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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (6 page)

BOOK: L’épicerie
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Stephanie intentó aplacar la sensación de pánico que crecía en su interior.

¿De dónde iba a sacar todo ese dinero? Era tan injusto. El conductor imprudente que había provocado aquel accidente se había dado a la fuga, dejando como único recuerdo una abolladura en el chasis por encima de la rueda de atrás y restos de pintura verde oscuro. No había podido distinguir la marca del coche, todo había pasado muy rápido. Fabian creía haber visto una furgoneta pequeña no demasiado moderna. ¡Esa era la descripción más aproximada del vehículo con la que contaban!

Tampoco valía la pena recurrir al seguro. Para empezar, ya era demasiado tarde para enviar un parte, algo que de todos modos había preferido evitar al creer que como mucho tendría que pagar unos cien euros. Además, en su día había optado por una mayor franquicia en su póliza con el fin de reducir el importe de la cuota mensual, y para cuando consideró la posibilidad de pasar un parte, además de que perdería la bonificación, parecía no tener demasiado sentido pedir a la compañía de seguros que se hiciera cargo de los gastos.

Lorna alargó una mano para posarla sobre el brazo de Stephanie.

—Quizá sea algo positivo que no puedas acercarte a él —insinuó Lorna—. ¡Me parece que no hacéis una buena combinación! Y te puedo adelantar el sueldo para ayudarte a pagar las reparaciones.

—Es muy amable de tu parte. Ya me las apañaré.

—¿Sabes cuánto tiempo estará vigente la orden de alejamiento?

Stephanie se encogió de hombros.

—Cuando se acabe, se acabará.

Stephanie se quedó mirando fijamente los posos de su taza de café mientras se preguntaba qué o quién había hecho que aquel idiota de Fabian Servat entrase en su vida. Y para qué.

—Esa mujer es un desastre. ¡Y está empeñada en acabar conmigo! —dijo Fabian basculando sobre la desvencijada escalera de madera tipo tijera que se bamboleaba bajo sus pies y cuyos escalones presentaban distintas longitudes gracias a las generaciones de ratas del cobertizo que llevaban años royéndolos. Josette se sorprendió a sí misma deseando que hubieran sido más eficaces cuando Fabian recuperó el equilibrio y descendió con seguridad al suelo de la tienda.

—Creo que estás exagerando un poco. Ha sido una coincidencia, y lo sabes.

—¿Una coincidencia? —Fabian alzó la voz unas cuantas octavas y dejó caer las botellas de vino que había cogido del estante superior sobre el expositor de cristal situado al lado de la caja, lo que hizo que Josette pusiera una mueca de dolor.

—Lo siento, tía Josette, pero creo que no tenía más remedio que denunciarla.

La mujer se alejó para que Fabian no pudiera ver la expresión de fastidio que tensaba su rostro, de rasgos habitualmente risueños. Los últimos cinco días habían hecho mella en sus reservas de paciencia.

Una vez que Fabian se hubo recuperado del susto de haber sido derribado de su bicicleta, en su primera noche allí, acordaron que se quedaría durante un período de prueba de dos meses. Josette le había dejado claro que todavía no tenía intención de jubilarse, y se había sorprendido de la flexibilidad que había demostrado Fabian y de lo impaciente que parecía por trabajar con ella. Y además había empezado a explicarle sus planes.

Un reforma completa del bar y la tienda, estanterías nuevas, una iluminación moderna, una panera adecuada… Fabian contaba con páginas y páginas de lo que él llamaba hojas de cálculo ya preparadas, cifras y estadísticas, para mostrarle el coste de la inversión en relación con el aumento esperado de los beneficios.

Josette le escuchaba con un ojo en el dinosaurio que era su marido, que mostraba una expresión de consternación ante los cambios propuestos; cuando Fabian llegó a la parte del plan que incluía derribar la pared del fondo para ampliar la tienda, ocupando el espacio reservado al almacén, Jacques empezó a golpearse la cabeza contra las piedras del banco de la chimenea en señal de desesperación. Todo ello en silencio, por supuesto.

¿Qué se suponía que debía hacer?

Josette se sentía en parte entusiasmada por las ideas de Fabian, que contemplaban unos cambios que hacía años que anhelaba pero que nunca se había atrevido a hacer, puesto que la palabra «tradición» era el mantra de su marido. «Modernización» era un vocablo cercano en significado a «capitalismo» en el diccionario de Jacques de palabras malsonantes.

Pero por otra parte, la que más pesaba, sentía que estaba traicionando a Jacques al verle sufrir de aquel modo. Así que decidió encontrar la manera de satisfacer a los dos hombres durante aquellas ocho semanas, tras las cuales, con un poco de suerte, Fabian se aburriría de aquel proyecto y regresaría corriendo a París, cuando se diera cuenta de que su anhelo de una vida idílica en el campo no era realista.

