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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (3 page)

BOOK: L’épicerie
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A pesar de que el temporal que había asolado la zona en Año Nuevo había destruido el invernadero y la mayoría de las plantas habían muerto, Stephanie se había puesto manos a la obra y había vuelto a plantarlas; aunque todavía faltaba bastante para la primavera, estaba segura de haber recuperado el tiempo perdido. El Auberge finalmente había vuelto a abrir, a pesar de las tentativas de algunos vecinos por hundir a los nuevos propietarios, y aquella tarde en la fiesta de reinauguración Paul y Lorna le habían propuesto que trabajase para ellos como camarera. Con ese dinero Chloé y ella podrían sobrevivir hasta que su negocio empezase a arrancar.

Incluso había encontrado la ubicación ideal para su negocio: la parcela frente a la tienda de Josette, situada a la orilla del río y contigua al aparcamiento municipal. O por lo menos, eso creía.

Pero en caso de que fuera cierto que el sobrino de Jacques había heredado la mitad de aquel campo se vería obligada a posponer sus planes. Después de haberle atacado con una barra de pan, Fabian no le alquilaría el terreno ni en sueños.

Ojalá Fabian Servat se hubiera quedado en París.

Cerró la puerta del lavavajillas y lo puso en marcha. No podía negar que su primer día como camarera había sido un tanto accidentado, y si Fabian realmente tenía derechos sobre aquella parcela habría de conservar ese trabajo durante más tiempo de lo que había imaginado. Así que se obligó a sonreír y regresó al restaurante, reprendiéndose a sí misma por ser tan egocéntrica. Después de todo, a diferencia de Josette, cuyo futuro pendía de un hilo, seguía teniendo un techo bajo el que vivir.

Como suele suceder durante el mes de enero en los abruptos valles de los Pirineos, a última hora de la tarde el cielo ya había empezado a oscurecer cuando los vecinos emprendían el camino de regreso desde St. Girons por la sinuosa carretera que iba hasta Massat y el Col de Port. Pero al tomar la curva en La Rivière, que reseguía el curso del río en un pronunciado giro a la izquierda, llamaba la atención el hecho de que la carretera estuviera sumida en una penumbra que no era habitual, por lo que los conductores tuvieron que encender los faros para poder circular en la creciente oscuridad.

Algunos conducían demasiado rápido como para pararse a pensar a qué podía deberse aquel cambio, sobrepasando el límite de velocidad de cincuenta kilómetros por hora establecido al entrar en el pueblo. Pero otros, aquellos que no tenían tanta prisa por volver a casa, dedicaron algún tiempo a cuestionarse la causa mientras seguían ascendiendo por las curvas, dejando atrás las casas para volver a adentrarse en el desfiladero flanqueado por el bosque. Los vecinos que solían detenerse en aquella curva con la esperanza de conseguir una baguette para la cena, o un paquete de cigarrillos y una botella de vino que les ayudasen a pasar la larga noche de invierno, no se hicieron demasiadas conjeturas. La respuesta era obvia.

Por primera vez desde que se tenía memoria, la tienda y el bar no estaban abiertos en horario laborable. Los postigos de las ventanas y las puertas estaban cerrados a cal y canto, por lo que ya no se podía contar con la luz que proyectaban ambos establecimientos, que normalmente iluminaba la carretera en invierno desde primeras horas de la mañana hasta la noche.

En su interior, un pequeño grupo de personas estaba sentado alrededor de la mesa del bar, mientras el fuego bailaba arrojando sombras sobre los rostros con el ceño fruncido por la preocupación.

—¿Realmente crees que lo hará? —preguntó la mujer que presidía la mesa mientras se acomodaba en su asiento para aliviar el peso sobre la pierna derecha, que tenía enyesada y apoyada en una silla.

Josette asintió.

—¡Es un desastrrre! —masculló entre dientes Annie Estaque—. Y pensar que de niño errra tan simpático. ¿Quién hubierrra podido imaginar que serrría capaz de algo semejante?

—De haberlo sabido —dijo Christian—, le habría dejado en el fondo de la vieja cantera aquel día en que cayó en ella. ¿Te acuerdas, Véronique?

La mujer con la pierna rota se rio.

—¡Claro que sí! Me dijiste que saliera corriendo en busca de ayuda.

—Así fue, y hasta que regresaste no dejó de llorar por el desgarrón que se había hecho en los pantalones. Decía que su madre lo mataría. Pobre chaval. Al final bajé como pude hasta donde se encontraba porque no podía soportar verle tan compungido.

—Y cuando regresé acompañada de Serge Papon, él tuvo que sacaros a los dos con ayuda de una cuerda.

—No sabía nada de eso —dijo Annie, con cierta tensión en la voz provocada por la mención del nombre del alcalde.

Véronique sonrió.

—Porque yo no te lo conté, mamá. Serge nos llevó a casa en coche y Thérèse nos dio un bollo de chocolate y Orangina mientras remendaba los pantalones de Fabian.

