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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (14 page)

BOOK: L’épicerie
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—Está preguntando por mamá. ¡Y por mí! —dijo a Jacques en un susurro.

—Sí, es ella —oyeron decir a Fabian—. Trabaja en el Auberge… abrir un centro de jardinería…

Aguijoneado por la curiosidad, Jacques indicó por señas a Chloé que no se moviera, mientras él atravesaba la pared, conteniendo la respiración mientras se deslizaba entre los ladrillos, puesto que ya había ingerido demasiados escombros aquella noche gracias al método empleado por Chloé para desempolvar el letrero.

Jacques emergió parpadeando, deslumbrado por las brillantes luces del bar, y pudo ver al hombre con el que estaba hablando Fabian. Era de baja estatura y llevaba una gorra debajo de la cual sobresalían las puntas de sus cabellos oscuros y desgreñados; tenía las piernas robustas, embutidas en un par de botas de cazador de la marca Le Chameau St. Hubert; y bajo la chaqueta de camuflaje que llevaba se intuían unos hombros anchos.

—¿De caza? —preguntó Fabian, pensando que Josette estaría orgulloso de él si le viera dándole conversación a aquel cliente.

—Puede decirse que sí —respondió el hombre, enigmático, al tiempo que señalaba hacia un póster situado detrás de la barra que anunciaba la marca de cerveza local, La Brouche, que habían empezado a vender después de que Fabian convenciera a Josette—. Me llevaré cuatro cervezas y un paquete de Gauloises.

Fabian mentalmente puso los ojos en blanco. ¿Qué le pasaba a aquella gente?

—Lo siento, no tenemos Gauloises. ¿Le va bien Marlboro Light?

El hombre resopló con socarronería.

—Solo la cerveza.

—De acuerdo. Vuelvo enseguida. —Fabian desapareció por las escaleras que iban al sótano y el hombre dio media vuelta, atravesando con la mirada a Jacques, que estaba suspendido en el aire tras él.

Una mirada inquietante.

Jacques se estremeció al ver sus vidriosos ojos azul claro, rodeados por oscuras ojeras y de aspecto malévolo, mirando fijamente a través de él.

Con el ademán calculador de un cazador, el hombre avanzó raudo y sigiloso hacia el fuego y cogió uno de los guantes de Fabian de la silla en la que se estaba secando su indumentaria de ciclista. Después se dirigió silencioso hacia el perchero, e introdujo la mano en cada uno de los bolsillos de la chaqueta de Fabian. Puso una expresión desdeñosa al extraer de uno de ellos lo que parecía una colilla.

—Con esto bastará —farfulló mientras guardaba ambos objetos en su mochila.

Cuando Fabian subió las escaleras con las cervezas, el hombre estaba apoyado tranquilamente en la barra, pasando el pulgar sobre la hoja de su cuchillo, un horrible conjunto de metal y madera sin el menor sentido de la estética.

Jacques no sabía qué pensar. ¿Por qué alguien robaría algo que no tenía valor?

—Aquí tiene —dijo Fabian mientras tomaba el dinero del cliente y le daba el cambio—. Que tenga una bonita velada.

—Lo intentaré, gracias. —El hombre cogió las cervezas y se deslizó en la noche dejando a Jacques con el corazón desbocado.

Había algo inquietante en aquel forastero. No tenía aspecto de ser una persona interesada en jardinería ecológica, con aquellas botas de cazador y un brutal cuchillo de la marca Muela, diseñado tan solo para matar. ¿Por qué había preguntado por Stephanie y Chloé, y después se había llevado cosas de Fabian?

Aquel hombre era un impostor. La larga experiencia de Jacques, en la vida y en la muerte, le advertía de que se trataba de alguien peligroso.

Jacques regresó flotando a través de la pared hasta el lugar en que le esperaba Chloé frotándose la oreja derecha, entumecida por haber estado presionada contra la puerta durante tanto rato.

—¿Se ha ido? —susurró, y Jacques asintió—. No he podido entenderlo todo. ¿Quién era?

Jacques se encogió de hombros y frunció el ceño hasta que sus espesas cejas se juntaron.

«¡Piensa!», se reprendió a sí mismo dándose golpecitos con los nudillos en la frente. Tenía que avisarla, pero ¿cómo? Entonces tuvo un momento de inspiración.

El anuncio.

Señaló hacia el letrero oblongo que Chloé todavía mantenía apretado contra su pecho, y ella le dio la vuelta para que él pudiera verlo. Chloé vio un dedo fantasmagórico señalar las palabras que la niña garabateaba con la tiza.

—«Desconfía de las imitaciones» —leyó, lanzándole una mirada inquisidora. Pero ahora Jacques señalaba la pared. La que separaba la tienda del bar.

A pesar de su aversión al colegio, Chloé era con mucha diferencia la mejor alumna de su clase, y su cerebro ya estaba haciendo saltos mortales para intentar relacionar la mímica de Jacques.

—¿El hombre que estaba en el bar? —propuso.

