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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (2 page)

BOOK: L’épicerie
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—¿Por qué querría alguien intentar atracar un bar vestido de ciclista?

Antes de que Stephanie pudiera responder se oyeron unas voces alteradas. Los asistentes a la fiesta del Auberge irrumpieron en el bar.

—¿Qué pasa? —preguntó Josette Servat mientras se abría paso casi sin aliento debido al esfuerzo de subir corriendo por la carretera.

—Stephanie ha cogido a un intruso. ¡Lo ha derribado con una de tus baguettes!

—¡Demonios! —René, el fontanero, señaló la barra de pan que Stephanie seguía blandiendo en la mano—. ¡Y ni siquiera se ha roto! Creo que deberías renovar tu mercancía con más frecuencia, Josette —bromeó René, suscitando una carcajada general.

—Pero ¿quién es? —Josette se ajustó las gafas correctamente en el puente de la nariz y se inclinó sobre el extraño para examinarlo más de cerca—. Tenemos que quitarle el pasamontañas.

Lentamente, Christian le quitó el casco, lo dejó a un lado y luego, con mucho cuidado, retiró la prenda del rostro del hombre, dejando al descubierto una barbilla puntiaguda, unos labios finos y unas mejillas pálidas que cubrían unos pómulos marcados. Al sacarle el pasamontañas, la electricidad estática puso de punta los finos cabellos negros del hombre, como única prueba de que seguía con vida, y Josette ahogó un grito.

—¿Quién es? —preguntó Christian, mientras René alargaba un brazo en previsión de un posible desmayo de la tambaleante Josette—. ¿Lo conoces?

Josette asintió, lívida.

—Claro que sí. Es Fabian Servat, el sobrino de Jacques.

Su mirada se dirigió hacia el banco al lado de la chimenea en el que nadie más que ella podía ver al fantasma de su difunto marido, que se reía en silencio, echando la cabeza hacia atrás. Josette se sintió de pronto enojada. ¿Acaso no se daba cuenta de la seriedad del asunto?

—¿Fabian Servat? Dios mío, no lo hubiese reconocido nunca. —Christian intentó encontrar la conexión entre los rasgos de aquel rostro macilento con los del niño que había conocido hacía años—. ¿Esperabas su visita?

Josette negó con un movimiento de cabeza. Pero no estaba siendo del todo honesta.

El hijo único del hermano de Jacques, Fabian, había formado parte importante de sus vidas, pues pasaba de niño las largas vacaciones de verano en La Rivière, y Jacques le adoraba. Pero al llegar a la edad adulta pasó de ser un chaval curioso, a quien le encantaba ayudar en la tienda, a convertirse en un hombre arrogante que solo tenía una cosa en la cabeza: ganar dinero. Sus visitas fueron haciéndose cada vez más insoportables hasta que, al morir su padre algunos años atrás, dejó de acudir a la región de Ariège-Pyrénées para pasar sus vacaciones en la pequeña tienda, puesto que prefería pasar el verano en la Costa Azul. Jacques se mostró aliviado, puesto que con los años había llegado a menospreciar a su sobrino por haber elegido dedicarse al mundo de las finanzas, trabajar en la banca de inversiones y adoptar todas las actitudes propias de aquel ambiente.

Las últimas noticias que Josette había tenido de él llegaron cuando Jacques falleció el verano pasado: Fabian envió una tarjeta de pésame con un mensaje impersonal, pero desde entonces, nada. Ni una palabra. En el fondo, dado el secreto del que era conocedora, más bien se alegraba. Un secreto que Fabian también debía de conocer.

Pero ahí estaba ahora. Fabian yacía en una posición no demasiado elegante a sus pies, mientras su cara empezaba a mostrar reveladoras señales de vida y los párpados empezaban a moverse involuntariamente.

Josette, normalmente poco dada a actitudes agresivas, deseó que Stephanie le hubiera golpeado con más fuerza. Y que el impacto hubiera sido definitivo.

Solo podía haber una razón por la que Fabian hubiera pisado la tienda después de tanto tiempo, y ella temía la llegada de ese momento desde la muerte de Jacques. A medida que fueron pasando los meses sin tener noticias de su sobrino político, Josette llegó a creer que su futuro no estaba amenazado. Había trabajado en aquella tienda día y noche durante toda su vida adulta. Era lo único que conocía. Era su hogar. ¿Qué pasaría ahora? Ahora todo podría estar a punto de cambiar.

—Creo que está volviendo en sí —dijo Christian cuando la figura con apariencia de águila abatida emitió un débil gemido—. Echaos un poco atrás. Necesita un poco de aire.

Los vecinos del pueblo retrocedieron a regañadientes, estirando el cuello en un esfuerzo por ver al forastero que empezaba a retorcerse, gimiendo ahora de forma más audible. Sus extremidades se convulsionaron un par de veces y de repente abrió los ojos marrón oscuro, que se posaron en Stephanie justo en el momento en que recuperó la consciencia.