Había sido testigo de ello en varias ocasiones. Había visto a gente que venía de la ciudad diciendo que querían escapar del ajetreo de la competitiva vida moderna, huir de todo aquello. Nunca había comprendido por completo a qué se referían. Como si las zonas rurales solo existieran en una especie de vacío. Obviamente, nunca habían visitado el mercado de St. Girons en verano, cuando era imposible acercarse a los puestos debido a la gran cantidad de turistas. Ni tampoco habían tenido que soportar el invierno en un caserío aislado, mientras el viento arrancaba las tejas de pizarra y la nieve, tan espesa que impedía la visibilidad, no paraba de caer, y desde el depósito de gasoil te comunicaban por teléfono que aquella semana era demasiado peligroso subir hasta la aldea y de momento tendrías que apañarte con la estufa de leña.

Pero sobre todo, encontraba aquella actitud insultante para todos los que vivían y trabajaban allí, insinuando que la vida en la ciudad era mucho más dura. No obstante, los recién llegados normalmente se daban cuenta enseguida de su error, al tener que circular por las carreteras de montaña que conducían a St. Girons o a Foix para ir al trabajo cada día o intentar vivir de aquella tierra porfiada. La mayoría de ellos, tras algún tiempo, simplemente recogían sus cosas en busca de otros pastos donde la hierba fuera más verde y más dulce y estuviera bendecida por un sol más cálido.

Aunque no era así en todos los casos. Stephanie se había establecido allí, y parecía que la pareja británica del Auberge también iba a intentarlo. Pero aquellos que con el tiempo llegaban a considerar aquella región como su hogar habían venido con los ojos bien abiertos, sin hacer uso de las gafas de color de rosa. Apreciaban los cambios de estación que hacían la vida en las montañas tan hermosa y también tan dura. Comprendían los caprichos del clima, y aceptaban las bendiciones y maldiciones que estos suponían. Y no tenían que esforzarse por adaptarse al ritmo de la vida en un lugar en el que no cabía la posibilidad de un saludo rápido, sino tan solo la de un lento adiós.

Por alguna razón, Josette no creía que fuera ese el caso de Fabian. Y esperaba no equivocarse, porque no podría soportar dos meses más mordiéndose la lengua. Pero por ahora tendría que hacerlo. Y el motivo estaba allí sentado encima de la nevera, observándolos con el ceño fruncido, los brazos cruzados y los pelos de punta.

Josette no había visto dormitar a Jacques durante días. Hasta entonces había pasado la mayor parte del tiempo sentado en el banco de la chimenea con la cabeza caída sobre el pecho y roncando al ritmo de la danza del fuego, pero desde la llegada de Fabian se pasaba las horas de luz diurna persiguiendo a su sobrino por la tienda con el ceño permanentemente fruncido. Josette no se atrevía a pensar para qué se levantaba de noche. Tal vez era mejor así, ya que eso quería decir que tampoco tenía poderes de telequinesia. ¡Especialmente teniendo en cuenta la cantidad de cuchillos que había en la tienda!

—¡Qué interesante!

Fabian estaba limpiando la gruesa capa de polvo acumulado sobre una de las botellas, intentando leer la etiqueta.

—¡Dios mío! No puede ser… —Se acercó aún más a la botella hasta que la nariz rozó el cristal—. ¡Sí lo es! Es de 1959, un Château La… ¡Atchúuus!

El violento estornudo hizo balancearse a Fabian sobre sus talones, y como consecuencia la botella se deslizó entre sus manos y salió volando. Giró un par de veces en el aire y después descendió hacia el suelo. Pero el joven reaccionó rápido: se lanzó de costado y sus dedos huesudos se alargaron por debajo de la botella mientras las largas piernas se aferraban a la escalera de tijera. Eso hizo que perdiera estabilidad y que chocara contra la pared, arrancando de paso el mapa descolorido con las regiones de Francia en las que tradicionalmente se fabricaban las navajas y cuchillos que habían decorado la tienda durante muchos años.

—¡Por poco! —exclamó tendido en el suelo, acunando la botella de vino con una sonrisa en la cara.

Pero Josette no sonreía. Estaba observando a Jacques, quien había descendido de un salto de la nevera para precipitarse hacia el precioso mapa, y ahora miraba fijamente a Fabian, indignado.

—¿Sabes cuánto puede valer esto? —prosiguió Fabian, ajeno a la mirada fulminante que Jacques le lanzaba mientras se ponía en pie—. Uno de mis colegas presumía en una ocasión de haber pagado tres mil dólares por una botella de burdeos como esta. ¿Crees que habrá más en el sótano?

—Estoy casi segura. ¿Por qué no vas a comprobarlo? —propuso Josette, simplemente para quitárselo de encima y que saliera del campo de visión de Jacques, que todavía lo miraba con una expresión asesina—. Tómate tu tiempo.

Fabian echó a andar hacia el bar con la botella de vino en la mano, pero cuando estaba en el umbral de la puerta se volvió hacia Josette, rascándose la nuca con la mano.

—¿Sabes una cosa? Puede que te parezca ridículo, pero tengo la sensación de estar siendo observado continuamente —le confesó.

