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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (4 page)

BOOK: L’épicerie
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Por supuesto, ahora se había enterado de que sí podrían haber hecho algo. Tras la muerte de Jacques, el abogado había comunicado a Josette que se habían aprobado nuevas leyes, algunas muy recientemente, que le hubieran ofrecido una mayor protección. Pero ahora era demasiado tarde.

Acercó una silla al lugar en el que estaba Jacques y le dio la mano. El calor del fuego no conseguía aplacar el terror frío que se había apoderado de su alma.

No podía considerar la posibilidad de dejar la tienda y abandonar a su marido.

Pero la idea de llevar el negocio con su sobrino le resultaba igual de abominable.

De modo que solo le quedaba asegurarse de que Fabian Servat cambiara de opinión.

En ese preciso momento, Fabian empezaba a pensar que había cometido un gran error.

Estaba seguro de que conocía las carreteras de la región de La Rivière como la palma de su mano. Pero resultaba obvio que debía de hacer mucho que no se miraba las manos, puesto que ahora estaba perdido.

¡Perdido!

¿Cómo era posible? El municipio de Fogas solo contaba con dos carreteras, ambas con origen en La Rivière —pueblo que, como su nombre indica, estaba ubicado en la margen del río—, que conducían a los pueblos de Fogas y Picarets, situados en los extremos opuestos del valle. No había más carreteras y ambas acababan en sombríos caseríos en las montañas.

Así que, cuando salió furioso de la tienda tras el acalorado debate con Josette y algunos vecinos, se encaramó a su bicicleta y empezó a ascender por la carretera que iba hasta Picarets, sin otro objetivo que aclarar sus ideas de la única forma que sabía.

Fabian pedaleaba con rabia. La fuerte pendiente de la carretera le ayudaba a desfogarse, eliminando en parte su frustración mientras se concentraba en la pequeña pantalla colgada del manillar: frecuencia cardíaca 180 lpm; consumo de energía 350 W. De forma automática empezó a calcular su forma física, actividad mental que por sí sola le ayudaba a relajarse.

Todavía era un niño cuando aprendió a refugiarse en su extraordinaria facilidad para los números. Fruto de un matrimonio que se precipitó hacia el divorcio antes incluso de que la tinta del certificado de nacimiento estuviera seca, se volvió todo un experto en buscar rincones tranquilos y ajenos a las incesantes discusiones y voces exaltadas, en donde descubrió que encontraba consuelo en la simplicidad de las sumas y las multiplicaciones. Cuando los demás niños le intimidaban en el colegio por su físico raquítico, su afición a las matemáticas le ayudaba a soportar el acoso constante que sufría a la hora del recreo. En su último año en la universidad, sus habilidades matemáticas llamaron la atención de un cazatalentos que trabajaba para la banca de inversiones, y en vista del futuro desalentador que se desplegaba ante él como una página en blanco, su oferta le pareció incluso demasiado buena para ser verdad.

No tenía la menor idea sobre banca. Jamás había considerado siquiera la posibilidad de que aquel sector pudiera ofrecerle una salida profesional. Pero le había convencido el hecho de que alguien se interesase por él, de que alguien le quisiera en su equipo, después de tantos años sintiéndose excluido.

Se había embarcado en aquella inesperada oportunidad profesional con la presunción de que por lo menos tendría cierta afinidad con sus colegas, que serían personas a las que les motivaría más solucionar una enrevesada ecuación que perder el tiempo en los bares.

Pero las cosas no habían salido como esperaba. De pronto se vio rodeado por jóvenes que querían destacar; que no se detenían ante nada con tal de cerrar un trato; a los que no les interesaban las matemáticas ni la belleza inmaculada de los números. Y que estaban empeñados en hacer la vida imposible al nuevo y escuálido empleado.

De haber sido una persona normal, lo habría dejado.

Pero precisamente ese era el problema: Fabian no era normal. Era un bicho raro. Se lo habían dicho tantas veces que debía de haber algo de cierto en aquella afirmación. Razón por la que, a pesar del constante hostigamiento, siguió yendo a la oficina todos los días. Y cuando consiguió su primer contrato importante, que revirtió en buenos beneficios para la empresa, sus colegas empezaron a mirarlo con otros ojos. Los abusos fueron remitiendo al seguir cerrando operaciones de éxito. Algunos se acercaban a él para preguntarle cómo lo hacía, pero al no saber Jacques cómo explicarlo, interpretaban su reticencia como arrogancia. ¿De qué modo explicarles su secreto si ni él mismo lo entendía? Lo único que sabía era que tenía la capacidad de ver más allá de las cifras de los mercados, de percibir patrones de funcionamiento y estructuras que saltaban hacia otra dimensión para crear algo casi tangible. Y en eso era en lo que basaba su actividad profesional.

Había vivido de ese modo durante años, permitiendo que los números rigieran su vida mientras se camuflaba bajo el aspecto de un banquero especializado en inversiones, y fingía que su principal objetivo era obtener dinero. Y de alguna forma lo había conseguido. Y se había enriquecido en el proceso.