—¡Mierda! —chilló Fabian, incorporándose con dificultad hasta quedar sentado, e impulsándose con las largas piernas a modo de cangrejo para apartarse de la belleza pelirroja, que todavía estaba de pie sobre él, arma en ristre. Pero no había posibilidad de huir, ya que se lo impedían las robustas patas de la mesa alargada que ocupaba gran parte del bar.

Intentó desesperadamente ponerse en pie, pero las calas del calzado de ciclismo le hacían resbalar. René extendió uno de sus robustos brazos y lo ayudó a levantarse. Fabian se enderezó, tambaleándose un poco mientras su cabeza se adaptaba al repentino cambio de posición, y luego, con el rostro deformado por el terror, señaló con uno de sus mitones hacia Stephanie.

—¡Ha intentado matarme!

—¿Que yo he intentado matarte? Eres tú quien estaba merodeando en la oscuridad. ¿Qué iba a pensar?

Fabian retrocedió acobardado cuando vio a Stephanie avanzar hacia él, blandiendo la baguette y con las pulseras vibrando en su brazo como la amenaza mortal de una serpiente de cascabel.

—¡Apártate de mí, bruja! —Alzó los brazos como palillos para ocultar la cara tras ellos, en un gesto que recordaba más a una mantis religiosa que a Karate Kid.

—¡Por el amor de Dios, Fabian! ¡Cálmate! —Josette apoyó con fuerza una mano sobre el joven, cuya mirada se desvió hacia la pequeña figura de su tía, obviamente aliviado.

—Tía Josette, gracias a Dios que estás aquí. Esta loca ha intentado matarme.

—Rrresulta evidente que aún no conoces a Stephanie, muchacho —intervino Annie Estaque con un ladrido procedente del círculo de curiosos—. Si realmente lo hubiera intentado, ahora estarrrías muerto.

Una carcajada general ovacionó la intervención de Annie, si bien su marcado acento comarcal resultaba incomprensible para los oídos parisinos de Fabian.

—Perdone, ¿qué ha dicho?

—¡Vaya! Sigues sin entenderrrme, después de tantos años. ¡Ni siquierrra con mi nueva dentadurrra!

Todos los presentes volvieron a prorrumpir en carcajadas.

Fabian se sentía fuera de lugar, frustrado. El olor inconfundible a vaca que emanaba de la anciana le estaba revolviendo el estómago. Claro que se acordaba de esa mujer, presente en todos los veranos que había pasado en aquellas montañas. Y también de aquel olor. Aparentemente, las cosas apenas habían cambiado en aquella región.

Mientras seguía soportando las chanzas a su alrededor, Fabian se pasó una mano por la nuca, en la que notaba dolorosos latidos, y palpó los contornos de un incipiente chichón.

No era la bienvenida que había imaginado, pensó pesaroso: ser recibido por una bruja que blandía lo que le había parecido una barra de hierro para, a continuación, ser ridiculizado. Era como si volviera a ser un niño.

Al percibir su sufrimiento, Josette sintió un arrebato de compasión. Después de todo era el sobrino de Jacques y tal vez los años le hubieran hecho madurar.

—Bueno, Fabian —prosiguió Josette con amabilidad, acallando con su voz las risas—, ¿qué es lo que te ha traído a Fogas?

Fabian parpadeó atónito.

—¿No te llegó la carta de mi abogado?

—No. —El miedo, con sus dedos fríos, rozó el corazón de Josette.

—Vaya, es una pena, porque ahí estaba todo explicado. Todo el papeleo legal. Estoy dispuesto a ser razonable. Pagaré el precio de mercado. Por supuesto, puedes quedarte mientras lo desees. Estoy seguro de que nos entenderemos a la perfección. Seguro.

Sonrió con la intención de poner énfasis en este último punto, pero Josette no pudo verlo. Tenía la mirada fija en la chimenea, con una expresión de pánico. Y Jacques le devolvía la mirada horrorizado, con los pelos canos de punta y el rostro demasiado pálido hasta para un fantasma.

—Perdón por la interrupción, pero ¿qué quiere decir eso, Josette? ¿Te vas de aquí? —preguntó Christian. Ahora de pronto habían cambiado las tornas, y los vecinos se esforzaban por comprender.

—No, no me voy a ninguna parte —replicó ella con una voz temblorosa en la que había un atisbo de duda sobre la seguridad de su afirmación.

—Pero entonces qué…

Josette le interrumpió con un tono de voz cortante, en comparación con la dulzura con la que había hablado antes.

—¿Por qué no se lo explicas tú, Fabian?

Este tosió, incómodo al haber pasado a ser el centro de atención sin haberlo deseado, cuando vio que todos los ojos estaban posados en él.

—Es muy sencillo, no hay mucho que explicar. Veréis, necesitaba hacer una pausa. Empezar una nueva vida y todo eso. Pensé que esto sería ideal…

Annie profirió un gruñido.

—Porrr el amorrr de Dios. ¡Deja de sermonear como un parrrisino y escúpelo ya, hombreee!

—Lo que está intentando decir —prosiguió Josette, apoyando las manos en la mesa para reafirmarse—, es que ha venido a quedarse con la tienda. ¿No es eso cierto, Fabian?

Fabian asintió y ante el silencio con el que fue recibida la noticia, se preguntó cuánto tiempo le llevaría ganarse a los vecinos.

