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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (22 page)

BOOK: L’épicerie
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Limpió la barra del bar y destruyó por completo su laboriosa creación.

No quería darse por vencido, así que se dirigió a la mesa y volvió a intentarlo, mareado por el esfuerzo. Pero en cuanto Jacques se incorporó, vio a Annie tras él pasando el trapo amarillo por la mesa y destruyendo de nuevo otra obra maestra.

Empezaba a sentirse molesto. Fue hacia el armario de los cuchillos situado al lado de la puerta. Respiró hondo y volvió a empezar. Y justo cuando había terminado, una mano tenaz pasó por delante de su cara y su obra desapareció.

Ya estaba pensando en asesinarla al verla trajinando por el bar para quitar el polvo. Tendría que darse por vencido. Pero entonces oyó los pasos de Josette bajando las escaleras y se le ocurrió una idea genial. Se deslizó bajo la mesa y se apoyó en una de las sillas. Llenó los pulmones de aire y empezó a trabajar a toda prisa.

—¡Oh, Annie! No tienes por qué quitar el polvo —dijo Josette al entrar en el bar y verla limpiando afanosamente.

—Toda ayuda es buena. Además, aceptaré un café como agradecimiento.

Josette fue hacia la barra para preparar los cafés, y fue entonces cuando vio a Jacques emergiendo de las profundidades de la mesa, demasiado ruborizado para ser un fantasma.

Josette lo miró arqueando una ceja, y Jacques le hizo señas para que fuera hacia él mientras miraba de reojo a Annie, con cierto nerviosismo porque se acercaba con el trapo del polvo.

—Solo faltan las sillas y ya habrrré acabado.

Jacques agitó los brazos angustiado, protegiendo con su cuerpo la silla que tenía al lado.

—¡No te preocupes! —replicó Josette mientras corría hacia la silla, interponiéndose entre ella y Annie.

—¿Estás segurrra? —preguntó Annie mirando a su amiga intrigada.

—Sí —dijo Josette mientras retiraba la silla que Jacques había defendido con tanto ahínco.

—¡Qué raro! —Las dos mujeres se quedaron mirando el corazón dibujado en el polvo que cubría el asiento de madera—. Esos malditos corazones por todas parrrtes. ¡Ya he limpiado tres!

Josette esbozó una sonrisa y alzó la vista hacia su marido, que ahora señalaba el calendario y le lanzaba besos etéreos.

Se había acordado.

Annie avanzó blandiendo el trapo, pero Josette la detuvo poniendo una mano en su brazo.

—Déjalo. Tomemos el café y abramos una de esas cajas de bombones que quedaron de San Valentín.

—¿Qué estamos celebrrrando? —preguntó Annie mientras se deshacía alegremente del trapo.

—Es nuestro aniversario de bodas. Hoy hace cincuenta años que nos casamos.

—¡Caray! —murmuró Annie, impresionada—. Me parece que eso se merrrece algo más que un café, ¿no crrrees?

Al alargar la mano para coger la botella de brandy del estante superior del bar, Jacques volvió a sentarse en el banco de la chimenea, exhausto por aquella mañana de trabajo.

—¡Por ti, Josette! —brindó Annie al tiempo que hacían chocar las copas—. ¡Y por Jacques, dondequiera que esté!

Josette sonrió para sí mientras se llevaba la copa a los labios, pensando que ella sí sabía exactamente dónde estaba su marido, cuyo pecho en esos momentos empezaba a ascender y descender con unos familiares movimientos rítmicos. Hablaría con Fabian sobre la chimenea para convencerle de que cambiara de opinión. Era lo mínimo que podía hacer por aquel viejo romántico.

Capítulo 11

C
hloé había muerto y había ido al cielo. No en sentido literal, por supuesto, pero para una niña de nueve años poder disfrutar de un acre de hierba, el sol generoso y la libertad de ser una acróbata, debía de ser lo más parecido al cielo.

De pie en uno de los extremos del campo de Christian, estiró el cuerpo con las manos levantadas hacia el cielo, muy erguida. A continuación, en una explosión de energía, tomó impulso y realizó el salto de la paloma. Aterrizó con las manos, ejecutó una voltereta lateral, las piernas se arquearon por encima de su cabeza y siguió con un salto mortal de frente, quedó suspendida en el aire durante un segundo y aterrizó con los pies descalzos para realizar un salto mortal hacia atrás. El mundo giró en sentido contrario por unos momentos, y aprovechó el impulso para acabar con una paloma hacia atrás y realizar una recepción perfecta, aterrizando justo encima de una boñiga de vaca.

—¡Ecs! —Saltó a un lado, limpiándose los dedos de los pies en la hierba para quitarse el estiércol.

Pero eso no podía estropearle el día. Tras varios meses practicando, por fin dominaba la técnica del salto mortal hacia atrás. Cogió la cartera y rebuscó en ella un lápiz y un libro maltrecho que era la Biblia del acróbata:
El arte de la gimnasia para niños y niñas.