Entonces, en el año 2007, todo empezó a ir mal.

No fue capaz de prever el desastre.

Por supuesto, no fue el único. Aunque su propia economía salió bastante bien parada, puesto que Fabian nunca había invertido su propio dinero, todos sus colegas quedaron afectados, algunos de ellos parecían incluso próximos al suicidio debido a las pérdidas que habían sufrido y a las deudas en las que habían hecho incurrir a la empresa.

Pero ninguno de ellos compartía sus sentimientos.

Su único solaz, lo único que le hacía sentirse seguro, había resultado ser tan falso como todo lo demás.

Los números le habían traicionado.

Siguió esforzándose durante un año más con la intención de recuperar la confianza en sí mismo. Pero cada vez que intentaba hacer una valoración de los mercados, en última instancia se quedaba mirando fijamente los garabatos en un papel, como un gitano que observara los posos en una taza de café sin poder descifrar su significado.

La magia había desaparecido.

Fue entonces cuando le vino a la cabeza la idea de regresar a Fogas, el único lugar en el que realmente se sentía como en casa.

Cuando era niño, sus padres le enviaban a los Pirineos cada verano a pasar los dos meses de vacaciones, con el fin de deshacerse por un tiempo del hijo que no había conseguido salvar su relación. Fabian había encontrado allí una libertad que llegó a apreciar grandemente. El hecho de vivir con dos adultos que disfrutaban de su mutua compañía había sido toda una revelación para él. El tío Jacques y la tía Josette le permitían además compartir la mesa, le animaban a dar su opinión sobre cualquier tema de conversación y esperaban que les diera un beso de buenas noches antes de acostarse.

Aparte de eso, las normas eran muy simples: debía regresar a casa antes de que oscureciera y estaba prohibido acercarse a la vitrina de los cuchillos, situada al lado de la caja registradora.

Por mucho que Fabian hubo atosigado al tío Jacques a lo largo de tantos años, no había conseguido convencerle de que le dejara sostener en sus manos el hermoso Laguiole o el robusto Kenavo. El tío Jacques ni siquiera abría la puerta de cristal de la vitrina en su presencia, para impedir que Fabian, extasiado, echase su aliento sobre ellos, y le explicaba con rudeza que los cuchillos eran demasiado peligrosos para un chiquillo, además de demasiado valiosos. No estaban en venta, y ni siquiera la tía Josette tenía la llave de aquella vitrina. El tío Jacques, como consuelo, abría el expositor de navajas Opinel situado cerca de la entrada y le dejaba jugar un rato con ellas.

En uno de aquellos veranos, cuando Fabian subió las escaleras corriendo para ir a su cuarto el primer día de vacaciones, se encontró un estuche sobre la almohada. Dentro había una Opinel. Para él. Se pasó todo el verano tallando madera y afilando la cuchilla. Cuando llegó el momento de regresar a París, el disgusto que habitualmente sentía al tener que marcharse se vio agravado al confiscarle el tío Jacques la navaja «para guardarla en lugar seguro», puesto que sabía que la madre de Fabian no aprobaría aquel regalo. Ya era bastante abominable que el chico volviera a casa tras su estancia en las montañas con un marcado acento comarcal, en virtud del cual pronunciaba las consonantes finales en palabras como Fogas y Massat, para gran disgusto de su madre, como para que encima trajera consigo lo que ella daría en llamar un arma letal. Pero desde entonces, cada mes de julio, la Opinel le esperaba descansando en su estuche, sobre la almohada, como un saludo de bienvenida para Fabian.

No era de extrañar que, cuando su vida se vino abajo, a Fabian le invadiera la nostalgia por los días idílicos de las vacaciones de verano en Fogas, y se convenciera a sí mismo de que la rutina de aquel pequeño municipio era precisamente lo que necesitaba, tras haber pasado trece años atrapado en el ritmo frenético de París. Además, se le había presentado la oportunidad ideal: la copropiedad de la tienda.

Pero tras la recepción de bienvenida de aquella tarde, con asalto y agresión incluidos, seguidos de abiertas hostilidades, Fabian tenía miedo de tener que volver a enfrentarse al rechazo.

Por esa razón, mientras pedaleaba por la carretera hacia Picarets, en lugar de evocar las preguntas airadas de los amigos de Josette, se concentró en las cifras que bailaban ante sus ojos en el ciclocomputador, intentando no pensar en lo que le depararía el futuro. No advirtió que la luz cada vez era más tenue, inconsciente de que el sol se ocultaba mucho más rápido en los valles de los Pirineos que en las calles asfaltadas de París, hasta que se detuvo para arreglar un pinchazo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no tenía la menor idea de dónde se encontraba.

Lo cual no tenía sentido.

Había llegado hasta la cantera y luego había iniciado el regreso, pero debía de haber tomado una carretera secundaria que probablemente todavía no existía en su última visita al pueblo, hacía ya muchos años.

Se había perdido.