—Pobrrre diablo —murmuró Annie con cierta ambigüedad, haciendo que Christian se preguntara si su compasión iba dirigida al chiquillo que había sido Fabian o al alcalde que acababa de quedarse viudo.

—¡Yo más bien compadecería a Josette! —replicó Véronique—. Tiene que haber alguna posibilidad.

—Aparentemente no —dijo la aludida con hastío—. Consulté con un abogado hace unos cuantos meses y básicamente tengo dos opciones: hacer una oferta a Fabian para comprarle su parte, cosa que ahora mismo no me puedo permitir, y que de todos modos no creo que aceptara; o intentar llevar a medias el negocio.

—Hay otra opción —sugirió Véronique con cierta cautela—. También podrías venderle tu parte.

Josette miró fijamente a la joven, con los ojos muy abiertos tras los cristales de las gafas.

—¡No!

—¿Ni siquiera vas a considerar esa posibilidad…?

—¡No! No me voy a ir. —Josette calló, y Véronique súbitamente se apercibió de la fragilidad de aquella mujer, con la rebeca arrugada sobre los estrechos hombros y las manos apretadas sobre la mesa, haciendo girar con nerviosismo su anillo de boda.

Christian la rodeó con uno de sus fuertes brazos, confiriéndole un aspecto aún más frágil.

—Ya se nos ocurrirá algo, Josette, no te preocupes. Y quién sabe, puede que se harte de estar aquí y regrese a su casa. ¡A algunos les cuesta acostumbrarse a la vida en el campo, después de vivir en París!

Josette intentó esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió.

—Mientras tanto me iré a vivir con mamá para que tengáis más espacio —dijo Véronique, consciente de que el hecho de haber ocupado la habitación que Josette tenía libre podía suponer un problema ahora que Fabian reclamaba sus derechos sobre el edificio.

Véronique se había quedado sin techo y sin trabajo a causa del incendio que había asolado la oficina de correos durante el temporal de Año Nuevo, y estaba muy agradecida a Josette por haberle ofrecido una habitación en esas circunstancias. Había pasado casi un mes, ya podía desplazarse con habilidad con las muletas y, puesto que la granja de su madre casi había recuperado su estado anterior tras los daños sufridos por los vientos huracanados del temporal, había planeado volver a vivir allí provisionalmente. No era la situación ideal, dado que seguían teniendo roces. Pero tal vez el hecho de volver a vivir con su madre sería el revulsivo que necesitaba para impulsar la reparación de su apartamento. El municipio realmente le estaba dando largas a la hora de solucionar el tema de su vivienda.

—Es muy amable por tu parte —agradeció Josette—. Fabian me ha preguntado si podía quedarse aquí esta noche, pero no sé cuáles son sus planes para los próximos días. Me imagino que tiene ganas de quedarse.

—¡Ajá! Vaya sinverrrgüenza. Qué carrra tiene.

—Bueno, yo me voy, si queréis os puedo llevar a casa en coche —dijo Christian dirigiéndose a las mujeres de la familia Estaque al tiempo que se ponía en pie—. Es hora de que vaya a salvar lo que sea que mi madre esté pensando calcinar esta noche para cenar.

—Sí, ya es horrra de dar de comer a los perros —dijo Annie, y a continuación se oyó el ruido de sus articulaciones al ponerse en pie—. ¿Dónde están tus cosas, Vérrronique?

Esta torció la cara en un amago de sonrisa y señaló hacia una pequeña maleta que esperaba en una esquina.

—Voy ligera de equipaje estos días.

—¡Caray! —murmuró Christian—. Tú lo pierdes todo en un incendio y ahora parece que Josette va a perder su casa. Es como si alguien hubiera echado una maldición sobre los vecinos de Fogas o algo así.

—¡Pues sí, parrrece que estamos maldecidos con tontos rrrematados como Fabian Serrrvat!

—Por cierto, hablando del rey de Roma —añadió Christian mientras abría la puerta a la oscuridad que ya lo invadía todo—, ¿dónde está el enmascarado? ¿No debería haber regresado ya de su paseo en bicicleta?

—Con un poco de suerte tal vez se haya caído de nuevo en la cantera, y esta vez no pienso correr a buscar ayuda —dijo Véronique al pasar renqueando a su lado.

Mientras Annie ayudaba a su hija a sentarse en el asiento trasero del coche, Christian se volvió hacia Josette.

—¿Seguro que vas a estar bien? Me refiero a esta noche.

Josette asintió, tomó aire e intentó ofrecerle una sonrisa valiente.

—Sí, no te preocupes —contestó—. Estoy segura de que llegaremos a un acuerdo. Después de todo, no es mala persona.

Christian la abrazó de nuevo antes de contorsionarse para poder introducir su enorme cuerpo en el pequeño utilitario. El motor resopló como si estuviera tosiendo, y el Panda 4×4 se alejó en el crepúsculo.

Josette esperó hasta que vio desaparecer las luces por la carretera que subía hacia Picarets, después cerró la puerta lentamente y apoyó la espalda en ella.

