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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (9 page)

BOOK: L’épicerie
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Con la taza en la mano, miró por la ventana de la parte trasera de la casa hacia la cubierta de plástico del invernadero que ondeaba al viento y hacia las campanillas de nieve arracimadas bajo el enorme roble, que parecían estar haciendo una reverencia al unísono. Sin embargo aquella visión, que normalmente la llenaba de dicha, hoy solo conseguía acrecentar su congoja. Hacía siglos que no atendía el jardín como era debido. Los plantones que había empezado a cultivar sobrevivían casi por casualidad, y el roble pedía a gritos una buena poda. Varias de sus ramas estaban invadiendo la casa, y si no se subía pronto a la escalera para empezar a reducir la copa, muy pronto Chloé tendría que compartir su dormitorio con las ardillas.

Mientras Stephanie se angustiaba pensando en la mejor manera de aprovechar el día, el ordenador emitió un pitido que la avisaba de que había recibido un nuevo correo electrónico.

Era de él.

Stephanie ya había tenido en cuenta que tal vez se pondría en contacto con ella, razón por la cual se había alegrado tanto cuando Chloé le dijo que iría a La Rivière. Aunque la casa de reducidas dimensiones era perfecta para las dos, el diseño tipo loft impedía que Stephanie hiciera cualquier cosa sin que Chloé lo advirtiera. Y todavía no quería que su hija se enterara de eso. No era el momento.

Esa era la otra razón por la que se sentía culpable.

Stephanie apenas ocultaba nada a su hija. Pero no le había contado nada sobre él, porque quería evitar la presión bienintencionada que Chloé parecía ejercer ante cualquier potencial relación sentimental. No es que hubiera sucedido a menudo durante los siete años que habían transcurrido desde que se fue de Finistère. Su amistad con Christian Dupuy solo era eso, una amistad y nada más, a pesar de la insistencia de sus padres, que estaban impacientes porque Christian sentara al fin la cabeza. Ciertamente, durante un tiempo se había planteado la posibilidad; incluso había soñado con ello. Pero finalmente se había dado cuenta de que Christian no era para ella.

Aparte de eso, nada. Tal vez era el destino, a pesar de las predicciones que su madre había leído en su mano hacía tantos años.

Stephanie había vuelto a casa disgustada después de una catastrófica cita con un chico del colegio. Catastrófica porque el chaval había intentado obligarla a ir más allá de lo que ella quería, y la había empujado contra el muro del muelle en la oscuridad mientras intentaba introducir los dedos bajo su camiseta.

Stephanie le había pedido que dejara de hacerlo, pero el chico no le había hecho caso. Entonces ella hizo gala de su temperamento.

Alargó un brazo por encima de su cabeza hacia el muro, del que pendía un montón de algas producto de la última marea. Tiró con fuerza y las algas cayeron justo encima de la cabeza del chaval. Cuando los húmedos tentáculos se derramaron sobre su cara, el chico sacó la mano de debajo de la camiseta, y cuando un malhumorado cangrejo emergió del cieno verde para aferrarse con las pinzas a una de sus orejas, el muchacho profirió un chillido. Pero para entonces Stephanie ya estaba en el otro extremo de la playa, y sus largas piernas volaban sobre la arena húmeda hacia su casa.

Su madre, como de costumbre, estaba sentada a la mesa de la cocina. Nunca dormía cuando su padre estaba en el mar. Ya desde muy pequeña, Stephanie sabía que la encontraría allí cuando se despertaba por la noche, con el corazón desbocado después de una pesadilla. Pero últimamente, debido a las normativas cada vez más restrictivas y a que los langostinos empezaban a escasear, eran menos las noches que su madre pasaba en vela, puesto que su padre pasaba más tiempo en casa; el bote de pesca quedaba varado en la playa, fuera de su medio natural, igual que los hombres que solían faenar en él. Mientras daban vueltas por la ciudad, esperando impacientes la próxima oportunidad de salir a pescar, la preocupación de su madre por la seguridad de su marido rápidamente dejó paso a la angustia sobre el futuro económico de la familia.

Cuando Stephanie entró en la casa por la puerta trasera, intentó atravesar la cocina sigilosamente para no molestar a su madre, que estaba sentada a la mesa con la cabeza descansando sobre las manos. Pero fue en vano. Sin siquiera abrir los ojos, la mujer supo que había pasado algo. Como siempre, lo sabía todo.

—¿Qué ocurre?

—Nada, mamá. Estoy bien.

Su madre había levantado la cabeza, echándose su mata de pelo negro hacia atrás.

—¿Estás intentando mentir a tu madre gitana?

Abrió los brazos y Stephanie corrió a acurrucarse en ellos, dejando de buena gana a un lado su anhelo de independencia adolescente para regresar durante unos minutos a la infancia. Le contó a su madre lo sucedido, hasta qué punto odiaba a los chicos y que sabía que nunca encontraría al hombre adecuado.