Una vez arreglado el pinchazo, miró a su alrededor pero no vio la menor señal de civilización, solo árboles que crecían en las fuertes pendientes que se alzaban ante él a un lado, y acababan ante un precipicio al otro costado. Aparentemente, no le quedaba otra opción que volver sobre sus pasos e intentar rectificar su error.

Ya anochecía cuando Fabian volvió a montar en la bicicleta para ascender por la colina por la que acababa de bajar. Llevaba un faro pensado para conducir en la ciudad que no tendría la potencia suficiente como para abrirse paso en la oscuridad.

No tardó demasiado en darse cuenta de dónde se había equivocado. Tras ascender por la cuesta durante unos cuantos minutos, la carretera principal reapareció con la granja de Christian Dupuy apenas visible a la derecha, un edificio robusto y bien cuidado, rodeado de establos y con gallinas corriendo por el patio. Descendiendo por la carretera a mano izquierda llegaría a Picarets.

Con renovada confianza, avanzó sin pedalear hacia las primeras casas del pueblo, asimilando a su paso los cambios que había sufrido durante su larga ausencia. Observó por ejemplo que la vieja casita en la que había vivido la abuela de Christian había sido restaurada con buen gusto, y ahora lucía unos brillantes soles en las contraventanas pintados de un color amarillo vibrante. Parecía estar habitada. Pero a medida que se adentraba en el pueblo, pudo darse cuenta de que era una excepción.

Aparte de unas pocas casas, cuyas luces se proyectaban en las sombras cada vez más alargadas, el pueblo parecía estar desierto. ¿Tal vez era porque sus habitantes todavía no habían vuelto del trabajo? No creía que fuera esa la razón, más bien tenía la impresión de estar en un pueblo fantasma.

Hizo una pausa en lo que más se parecía a una plaza, un puñado de casas apiñadas sin orden ni concierto alrededor de un tilo achaparrado. Lo habían ubicado allí para indicar el centro de la aldea de Picarets mucho antes de que hubiera automóviles, y a pesar de que lo habían trasplantado a un lado cuando todavía era un plantón, el árbol había seguido creciendo. Su gran tamaño daba la sensación de que todas las casas estaban dispuestas de forma oblicua y obligaba a la carretera a dividirse en dos carriles desiguales para sortearlo.

Fabian regresó al pasado mentalmente, intentando recordar los nombres de las familias que vivían allí cuando era un niño. En la casa que tenía más cerca había unos hermanos que eran auténticos fans del rugby. Los hermanos Rogalle, se llamaban. Uno de ellos se había marchado para jugar con el equipo de Toulouse, si no recordaba mal. No les había llegado a conocer bien porque eran un poco mayores que él. Y también más rudos. A juzgar por las dos bicicletas de niño tiradas en el patio delantero y las pelotas de rugby desinfladas visibles al lado del seto, la segunda generación todavía vivía allí.

La siguiente casa era otra historia. Había sido la residencia de una viuda delgada como un palillo que se enorgullecía de lo limpios que siempre estaban los cristales de las ventanas, de las que ahora pendían lánguidamente los postigos en los marcos podridos y cuyos vidrios, limpiados antaño con tanto esmero, yacían hechos añicos en el suelo. Fabian, aunque no era un experto en la materia, reparó en que el tejado aparecía combado en aquellos puntos en los que las vigas ya no podían soportar el peso de las tejas de pizarra. No tardaría mucho en desplomarse.

Justo enfrente, enclavadas en la colina, había dos casas más, bien conservadas pero con un aspecto un tanto descuidado, obviamente debido a su uso ocasional. Las últimas flores del verano, ahora marchitas, tenían una tonalidad marrón, y las sillas del jardín aparecían diseminadas por doquier en el patio, tal como las había dejado la última tormenta invernal. Y así se quedarían hasta que los propietarios regresaran para pasar sus próximas vacaciones, probablemente cuando mejorara el tiempo en primavera.

Pero como mínimo, la casa Dubonnet parecía bien cuidada, con el cartel que cubría el gablete con el clásico anuncio de Dubonnet, en el que todavía podía leerse el eslogan
«Dubo, Dubon, Dubonnet
» a pesar del descolorido fondo azul. Había sido la residencia del anciano monsieur Papon, el padre del actual alcalde, un jubilado de bruscas maneras cuyas nudosas manos siempre habían sido lo suficientemente ágiles para sofocar potenciales gamberradas, pero cuya mujer solía ofrecer dulces a los niños a sus espaldas. Era un bebedor incondicional de Ricard, y nunca superó el impacto de volver a casa un día y encontrarse con el gablete pintado, por mucho dinero que hubiera ganado su mujer con aquella transacción, y tener que vivir en una propiedad adornada con el nombre de una bebida que él consideraba para mujeres. Los chavales lo sabían, y le provocaban burlándose de él desde una distancia segura, después de que una de sus fuertes manos hubiera alcanzado en una ocasión la oreja de un alborotador, coreando una y otra vez el eslogan que deshonraba la fachada de su casa, hasta que el anciano se retiraba en su interior furibundo.

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