Lo había encontrado bajo un montón de cómics de Astérix en la librería de segunda mano de Saint Girons hacía ya un año, en una ocasión en que había acompañado a Annie. Le había costado la propina y un préstamo secreto de su acompañante, pero había valido la pena. Aunque era una edición antigua, publicada incluso antes de que Annie hubiera nacido, las ilustraciones eran muy claras y las técnicas contenidas en él funcionaban. Chloé había pasado largas horas estudiándolo bajo las mantas de su cama con una linterna, y se lo había aprendido de memoria.

Hojeó las páginas amarillentas hasta llegar a la que explicaba la realización del salto mortal hacia atrás y puso una marca al lado del dibujo. Ahora le tocaba la voltereta lateral sin manos.

Chloé ya había intentado ejecutar aquel ejercicio en varias ocasiones sin éxito, pero si quería realizar sus sueños tendría que llegar a dominar aquellos movimientos. Dejó el libro al lado de la cartera, estiró el cuerpo, flexionó el cuello y realizó un intento.

Tomó impulso corriendo, flexionó las piernas al golpear con fuerza el punto de despegue y las catapultó por encima de su cabeza con los brazos pegados a los costados, pero justo cuando creía haberlo conseguido sintió que la gravedad la atraía hacia el suelo mucho antes de que hubiera colocado los pies en la posición correcta.

¡Plom!

Aterrizó con la espalda sobre la hierba, y por un momento se quedó sin aliento. Permaneció tumbada unos instantes hasta que la tierra volvió a girar sobre su eje.

A ese paso nunca entraría en el Cirque du Soleil.

Era su único objetivo en la vida: trabajar en el circo.

No podía recordar cuando había empezado aquella obsesión, no se acordaba de ninguna época en su vida en que no hubiera querido ser una artista del trapecio. A su madre nunca le había parecido bien, ni siquiera cuando Chloé todavía era pequeña y la veía jugar con sus muñecas, haciéndolas girar en la ejecución de volteretas y colgándolas del techo con un trozo de cuerda. Cuando Chloé empezó a experimentar con su cuerpo, su madre se puso furiosa y le advirtió de que bajo ninguna circunstancia le permitiría hacer acrobacias. E impuso aquella norma sin más explicaciones.

Pero aquello era pedir demasiado para una niña en cuyos sueños siempre había una carpa de circo, la cuerda floja y un público enardecido. Era algo que no podía explicar, aquella necesidad de lanzarse al aire y dar vueltas a través del espacio para acabar asiendo la seguridad de una barra de metal. Y por eso, en un único acto de rebeldía, Chloé sencillamente había decidido que aquel edicto solo era aplicable cuando su madre estaba presente. Desde entonces había buscado lugares en los que pudiera practicar en secreto, como por ejemplo detrás del establo de Annie, o allí, en el campo de Christian, y seguía perfeccionando sus habilidades. De momento dominaba el arte de las volteretas con una o dos excepciones, pero sabía que muy pronto tendría que empezar a subir las apuestas. En el sentido más literal de aquella expresión.

El siguiente paso sería realizar aquellos ejercicios acrobáticos en el aire. Ya lo había intentado un par de veces, recurriendo para ello a una de las ramas más bajas del roble del jardín, pero no había acabado de funcionar. Cayó hecha un ovillo y solo pudo presumir de los rasguños que lucía en manos y rodillas.

Echó un vistazo al reloj y pensó que su madre volvería a casa en media hora. Todavía tendría tiempo para probar la voltereta lateral sin manos un par de veces antes de marcharse.

Se irguió, mirando a la carretera, estiró las extremidades de nuevo y se preparó para un nuevo intento. No advirtió que algo se movía en el campo, justo detrás de ella: una silueta que emergía del bosquecillo de fresnos y que tenía sus airados ojos marrones fijos en Chloé sin que esta fuera consciente de ello. No tenía la menor idea de que se encontraba en un grave aprieto.

Fabian llegó hasta la pista que descendía adentrándose en el bosque por encima de Picarets antes de levantar la cabeza. Había subido la colina furioso, concentrado únicamente en su propio ritmo, sin reparar en el entorno, obligando a sus músculos a seguir moviéndose. Cuando por fin salió del asfalto se detuvo, se dejó caer sobre el manillar resollando y echó un vistazo a su ciclocomputador.

Los resultados eran impresionantes. Después de tan solo dos meses saliendo por aquellas colinas ahora estaba mucho más en forma, sus piernas eran más fuertes y estaba ansioso por abordar desniveles más serios.

Era la época perfecta, puesto que la nieve estaba a punto de desaparecer de los puertos de montaña; el otro día, cuando fue de excursión con la tía Josette al Col d’Agnes, comprobó que incluso habría podido subir hasta allí en bicicleta, ya que solo quedaban unos cuantos terrones blancos adheridos a las laderas en las cerradas curvas umbrías.