Eran todo su mundo, aquellas dos habitaciones en las que había pasado la mayor parte de su vida adulta. A través de la puerta que conectaba ambas estancias podía ver los anaqueles situados en la pared del fondo de la tienda. ¿Cuántas veces había repuesto los artículos que se exponían en ellos? Tarros de miel de la región, tabletas de chocolate, latas de
cassoulet,
cartones de leche. Los salchichones colgados sobre el mostrador: ¿cuántos metros de ellos habría dispuesto allí durante todos aquellos años? ¿Cuántos kilos de queso habría cortado para vender a granel las grandes ruedas de Rogallais o Beth-male? ¡Cuántas horas había dedicado a limpiar la maldita vitrina de los cuchillos!

Desvió la mirada hacia el bar, posándola sobre las botellas de Ricard y Cassis, sobre los vasos que había lavado en incontables ocasiones en el pequeño fregadero de la parte trasera, sobre la mesa en la que realmente se decidía la política del municipio, pues el alcalde prefería atender allí sus asuntos en lugar de hacerlo en el edificio bastante más austero del ayuntamiento, situado en la colina de Fogas. ¡Y las fiestas! Sus labios se curvaron en una sonrisa al recordar.

¿Verdaderamente creía poder dejar todo eso atrás?

Desde fuera, la propuesta de Véronique no parecía descabellada. Después de todo había ahorrado algo de dinero, y con lo que Fabian le diera por su parte de la tienda podría comprarse una pequeña propiedad en los alrededores. Tomarse la vida con calma. Relajarse. Puede que la jubilación incluso le sentara bien.

Solo entonces se permitió mirar hacia la chimenea, hacia la cuestión que la atormentaba.

¿Qué sería de Jacques?

Cuando se le apareció por primera vez, su fantasmagórica presencia la turbó. Ella regresaba al bar, todavía vestida de luto, mientras oía el eco de las campanas de la iglesia reverberando en las colinas, y allí estaba Jacques, sentado al lado de la chimenea como si no se hubiera ido nunca. Como si su corazón no se hubiera detenido de repente, haciendo que su vida ya no tuviera sentido.

Ella abrió la boca para gritar, pero de su garganta no salió el menor sonido, solo el carraspeo del asma que la torturaba en verano cuando todo se llenaba de polen. O cuando se llevaba un susto.

Giró sobre sus talones y huyó hacia la tienda, y le temblaban las manos cuando se apoyó sobre la vitrina situada cerca del mostrador para intentar recuperar el aliento. En su mente había un caos de pensamientos que se deslizaban como las bolas de una máquina del millón. Intentó tranquilizarse, y para ello se concentró en los cuchillos dispuestos tras el cristal: la gruesa hoja del Kenavo alojada en un mango de madera resistente al agua, uno de los favoritos de los pescadores de Bretaña; la sensual curva del mango del Couteau du Pèlerin, hecho por peregrinos que seguían el Camino de Santiago de Compostela; y el orgullo y la alegría de Jacques, un Laguiole con hoja de acero de Damasco cubierta por filigranas, con mango de asta de ciervo.

Cuando se dio cuenta de que estaba dejando las huellas de sus dedos sobre la prístina superficie, supo que había recuperado la compostura. Y que estaba preparada para volver al bar.

Resultaba obvio que su imaginación le había jugado una mala pasada, se dijo a sí misma. Esas cosas no pasan. Pero al acercarse a la puerta, una parte de sí misma deseaba que fuera real.

Él alzó la vista al verla entrar, con una expresión de perplejidad en la cara, como si también estuviera demasiado confuso para saber cómo había llegado hasta allí. Su espesa mata de pelo blanco destacaba aún más ahora que estaba muerto, casi parecía resplandecer en contraste con las piedras recubiertas de hollín de la pared tras el banco de la chimenea. Bajo los cabellos, el rostro presentaba mayor palidez que en vida, y los contornos de su cuerpo nervudo aparecían casi difuminados. Pero cuando sus ojos se encontraron, a Josette le sobresaltó aquella sensación familiar de reconocimiento, idéntica a la del día en que se conocieron. Después sintió que le fallaban las rodillas y se desmayó.

Cuando volvió en sí, él le estaba acariciando el cabello, y retomaron su historia a partir de ese momento. Jacques solo podía estar en el bar y la tienda, y no decía una palabra. Pero su presencia proporcionaba a Josette una intensa sensación de seguridad. Era su sombra silenciosa.

Esa era la razón por la que todo aquel asunto con Fabian le estaba partiendo el corazón.

—No podrías irte de aquí conmigo, ¿verdad, mi amor?

Él volvió a mirarla con aquella misma expresión de perplejidad con la que la había saludado después de su muerte seis meses atrás. Luego negó con un movimiento de cabeza y se cubrió la cara con las manos.

Josette supo lo que Jacques estaba pensando.

—No es culpa tuya. No podías saberlo.

Ambos tenían parte de culpa por su situación. Debían haberse dejado asesorar hacía muchos años. Pero no habían sentido la necesidad de hacerlo. La ley era la ley, así de simple.

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