Su madre no se rio de ella. Simplemente se limitó a tomarle una mano y a girarla para exponer la palma a la trémula luz del fuego, mientras recorría con sus ásperos dedos la piel de la joven.

—Amarás a un hombre, mi niña —murmuró, con sus ojos marrones absortos en un futuro que Stephanie no podía ver—. ¡Pero eres muy testaruda! El hombre de tus sueños caerá de bruces ante ti tres veces antes de que lo aceptes.

Entonces cerró la mano de Stephanie, como si estuviera sellando su destino en su interior, y la besó con fuerza en la frente.

—Ahora vete a la cama antes de que vuelva tu padre y tenga que ocuparme de dos locos pelirrojos a la vez.

Stephanie le había rogado que le contara más cosas, pero su madre se había negado, con la excusa de que su talento era un don y no un juguete. Y nunca más volvieron a hablar de ello.

Cinco años después, ninguno de los progenitores de Stephanie estaba vivo para presenciar cómo la llevaban al altar: su padre se había ahogado durante un temporal y el corazón desconsolado de su madre no había soportado la pena. Eso facilitó las cosas cuando tres años después Stephanie tuvo que huir de su ciudad natal, llevándose con ella únicamente a su hija de dos años y un coche lleno de herramientas de jardinería, para empezar una nueva vida en los Pirineos, lejos de la costa azotada por el viento de Finistère y de los brutales puños de su marido.

Durante los años posteriores a su marcha, Stephanie simplemente intentó seguir con su vida, agradecida por la nueva oportunidad que se le había ofrecido. Intentaba no pensar en el amor, y se conformaba con ser madre soltera. Pero a veces se preguntaba qué era lo que había visto su madre en la palma de su mano hacía tantos años.

Ahora la situación la obligaba a concentrarse en el duro suelo y las callosidades de sus manos, pensó con ironía mientras regresaba al momento presente.

Abrió el correo electrónico y la pantalla del ordenador mostró un ramo de flores típicas de la pradera pirenaica. Él parecía ser consciente de que era mejor no cogerlas. En lugar de eso, el ramillete era un
collage
de fotos superpuestas en una profusión de colores que le hizo anhelar la llegada de la primavera, cuando empezaba la floración en los prados. Pudo reconocer algunas de sus favoritas, como el ajo de oso de múltiples propiedades, el majestuoso lirio azul, la genciana nival, el brillante botón amarillo del árnica montana, y casi podía oler el dulce aroma del cantarillo. Pero la que más destacaba, justo en medio del ramo, era la orquídea abeja.

Tres delicados sépalos de color lila se abrían para dejar al descubierto un labio amarillo y marrón cuyo aspecto recordaba al de una abeja. Era la flor que él había elegido como distintivo para sus correos electrónicos.

El texto a pie de foto era breve y conciso.

Querida Stephanie,

Feliz día de San Valentín,

Pierre.

Stephanie era consciente de aquella festividad porque Lorna y Paul le habían rogado que trabajase aquella noche, pues su propuesta para la noche de San Valentín había tenido un éxito espectacular. Pero no esperaba que él se acordara. No habían llegado tan lejos. Se trataba de un apicultor biológico que había establecido su propio negocio hacía unos cuantos años y le había enviado un mensaje en respuesta a una de las preguntas que Stephanie había planteado en el foro. Poco a poco habían empezado a mantener un contacto más fluido y de carácter más personal, hasta tal punto que el intercambio de correos electrónicos era para Stephanie uno de los mejores momentos del día.

Con una sonrisa ilusionada, Stephanie se dispuso a contestar. Se prometió a sí misma que inmediatamente después se pondría a trabajar. Tal vez incluso llamaría al banco. Después de todo, ya habían pasado siete años. Era hora de empezar a vivir como una persona normal.

Capítulo 5

P
ese a su ofrecimiento de ayudar, Chloé no se encontraba en la parcela situada al lado del puente, quitando ortigas muertas y recortando las ramas de las zarzas. Tampoco estaba en la pequeña cabaña de madera que su madre había adaptado como almacén provisional de herramientas para impedir que Chloé, que había aprendido a conducir la bicicleta sin manos, fuera por la carretera con un azadón bajo el brazo. La bicicleta estaba tirada en el suelo cerca de un desplantador y un montón de malas hierbas.

Pero no había ni rastro de la niña.

Para ser honestos, no era culpa suya.

Realmente se había propuesto pasar aquella mañana trabajando, consciente de que su madre tenía mucho que hacer. Pero aquella invitación había sido demasiado tentadora como para resistirse.

Era la oportunidad de estar cerca de Fabian Servat.