Jacques asintió y volvió a señalar las palabras en el anuncio.

—¿Te refieres a él? ¿Es un impostor?

Jacques aplaudió su sagacidad.

—¿Debemos desconfiar de ese hombre?

El rostro de Jacques se ensombreció al inclinar la cabeza en señal de confirmación.

—Pero… —dijo Chloé, con la voz temblorosa por el miedo—. ¡No sé qué aspecto tiene!

En ese momento Jacques sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Acababa de notar los pasos pesados de un hombre con botas de cazador pasando por encima de su tumba.

Christian cada vez se sentía más frustrado. Se suponía que la reunión del consejo era una formalidad, una sencilla votación sobre un par de asuntos y un debate preliminar sobre el presupuesto anual.

Pero como de costumbre, las cosas en Fogas nunca salían según lo planeado.

—Francamente —dijo en un tono pomposo Pascal Souquet, que presidía la mesa—, no veo la necesidad de una nueva empresa comercial en Fogas. Ya tenemos la tienda y el Auberge.

—¡No será gracias a ti! —replicó René Piquemal con un ladrido, ante lo cual el rostro de Pascal se tensó en una expresión de fastidio.

Era la primera reunión del consejo municipal desde que la polémica suscitada por la compra del Auberge por parte de la pareja británica se había solventado. Los ánimos se estaban caldeando, y tampoco ayudaba el hecho de que Pascal hubiera insistido en que cada uno se sentara en el asiento que le había sido asignado de acuerdo con su cargo, aboliendo el carácter informal que de otro modo solía reinar en aquellas reuniones. Por esa razón, Pascal presidía la mesa en calidad de teniente de alcalde. Y puesto que Christian era el otro teniente de alcalde, se vio obligado a tomar asiento junto a él.

—Oh, venga, René —dijo en un tono condescendiente Geneviève Souquet, prima de Pascal y propietaria de una vivienda, residente en Toulouse y que tan solo honraba a la comunidad con su presencia unos cuantos días al año: para asistir a las reuniones del consejo—. Creo recordar que tú también diste tu voto para cerrar el local.

René no tuvo más remedio que callar, avergonzado por aquel comentario sin tapujos, sobre el papel que había jugado en lo que había sido una etapa oscura de la historia de Fogas.

—Creo que será mejor continuar —dijo Christian, incapaz de seguir mordiéndose la lengua—. Lo que sucedió en relación con el Auberge forma parte del pasado, y seguir hablando de ello no nos lleva a ninguna parte.

Recorrió con la mirada la mesa en forma de U, alrededor de la cual estaban sentados los consejeros, y posó los ojos sobre Bernard Mirouze, quien intentaba esquivar su mirada hojeando una revista de caza que descansaba sobre la mesa.

La noche en que alguien abrió el cercado de
Sarko,
el toro Lemosín, hacía ya un par de meses, Christian habría matado al responsable de haber podido ponerle las manos encima. Estaba bastante seguro de que el hombre rollizo sentado frente a él había tenido algo que ver con ello, pero no podía demostrarlo. Y aunque pudiera, era consciente de que el peón caminero había sido simplemente una herramienta, y de que detrás había alguien más poderoso. Alguien que no estaba presente aquella noche.

—En ausencia de nuestro alcalde, Serge Papon, que confió en mí para ser su representante, tengo derecho a proponer que procedamos con la votación.

—En realidad no es así.

La voz procedía de la tribuna del público más allá de la mesa.

—¿A qué te refieres, Fatima?

Una mujer con cara de pocos amigos se puso en pie entre los vecinos que habían respondido a la convocatoria, más numerosos de lo normal, y habían acudido con la esperanza de asistir a una animada velada debido a la tensión existente entre los once miembros del consejo, al parecer a punto de estallar.

La mujer ofreció al granjero una calurosa sonrisa propia de una cobra que retrocede antes de tomar impulso para atacar.

—El único que tiene derecho a proponer la votación es Pascal. —Señaló a su marido para dar más relevancia a sus palabras.

Christian se aferró a la mesa. Verdaderamente era lo que menos necesitaba. Sobre todo esa noche. Ya había tenido que hacer frente a sus propios problemas como para tener que enzarzarse en más disputas entre vecinos.

—Serge Papon delegó en mí al tomarse su excedencia en enero. Tengo testigos que pueden dar fe de ello.

—Así es —intervino René—. Yo estaba presente, y pude oírlo de su propia boca.

—Aunque el mismo Jesucristo hubiera estado presente —prosiguió Fatima con un tono mordaz—, eso no tiene importancia.

—Quizá podrías explicarnos qué quieres decir —la interpeló Christian.

—De acuerdo con el Código General, artículo L2122-17 —Fatima Souquet empezó su disertación mientras sostenía entre sus manos un grueso tomo. René profirió un gemido al tiempo que dejaba caer la cabeza entre sus manos.

—Tú y tu puñetero código, Fatima —gruñó, pero ella le ignoró y siguió leyendo en voz alta un párrafo del libro abierto.