Capítulo 2

—¿
D
e modo que ha venido a reclamar su parte de la tienda? ¿Es que Josette no tiene nada que decir en este asunto?

—Aparentemente no.

Lorna Webster dejó por un momento de limpiar las mesas y miró desde el otro extremo del restaurante a Stephanie, quien acababa de regresar de la tienda con la sorprendente noticia.

—Pero ¿seguro que no puede hacer nada para evitarlo? ¿No puede acogerse a ninguna ley que la proteja?

Stephanie negó con la cabeza y recogió los vasos sucios de la barra del bar. Parecía que había pasado un siglo desde que habían celebrado la fiesta de inauguración.

—Jacques, el marido de Josette, ha dejado la mitad de la tienda a su sobrino. Así es la ley en Francia.

—¿Qué? ¿Tienes que dejar la mitad de todo a tus sobrinos? —preguntó Paul, que acababa de volver de llevar varias bolsas de basura al contenedor.

—¡No, tonto! No tienen que ser necesariamente tus sobrinos, sino miembros de tu familia.

—Pero… ¿es que Josette no era su familia?

—No según la ley francesa.

—No lo entiendo. —El rostro de Lorna reflejaba su desconcierto—. ¿Me estás diciendo que si me muero mañana, Paul no heredará mi parte del Auberge? ¿Aunque sea mi marido?

—Sí que heredaría, pero solo la mitad de tu parte. La otra mitad sería para tu familia. Y puesto que no tenéis niños, entonces heredarían tus padres.

—¿CÓMO? —La voz de Paul se convirtió en un chillido—. ¿Los padres de Lorna? ¡Pero si me odian!

Stephanie se limitó a arquear una ceja y sonreír, mientras Paul giraba en redondo para interpelar a su mujer.

—No sabía que fuera así, ¿tú sí?

—¿Por qué lo preguntas? ¿De haberlo sabido te habrías echado atrás a la hora de comprar el restaurante?

—¡Puede que sí! —Se agachó para esquivar un trapo que Lorna le arrojó a la cabeza con muy buena puntería.

—Sigo sin comprender —prosiguió esta, ignorando a su marido, que fingía estar mortalmente herido—. ¿Cómo puede ese tal Fabian mangonear en la tienda si Josette posee la mayor parte de ella?

—Ese es el problema: que Josette no posee la mayor parte de la tienda.

—Pero acabas de decir…

Stephanie alzó un brazo para hacer callar a Paul y profirió un suspiro que denotaba exasperación. Sus amigos anglosajones estaban un poco espesos. No era tan complicado, sencillamente no estaban preparados para asimilar las complejidades de la ley francesa.

—No posee la mayor parte de la tienda porque pertenecía a la familia de Jacques. Este la heredó de su padre antes de que se casaran. Según la ley francesa, su mitad debe volver a la familia. —Se encogió de hombros con un gesto—. Así que Josette está en la
merde.

—¡Caray! Me parece un poco cruel. ¿No va a recurrir?

—¿Para qué? Es la ley.

—Aun así me parece… No sé…

—¿Injusto? —sugirió Lorna como final de la frase.

—No se trata de que sea justo o injusto. ¡Es la ley! —Stephanie recogió los vasos restantes y echó a andar hacia la cocina, dejando solos a Lorna y Paul para que debatieran la mala suerte de Josette a sus anchas. No tenía suficiente energía como para seguir hablando sobre ese tema. El incidente del bar había traído consigo una oleada de malos recuerdos que la hacían sentirse exhausta.

• • •

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Stephanie había tenido tanto miedo. No sabía por qué no se había limitado a salir corriendo de la tienda para pedir ayuda a Christian. Eso era lo que más la asustaba. Aparentemente, a pesar del rápido proceso de instrucción de los primeros años de matrimonio, todavía no había aprendido a alejarse de las situaciones que la atemorizaban. Seguía sintiendo la necesidad de enfrentarse a ellas cara a cara.

Y eso sí que la preocupaba.

Empezó a llenar el lavavajillas, obligándose a concentrarse en otras cosas. Pero no había tenido precisamente un buen día, y la difícil situación de Josette también parecía haber influido negativamente en su estado de ánimo.

Se sentía muy egoísta al pensar en ello. Desde el preciso instante en que Fabian Servat había hecho públicos sus derechos de propiedad sobre la tienda solo había podido pensar en una cosa: ¿acaso habría heredado también una parte del terreno que había delante de la tienda? Si así fuera, el hecho de haberle golpeado la cara con una baguette añeja puede que no fuera la mejor idea que había tenido en la vida.

—¡Maldita sea! —Stephanie sintió una punzada de dolor antes incluso de darse cuenta de que había roto el pie de una copa de vino y se le había clavado un cristal en la palma de la mano. Corrió hacia el grifo del agua fría, agradeciendo la sensación de ardor que le producía el agua casi glacial sobre la carne—. Maldita sea —volvió a renegar mientras cerraba el grifo. Volvería a la casilla de salida justo cuando su sueño de abrir un centro de jardinería ecológica había estado al alcance de la mano.

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