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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (13 page)

BOOK: L’épicerie
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—¿Has venido desde Picarets con esta tormenta para decirme todo esto?

—No solo por eso. También he venido a pedirte consejo.

Fabian le miró sorprendido.

—Me gustaría que echaras un vistazo a unos cuantos números, si no te importa.

—Es lo que hay.

Fabian había necesitado unos veinte minutos para tener una visión general de la situación financiera de Christian y explicársela en términos comprensibles. Christian dobló los papeles y volvió a guardarlos en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Dios mío —masculló, rascándose la cabeza—. Es peor de lo que imaginaba.

—Lo siento. —Fabian acarició al gato, sintiéndose incómodo por haber sido él quien le diera al granjero las malas noticias.

—Tendré que vender la granja —dijo Christian, con la voz ahogada—. Caray, ahora me iría bien una copa.

—A mí también, pero el bar tiene acceso restringido hasta nueva orden. Aunque cuento con una alternativa al alcohol. —Fabian se llevó la mano al bolsillo y extrajo una bolsa de plástico llena de lo que parecía hierba seca.

—¿De dónde la has sacado?

—Se lo quité a un chaval que quería robar en la tienda. Le dije que se lo daría a la policía. —Sus estilizados dedos ya estaban ocupados liando un cigarrillo, que encendió con una larga calada, y enseguida se lo ofreció a Christian.

—¡No he fumado en años! —exclamó el granjero mientras inhalaba y sentía el humo llenándole los pulmones—. Solíamos escondernos detrás del establo de las vacas cuando éramos niños. Mi padre nos pilló una vez y nos quitó la marihuana.

—Y después, probablemente, hizo lo mismo que nosotros ahora.

—¡Puede ser!

Se pasaron el porro en silencio durante un rato mientras el gato dormitaba en la atmósfera ahora cargada de un dulce aroma.

—Tal vez sea esta la solución a tus problemas —Fabian rompió el silencio.

—¿Mmm? ¿Convertirme en drogadicto?

—No, me refiero a diversificar. Cultivar marihuana. En un invernadero enorme, como el de Stephanie.

Christian se rio.

—No sería muy discreto. La mayoría de los que cultivan en esta zona lo hacen a escondidas, en el bosque.

—Podrías camuflarlas como tomateras.

Pero Christian no le escuchaba. A través de un velo de apatía intentaba concentrarse en algo que Fabian acababa de decir.

—Puede que hayas tenido una buena idea —declaró—. Creo que le haré una visita a Paul en el Auberge después de echarle un vistazo al piso para Véronique. Ya de paso, comeré allí. De repente me muero de hambre.

Alargó nuevamente la mano y apretó la de Fabian con fuerza.

—Gracias. ¿Te quedas aquí?

Fabian asintió.

—Un rato más. A ver si así Josette se tranquiliza.

Vio a aquel hombre corpulento salir del jardín hacia la tienda, mientras los blancos copos bailaban a su alrededor. Después apagó el cigarrillo en la nieve, se guardó la colilla en el bolsillo e hizo bajar al gato adormilado de su regazo.

Ya era hora de hacer frente a las consecuencias.

La situación era tan absurda que Josette no sabía si reír o llorar.

Se había pasado la última media hora regañando a Jacques, hablando en susurros para evitar que los albañiles la oyeran, lo cual simplemente servía para tener que repetirlo todo, puesto que el oído de su marido era tan selectivo como lo había sido en vida.

—Y no ahueques la mano en la oreja, como si no me oyeras. —Josette removió el fuego envenenada, obteniendo como respuesta el chisporroteo de las llamas, que hizo que Jacques se acurrucara de miedo en su sitio—. Puedes estar contento de estar muerto —concluyó blandiendo el atizador de forma amenazadora.

Justo en ese momento entró Fabian.

—¿Tía Josette? —preguntó alarmado al ver a su tía empuñando aquel arma ante el banco vacío de la chimenea—. ¿Qué haces?

—Nada, estaba intentando aflojar un poco los hombros. Los tengo un poco agarrotados. Creo que es por el frío. —Josette dejó el atizador en su sitio y le lanzó a Jacques una mirada asesina antes de incorporarse—. ¿Has visto a Christian?

Fabian asintió, revolviendo con las manos el montón de artículos que había encima de la mesa.

—¿Qué quería?

—Nada importante. Charlar —dijo mientras seguía rebuscando.

—¿Qué buscas?

—Chocolate. Estaba seguro de que había algunas chocolatinas en la tienda.

—¿Chocolate? Creía que no te gustaba —respondió mientras pescaba una chocolatina para dársela.

Desgarró ansiosamente el envoltorio y empezó a comérsela.

—¿Estás bien? —preguntó después de haber dado un primer bocado a la chocolatina—. Me refiero a lo que ha pasado con los cuchillos.

Apretó los labios y no pudo evitar mirar a su marido, que estaba deseando con todas sus fuerzas que dijera que sí.

Pero Fabian no esperó a que respondiera.