—Tienes razón. Parece ridículo —le confirmó Josette mientras enderezaba la escalera e ignoraba descaradamente a Jacques, quien seguía sigilosamente a su sobrino, tan cerca que le estaba echando el aliento en el cuello.

Fabian sintió un escalofrío de repente, se abrochó la cremallera de la chaqueta y se precipitó hacia el sótano.

Josette se dejó caer sobre los peldaños de la escalera y hundió la cabeza entre las manos.

¿Cómo iba a poder soportarlo? Sería mucho más fácil dejarlo todo. Pero la presencia de Jacques descartaba aquella opción. De modo que estaba atrapada, intentando mediar entre los dos hombres, uno de los cuales desconocía la existencia del otro. Era pedir un imposible.

—¡Ya veo que todo va bien! —Annie Estaque profirió una áspera carcajada al entrar en la tienda, desencadenando un trinar salvaje de pájaros procedente del móvil colgado de la pared del fondo.

Josette puso los ojos en blanco y consiguió esbozar una débil sonrisa.

—¿Todavía no te hasss deshecho de él?

—No, por desgracia.

—Pues entonces tendrás que aprrrovechar su estancia aquí.

—¿Cómo exactamente?

—Para empezar, ¡haz que cambie ese maldito timbrrre de la puerrrta!

Josette se rio. Annie tenía razón. El nuevo timbre en forma de móvil que había instalado Paul hacía un par de semanas la estaba volviendo loca con aquel estúpido sonido que imitaba el trino de los pájaros, pero no sabía cómo hacer para cambiarlo. Tal vez Fabian pudiera servir de algo, después de todo.

—¡Tía Josette, tía Josette!

Se oyó el repiqueteo de unos pasos procedente de las escaleras del sótano. Fabian apareció de repente en el bar, con los cabellos oscuros cubiertos de polvo y telarañas y la cara veteada de suciedad, un aspecto muy parecido al que tenía cuando era niño en los recuerdos de Josette.

—Hay once más como esta. ¡Una caja entera en total! —exclamó con los oscuros ojos brillantes por la emoción—. Podríamos conseguir… ¡oh! —Se paró en seco, sin poder disimular el recelo instantáneo que sintió al ver a Annie en el interior de la tienda—. Buenos días, madame Estaque.

—Creo que ya errres lo bastante mayorrr como para llamarrrme Annie —replicó mientras hacía una reverencia con la cabeza a modo de saludo.

Fabian lanzó una mirada perpleja a Josette.

—Dice que puedes llamarle Annie.

—De acuerdo. Annie.

—¿Qué decías del vino?

—Sí, el vino. Creo que deberíamos intentar venderlo en una subasta. Conozco a alguien que podría llevar ese asunto. ¿Qué opinas?

—¿De veras crees que puede ser valioso?

—No estoy seguro. Tendré que consultarlo en la guía Hachette y tal vez investigar un poco en Internet. Pero no está de más saberlo.

Josette se encogió de hombros, ya que no le tenía demasiado apego al vino. Jacques lo había comprado en una feria en Foix hacía años, justo antes de que se casaran. Había colocado una de las botellas en el estante superior, pero después, con la emoción de su nueva vida, se había olvidado de su existencia y allí se había quedado la botella por siempre jamás. Si podían conseguir algo de dinero por aquel vino le parecía bien. Pero no quería parecer demasiado entusiasmada. Aunque sabía que su desinterés era de mala educación, no podía evitarlo.

—Supongo que tienes razón.

—Entonces está decidido. —Fabian se volvió para sonreír a Annie, y Josette pudo ver que estaba intentando causar buena impresión, lo que la hacía sentirse aún peor por haber sido tan grosera—. Bueno, ¿qué os parece si os traigo un café a las dos? Por la cara que tienes me parece que no te iría mal una pausa, tía Josette.

Y de repente, el arrebato de afecto que había sentido por un momento fue sustituido por una mayor rabia ante el papel asumido por Fabian como anfitrión. A la que había que sumar la insinuación de que estaba mayor.

—Eso serrría estupendo. —Annie pasó una mano cómplice bajo el brazo de su amiga y la condujo hacia la mesa mientras Fabian empezaba a manipular la gran máquina roja dispuesta sobre el mostrador detrás de la barra.

—¿Qué es eso? —preguntó Annie, esforzándose por hablar en un tono lo más cercano que pudo a un murmullo.

Josette puso de nuevo los ojos en blanco.

—Una nueva máquina de café. La ha traído de París.

Un chorro de vapor salió con un chirrido de la varilla plateada situada en uno de los laterales de la máquina, haciendo que Annie se sobresaltara. A continuación, fue el molinillo de café el que cobró vida con un rugido.

—¡Carrramba! —masculló entre dientes Annie—. ¿También orrrdeña las vacas? ¡Me parrrece mucho follón para un puñeterrro café!

—¿Café
crème
madame Est… eh, Annie?

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