—«En caso de ausencia, suspensión, revocación o cualquier otro supuesto, el alcalde será sustituido temporalmente en su cargo por uno de los tenientes de alcalde…»

Fatima hizo una pausa, con un dedo en el lugar en que se había interrumpido.

—¿Dónde está el problema? Christian es teniente de alcalde —intervino Monique Sentenac, cayendo sin darse cuenta en la trampa de Fatima.

—No he terminado —replicó Fatima—, «… el alcalde será sustituido temporalmente en su cargo por uno de los tenientes de alcalde por orden de nombramiento…»

Fatima cerró el libro de golpe con una sonrisa triunfante.

—Así pues, de acuerdo con el Código, puesto que el nombramiento de Pascal como teniente de alcalde fue aprobado en votación en primer lugar, él es el alcalde en ausencia de Serge Papon.

—Nunca hemos sido tan rígidos en ese sentido —comentó Alain Rougé, que había formado parte del consejo durante décadas—. El alcalde nunca insistió en que nos rigiéramos por el libro de normas. No en cuestiones de tan poca importancia.

—Bueno, eso dice mucho sobre la gestión del municipio durante los últimos veinticinco años —replicó Fatima con un tono prepotente.

—Más bien dice mucho de tu tendencia a la rigidez —masculló René—. ¡Apuesto a que también tienes un código que rige el comportamiento en tu dormitorio!

En la estancia se oyeron carcajadas reprimidas, pero Christian ya había escuchado demasiado. Habitualmente tenía un carácter plácido, pero su preocupación por el futuro de la granja, sumada a la neblina que había dejado el porro de Fabian en su cabeza, hacían que hoy estuviera mucho más irritable de lo normal.

Se puso lentamente en pie, con el rostro amenazadoramente encendido, y el débil murmullo que se había oído en la sala hasta entonces aumentó en intensidad cuando los vecinos sentados en la tribuna se esforzaron por verle mejor.

—¿Es así como crees que deberíamos celebrar esta sesión del consejo, Fatima? —preguntó, y la amenaza en su voz se abrió camino por encima del murmullo hasta silenciarlo—. ¿Según el código?

Fatima alzó la barbilla con ademán desafiante, ignorando la mirada preocupada de Josette y René, quienes conocían al granjero mucho mejor que ella, y por tanto sabían que Fatima se estaba buscando problemas.

—¡Pues sí! Tal vez así podamos tener una autoridad realmente adecuada para el municipio.

—Entonces, —respondió con suavidad Christian mientras la miraba fijamente—, tal vez quieras echar un vistazo al artículo L2121-8 y leerlo en voz alta para todos.

Durante unos instantes solo se oyó el roce de las páginas del libro, que Fatima giraba frenética de atrás hacia adelante.

—Aquí está. Dice: «… en municipios de tres mil quinientos habitantes o más, el consejo deberá establecer unas normas de funcionamiento…»

Alzó la vista del libro.

—Pero esto no tiene nada que ver. Ni siquiera es aplicable a nosotros. Apenas llegamos a los cien…

Un fuerte golpe la interrumpió. Christian arrojó un grueso montón de folios grapados sobre la mesa delante del otro teniente de alcalde.

—Lee el título, Pascal —retumbó su voz, haciendo que este se encogiera en su asiento.

—«Normas de funcionamiento del Consejo Municipal de Fogas» —dijo con voz ronca el aludido.

—Como ves, Fatima —prosiguió Christian—, el alcalde Serge Papon es mejor gobernante de lo que crees. Redactó estas normas hace muchos años, aunque no fuera obligatorio. ¿Podrías leernos el punto dieciocho de la página cuatro, Pascal?

Pascal lanzó una mirada inquieta a su mujer mientras hojeaba las páginas envejecidas y maltrechas por el uso, hasta que empezó a leer, con un tono de voz un poco más agudo de lo normal.

—«Todas las sesiones del consejo están abiertas al público, que deberá abstenerse de intervenir en cualquier forma y mantener silencio durante toda la sesión…»

Pascal hizo una pausa con una expresión atemorizada en su cara ante la ira ya visible en la de su mujer.

—Por tanto, Fatima, dado que todavía no ostentas ningún cargo público, creo que este artículo es aplicable a tu persona —dijo Christian con voz tranquila. René, regocijado, se llevó un dedo a la boca aludiendo a Fatima, y profirió un siseo que conminaba al silencio.

—¿De dónde has sacado eso? —bufó Fatima, incapaz de contenerse.

—Me lo dieron el día en que fui elegido. No me cabe duda de que Pascal también tiene una copia de estas normas. ¿No las has leído?

Pascal tragó saliva de forma audible. Como también lo fue el portazo que dio Fatima al salir de la sala como un basilisco, acompañado por el grito de alegría que profirió René al verla marchar.

—Bueno, Pascal —dijo Christian mientras volvía a sentarse con aire cansado—, puesto que tú eres el responsable, ¿podrías proponer que hagamos la votación, por favor? Así tal vez podamos volver a casa cuando todavía sea de noche.

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