—Quizás es mejor así —farfulló—. Puede que sea una señal.

—¿Una señal de qué?

—Bueno, tal vez ahora no te sientas tan obligada a respetar incondicionalmente la manera de hacer las cosas de tío Jacques. Puede que fuera eso lo que te impedía mirar al futuro. El hecho de que se haya roto la vitrina, y de haber descubierto que los cuchillos eran falsificaciones, puede que signifique de forma simbólica que ahora eres libre. Libre para cambiar.

Fabian se dirigió lentamente hacia las escaleras masticando ruidosamente la chocolatina, dejando a Josette con la boca abierta y un marasmo de pensamientos.

Tenía razón. Había sido una catarsis. Ya no tenía que preocuparse por la opinión de Jacques, ni sentirse como una traidora por mirar hacia el futuro. Ahora podría dejarse contagiar un poco por el pensamiento siempre positivo de Fabian. Abrir la mente y pensar fuera de lo establecido.

Josette se echó a reír con una risita ronca y se sentó al lado de Jacques.

—Parece ser que tu sobrino tiene razón por una vez —susurró—. Te perdono, tunante.

Jacques se inclinó hacia ella, con los ojos chispeantes, y al besarla en la mejilla Josette notó una fresca brisa en la piel.

—¿Quedan más chocolatinas de esas, tía Josette?

Josette se puso en pie de un salto, con la cara ardiendo, pero en realidad no importaba. Fabian no había visto nada. Había encontrado otra chocolatina y volvía a salir tambaleándose de la estancia, dejando a solas a sus tíos, que ahora se reían como adolescentes.

Capítulo 7

—¿
E
stáis seguros de que os las apañaréis? —preguntó Josette por cuarta vez aquella noche, a lo que Chloé, Fabian y Véronique respondieron al unísono.

—¡Sí!

—Vamos, Josette. La reunión durará unas pocas horas. Además, ¿qué podría pasar? —Christian le pasó el brazo por debajo del codo y la condujo hacia la puerta. Josette se volvió en el último momento para lanzar a Jacques una mirada elocuente, pero él seguía sentado en el banco de la chimenea con aire compungido.

—No te preocupes por el fuego, tía Josette. Te prometo que no se apagará —dijo Fabian, sin poder comprender su preocupación.

Antes de que pudiera responder, Christian la arrastró hacia la noche y lo último que Josette pudo ver antes de que la puerta se cerrara tras ella fue a Jacques sonriendo a Chloé y frotándose las manos.

—Dios mío, ayúdame —murmuró para sí misma.

—¿Qué dices? —preguntó Christian al sentarse a su lado en el coche.

—He dicho «Dios mío, qué frío hace».

—En eso tienes razón. Espero que podamos subir con ayuda de las cadenas. —Dio unas palmaditas afectuosas al volante y después giró la llave.

El coche desapareció con un traqueteo detrás de la primera curva, y muy pronto dejaron de oírse los chirridos del forzado motor.

—¡Creí que no se iría nunca! —dijo Fabian—. Bueno, ¿a quién le apetece un café? ¿O un chocolate caliente?

Chloé levantó rauda la mano.

—Suena bien. Tomaré un café y luego saldré un momento para echar un vistazo a ese piso.

Véronique se sentó a la mesa, sobre la que Chloé ya estaba desparramando los libros de texto.

—Caray, qué aplicada —dijo riendo—. ¿Acaban de empezar las vacaciones y ya estás haciendo los deberes?

Chloé asintió solemne.

—Así me los saco de encima.

—¿Qué has de hacer?

—Una redacción. Sobre mi familia. —Chloé hizo una mueca y Véronique comprendió.

—¿No te gusta escribir sobre tu familia? —preguntó Fabian con una total falta de tacto mientras colocaba una taza de chocolate caliente ante ella.

—No hay mucho sobre lo que escribir. Solo tengo a mi madre.

Fabian se maldijo a sí mismo en silencio. Aquel porro que se había fumado con Christian parecía haberle desatado la lengua.

Véronique se acercó a la niña, que estaba mordiendo el extremo del lápiz.

—¡A mí tampoco me gustaba escribir sobre mi familia! —confesó—. Por eso decidí inventarme cosas sobre mi padre. Que era una estrella de cine, o piloto.

Chloé la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Y no te reñían por eso?

Véronique sonrió.

—Claro que sí. Pero nadie podía decir que no era cierto.

—¿Entonces tú tampoco sabías quién era tu padre?

—No. Sigo sin saberlo. —Véronique consiguió inferir a su voz un tono neutro.

—¿No te importa?

—A veces. En el día del padre y fechas similares. —Se encogió de hombros, consciente de que Fabian, que sabía la verdad, podía oírlas.

—¿Crees entonces que estaría bien si yo hiciera lo mismo? —preguntó Chloé.

—Veamos, ¿qué escribirías si pudieras?

Chloé se reclinó en la silla y cruzó las manos detrás de la nuca, sosteniendo el lápiz con la boca.