Apenas había podido verlo aquella noche en la carretera, mientras su madre y Christian alzaban su cuerpo inerte para cargarlo en la furgoneta. Pero había sido suficiente. Era el vivo retrato de Jules Léotard, tal como aparecía en el póster que había colgado en su dormitorio, en el que el artista del trapecio estaba apoyado en una balaustrada de madera, posando de perfil, y en el que se recortaban sus prominentes pómulos y su nariz afilada, con un tirabuzón oscuro que le caía sobre los ojos. No obstante, Fabian era un poco más escuálido, y sus piernas carecían de los sólidos músculos propios del héroe de Chloé. Pero estaba dispuesta a pasar por alto aquellas deficiencias. Y empezó a sentir curiosidad por aquel recién llegado que detestaba a su madre de tal modo que le había prohibido entrar en la tienda.

Obviamente, su madre se sentiría traicionada si hablara con él. Así que siguió trabajando en la parcela, con un ojo en la tienda y la vana esperanza de que Fabian saliera para charlar con ella, y tal vez le trajera una Orangina. Su madre no podría culparla de ello.

Como la niña de nueve años que era, le parecía que había estado trabajando durante siglos; el azadón le resbalaba de las manos, y las zarzas eran en parte más altas que ella. Pero no había visto ningún movimiento en el edificio de enfrente, ninguna figura de gran estatura había salido precipitadamente a rescatarla de aquel infierno verde autoinducido.

Su momento de asueto llegó en cambio de forma inesperada.

Tres días. Había estado tres días sin poner un pie en el bar. Pero Annie Estaque no podía aguantar más.

Movida por el deseo, se puso por encima el abrigo, murmurando una excusa a Véronique, y echó a andar hacia el valle con el estómago revuelto por el ansia mientras no paraba de reprenderse a sí misma.

Era ridículo. ¡A su edad!

Y sin embargo, sus pies parecían avanzar solos.

Antes de llegar al cruce en forma de T a la altura del Auberge, giró a la derecha para seguir por un estrecho sendero paralelo a la carretera, oculto entre los árboles, y cuya existencia solo conocían los vecinos. No solía utilizarlo, sobre todo en aquella época del año en que el suelo estaba cubierto de hojas muertas que se habían convertido en un manto resbaladizo y peligroso. Pero no quería que nadie la viera, y por eso avanzaba cuidadosamente por aquel camino, por encima de las piedras y aferrándose a las ramas de los árboles para mantener el equilibrio. En el punto en que había menos árboles y el sendero empezaba a descender hasta concluir en la carretera que iba a Fogas y que rodeaba el pueblo por la parte de atrás, se detuvo, todavía a cubierto de miradas indiscretas, y concibió un plan de ataque.

No podía simplemente volver a entrar allí. Comenzaba a resultar sospechoso y Josette a buen seguro empezaría a hacer comentarios. No, lo que necesitaba era desviar la atención.

Desde aquel punto con vistas privilegiadas sobre la colina, recorrió con la mirada La Rivière: el antiguo edificio de la escuela, el armazón quemado de la oficina de correos, la iglesia románica, el Auberge, la tienda y las casas dispersas.

No se veía movimiento en la aldea, puesto que la mayoría de los vecinos se habían dirigido a St. Girons en su peregrinaje semanal al mercado. No se veía ni un alma, sin contar con las dos afligidas vírgenes que hacían guardia al final del cruce en la gruta contigua a la iglesia. Y tenían buenos motivos para estar desconsoladas, ya que Jesús había abandonado su puesto, víctima de una pelota errante hacía muchos años. El fuerte impacto había arrancado la cabeza de aquella figura, que desapareció para su reparación y no volvió a ocupar su lugar nunca más. Aquel incidente desafortunado había coincidido con la desaparición del cura, cosa que a Annie siempre le había parecido muy divertida.

Escudriñó por última vez la aldea y entonces vio algo: un fogonazo rojo y unos rizos negros moviéndose en la parcela cercana al ancho meandro del río.

¡Estupendo! Allí estaba su excusa.

Se puso en marcha lo más rápido que pudo, para la mujer de edad avanzada que era, descendiendo por la resbaladiza ladera hasta llegar a la seguridad del asfalto, acelerando a medida que el tentador aroma empezaba a despertar sus papilas gustativas.

—¡Ah! ¡Qué bueno está! —Annie se reclinó en su asiento, saboreando el regusto amargo del café.

—Mmmmm —confirmó Chloé, mientras se pasaba la lengua por el labio superior para lamer el bigote de chocolate caliente que ahora lucía.

—¿Está todo a su gusto, madame… eh, Annie? —preguntó Fabian asomando la cabeza de cabellos negros por la puerta.

—Perrrfecto. Simplemente perrrfecto. Pensé que a Chloé le irría bien un descanso.

—Annie pensó que necesitaba una pausa —corroboró Chloé antes de que el rostro de Fabian quedara obnubilado por las nubes de la incomprensión.

—¿Y tenía razón? —preguntó Josette al entrar en el bar, con los brazos cargados hasta arriba de leña que depositó al lado del fuego.

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