La tía Josette. Cuando pensaba en ella se sentía avergonzado. Tenía razón en todo lo que le había dicho. Era cierto que no se había puesto en su lugar, simplemente había supuesto que, como era viuda, le gustaría tener compañía. No se le había ocurrido que tal vez su presencia allí no le acababa de agradar, ya que no se le daba demasiado bien ver las cosas desde otra perspectiva. No es que fuera egoísta, simplemente le costaba relacionar su experiencia con la de otras personas. A veces le costaba incluso relacionarse con aquellos que tenía más cerca. Esa era otra de las informaciones que su ex le había dado amablemente antes de salir indignada de su apartamento, arrojando las llaves encima de la mesa de la cocina.

Había complicado las cosas de veras. Había presionado tanto a la tía Josette que probablemente había echado por tierra cualquier posibilidad de trabajar con ella en la tienda. Y puesto que Josette no parecía tener intención de dejar el establecimiento, y él no se sentía capaz de obligarla a aceptar la situación derivada de la herencia, todo parecía indicar que tendría que volver a París.

La perspectiva le horrorizaba.

No le preocupaba el aspecto financiero, puesto que había ahorrado lo suficiente durante sus días en la banca como para poder sobrevivir hasta que encontrara otro trabajo. Pero la idea de pasar las largas noches solo en su ultramoderno apartamento, con su reflejo como única compañía devolviéndole la mirada desde las prístinas superficies de metal y cristal, le llenaba de una tristeza que no había experimentado nunca antes.

Se había acostumbrado a vivir allí. ¡A casi todo! Todavía le costaba sobreponerse al deseo de meter prisa a los clientes de la tienda cuando se entretenían demasiado tiempo charlando, haciendo esperar a la persona que venía detrás. Y pensaba que nunca se acostumbraría al uso horario de Fogas, según el cual mañana a las diez podía significar dos días después por la tarde. ¡Eso si uno tenía suerte!

Pero el ritmo lento de la vida en Fogas se le había metido en los huesos. Se había vuelto como la tía Josette, entreteniéndose con cada tarea, haciendo que estas se adaptasen al transcurrir del día, independientemente de la fecha y hora, en lugar de realizarlas en la media hora prescrita, y poder así tomarse el tiempo para observar los narcisos que empezaban a salpicar la carretera, o para jugar con
Tomate,
el gato del Auberge, que parecía haberle cogido cariño. También se había dado cuenta de que el acento de la Ariège empezaba a regresar a su garganta, como si fuera un viejo amigo al que hubiera tenido un tanto relegado, alterando sigilosamente su precisa entonación parisina y deslizando consonantes en lugares que su madre nunca habría aprobado.

Pero lo que más le sorprendía era que echaría de menos a los vecinos. En aquellos dos cortos meses había llegado a conocerles y se había convertido en parte de la comunidad. ¡Incluso había empezado a entender a Annie Estaque! Si regresaba ahora a París solo se enteraría de oídas de si Christian había conseguido salvar la granja, únicamente le llegarían rumores sobre el nuevo negocio de Stephanie, y tal vez no sabría nunca si René encontró la manera de dejar el tabaco.

No quería ni pensarlo.

Dio media vuelta y empezó a bajar la cuesta sin pedalear, convencido de que aquella podría ser la última salida en los Pirineos que haría en mucho tiempo. En ese caso, tendría que aprovecharla al máximo.

Apretó el pecho contra el manillar y se echó hacia atrás en el sillín para acelerar aún más y pasar como una bala entre los árboles que flanqueaban la carretera. Cogió la primera curva a gran velocidad, cambió el peso del cuerpo a la pierna que quedaba en el exterior, alzó la otra, resiguió la curva y enderezó la bicicleta al salir de ella. Tuvo el tiempo justo para cambiar de posición, transferir el peso y tomar otra curva en sentido contrario. A esta le siguieron tres más en rápida sucesión. Fabian estaba eufórico, y el corazón le daba saltos de alegría. Cuando salió de la última observó la larga recta que se extendía hasta Picarets y la granja de Christian a la izquierda.

Aquella era una sensación mágica. El aire azotándole el rostro, la emoción de la velocidad. Era Laurent Jalabert, el rey de las montañas, con el jersey de lunares en el Tour de Francia, corriendo por la victoria el Día de la Bastilla, con su ciclocomputador disparado, rozando los cincuenta y cinco kilómetros por hora.

En ese preciso momento vio a Chloé. Estaba de pie, en un campo, con los brazos levantados por encima de la cabeza, los ojos fijos en algún punto ante ella. A pesar de que iba a una tremenda velocidad, Fabian tuvo tiempo de darse cuenta de que estaba en grave peligro. Y de que ella no tenía ni idea.

¡Mierda!

No creía poder parar a tiempo.

Stephanie se había sentido tentada de tomarse el día libre y no ir al trabajo. El sol casi la había seducido con su calidez, convenciéndola de tumbarse en el prado, quitarse los zapatos y cerrar los ojos.

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