—¡Mi padre sería un acróbata! —exclamó—. Con las piernas muy largas y el pelo negro y sedoso. Y sería de París.

—Es una descripción muy detallada —comentó Fabian mientras ponía el equipo de ciclista que acababa de lavar sobre el respaldo de una silla para que se secara y un rizo le caía sobre la cara al inclinarse hacia adelante—. Es como si tuvieras a alguien en mente.

—¡Así es! —Chloé le observó mientras volvía a su puesto detrás de la barra y Véronique sonrió oculta tras su taza de café.

—Bueno —dijo al dejar sobre la mesa la taza vacía—. No tardaré mucho.

Se puso el abrigo y atravesó el bar cojeando.

—¿Necesitas ayuda? —se ofreció Fabian.

—No. Por fin ha dejado de nevar. Además, creo que es mejor si voy a verlo yo sola.

Abrió la puerta y salió al frío cortante de la noche. Las estrellas quedaban eclipsadas por los cristales de hielo que cubrían el pavimento y reflejaban la luz de la luna. Respiró hondo y empezó a avanzar cuidadosa y lentamente por el margen de la carretera, donde la nieve estaba menos congelada.

Christian había ido a buscarla aquella noche, henchido de orgullo por haber encontrado aquel piso en la antigua escuela, y que había ido a ver ese mismo día. En su opinión, era justo lo que ella necesitaba, ideal en todos los sentidos. Y por eso no había podido entender por qué Véronique no compartía su entusiasmo.

Pero tampoco sabía la connotación que tenía para ella aquel edificio, los recuerdos horribles que le traía a la memoria.

Véronique lo vio ante ella, el tejado cubierto de nieve recortándose en las montañas del fondo y una luz solitaria brillando en una de las ventanas en forma de arco del piso de arriba.

De pronto se dio cuenta de que estaba tiritando y supo que no era debido al frío.

—Es absurdo —se reprendió a sí misma, y después se obligó a cruzar el umbral que durante tanto tiempo había sido para ella la puerta de entrada al infierno.

—Entonces, dos chocolates calientes más —dijo Fabian mientras empezaba a mezclar el cacao en polvo en las tazas.

—¿Puedo echar un vistazo a la tienda mientras los preparas? —preguntó Chloé.

—No veo por qué no. Pero no toques nada. Y no te ensucies la ropa. Solo falta que tu madre se enfade conmigo.

Chloé hizo señas a Jacques para que la acompañara, y juntos se deslizaron bajo el guardapolvos a través de la puerta que daba a la tienda.

—¡Es enorme! —exclamó Chloé, maravillada ante el espacio que se abría ante ella. Subió con precaución sobre el montón de escombros que antes era la trastienda y echó un vistazo al almacén, ahora también vacío. Fabian había trasladado todas las cosas a la bodega hasta que acabaran las obras. En una esquina había amontonado las estanterías, destinadas ahora a alimentar el fuego, y solo quedaban unos cuantos calendarios, el más reciente del año 1975, y un anuncio esmaltado y descolorido cubierto de polvo apoyado en la pared.

Chloé levantó el letrero y sopló sobre su superficie. Un remolino de polvo envolvió a Jacques, quien empezó a estornudar, se tambaleó hacia atrás, y de inmediato cayó sobre un montón de ladrillos haciendo reír a Chloé. Era como una de esas películas de Max Linder que mamá a veces la llevaba a ver a Toulouse: cine mudo, todo acción.

Jacques sacudió vigorosamente la cabeza para quitarse los trozos de mortero del pelo, y se puso en pie despacio, frotándose la espalda con un gesto teatral.

—¿Estás bien? —rio ella.

Jacques, con las cejas llenas de polvo, lanzó una mirada fulminante a Chloé y después se inclinó por encima de su hombro para mirar lo que tenía en las manos.

—Es muy bonito —dijo, girándolo para que Jacques pudiera verlo mejor.

La imagen central era la de una niña pequeña que levantaba una mano para escribir algo en la pared, con una cesta a sus pies. La parte superior quedaba ocupada en su totalidad por las palabras «Chocolat Menier». Chloé volvió a soplar, esta vez en dirección contraria a Jacques, para poder leer lo que estaba escribiendo la niña.

«¡Desconfía de las imitaciones!»

—¿Crees que podría quedármelo? —preguntó Chloé al tiempo que recorría con los dedos los contornos del dibujo de la niña.

Pero antes de que Jacques pudiera contestar ambos oyeron unas voces amortiguadas procedentes del bar.

—… la conoce? —decía la voz gangosa de un forastero con acento del norte.

—Stephanie Morvan… —El resto de la respuesta de Fabian quedó ahogado por el ruido de la máquina de café al emitir uno de sus habituales gorgoteos.

—Podría ser… tiene una hija… consejos sobre agricultura ecológica.

A pesar de que tenía la oreja pegada con fuerza a la puerta, Chloé no pudo entender todo lo que decían, aunque con eso le bastaba.

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