristal al lado del mostrador.

—¡Yo lo cogeré! —Fabian fue hasta el mostrador y deslizó las manos bajo la base de madera. Lo izó con suavidad y lo acunó en su pecho como si fuera un bebé—. Esta vitrina es sagrada para mi tía.

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