Fabian parpadeó.
—Creí… que nos estaba yendo bien.
—¿Ir bien? ¿A esto te refieres cuando dices que las cosas van bien? —Agitó una mano abarcando todo el bar, abarrotado con los artículos de la tienda—. ¿O al hecho de que pretendías quitar la chimenea sin siquiera preguntarme? ¿Cómo demonios quieres que las cosas vayan bien?
—No lo habría hecho sin preguntarte. Simplemente pensé que necesitábamos modernizar un poco el bar.
—¡Simplemente pensé! —le espetó Josette—. Simplemente pensaste que podías venir aquí y trastocar toda mi vida para poder hacer realidad tus fantasías de vivir en el campo, ahora que ya no soportas la ciudad. Pues te diré algo, jovencito: ya he tenido bastante. ¡Estoy harta de tus experimentos para ahorrar, y de tu obsesión por los beneficios y el progreso, y de tus interminables hojas de cálculo! Así que ya puedes hacer las maletas para volver a París y dejarme en paz…
Josette lanzó una mirada a la figura sentada al lado del fuego y dejó caer los hombros, abatida. ¿Cómo podría explicar a Fabian lo que su presencia había significado en su vida y en su relación con Jacques?
—… déjame en paz. Por favor. —Se quitó el delantal y lo arrojó sobre la mesa, y al pasar rozándole en dirección a la escalera Fabian creyó ver lágrimas en sus ojos.
—¡Qué bocazas soy! —farfulló para sí al tiempo que se dejaba caer en una silla, con la cabeza entre las manos.
—¿Qué ha hecho tu grrran bocaza esta vez? —dijo Annie refunfuñando al entrar en el bar.
Fabian alzó la vista con una expresión desesperada en la cara.
—He hecho enojar a la tía Josette. Pero esta vez de verdad.
Y le contó la discusión que habían tenido.
Annie escuchó en silencio y luego inclinó la cabeza hacia un lado mientras reflexionaba sobre todos los aspectos a tener en consideración, entre ellos el hecho de que la máquina de café era de Fabian, y si se marchaba…
—Déjamelo a mí —dijo—. Vete a dar una vuelta en tu bicicleta y despéjate un poco, yo lo arrreglaré. No es normal que Josette arme tanto escándalo porrr nada. Tiene que haberrr algo más.
Fabian se puso en pie y movido por un impulso, rodeó con los brazos la pequeña y enjuta figura de Annie Estaque mientras le plantaba un beso en una de sus apergaminadas mejillas.
—Gracias, Annie. No quiero marcharme.
—Yo tampoco quiero que te vayas —respondió Annie, sorprendida al descubrir que realmente así lo sentía, y no solo por el excelente café—. Ahora lárgate y déjanos a solas.
Stephanie se sentía renacer. Estaba sentada sobre la hierba en la ladera que se extendía por encima de Picarets y la refulgente luz del sol contribuía a aumentar su optimismo.
La vida era bella.
Tenía previsto inaugurar el centro de jardinería a principios de mayo, y el proceso de inspección para obtener el certificado de producción ecológica ya estaba en marcha. Con el anticipo de la primavera de las últimas semanas, el plantel iba muy bien, y habría suficiente para todo el verano. Pero sabía que no tardaría mucho en necesitar más. Y que eso requería más espacio, razón por la cual había pasado la mañana visitando un terreno que tal vez podría arrendar.
Había salido del pueblo y en vez de girar en la antigua carretera de la cantera había continuado todo recto por el asfalto, cada vez más estrecho, hasta que este desapareció para dar paso a una pista llena de baches y dañada por las heladas invernales. La furgoneta avanzó dando tumbos durante unos cuantos minutos, hasta el lugar en el que la pista terminaba en una rotonda en medio del bosque.
Al bajar de la furgoneta y observar la densidad de la arboleda circundante vaciló un momento, pero decidió seguir las indicaciones de André Dupuy, el padre de Christian, y enseguida se adentró en el corazón del bosque por un sendero. Pasó al lado de varias casas en ruinas cuyas paredes de piedra se habían desmoronado y sobre las que los jóvenes robles extendían sus ramas en el lugar antes ocupado por los tejados de pizarra, y le impresionó el hecho de que aquella región hubiera estado tan densamente habitada en el pasado. Pero la obsoleta conexión a la red de electricidad había acabado con la abundante energía hidroeléctrica de la región de Ariège, así como con muchos puestos de trabajo, y la juventud había tenido que emigrar. Como resultado de la despoblación sufrida durante tantos años, el departamento había pasado de ser una de las principales zonas industriales de Francia a un remanso de aguas muertas relativamente desconocido.
Lo cual le iba muy bien a Stephanie, dadas sus circunstancias personales.
Tras seguir avanzando durante unos cuantos minutos por el sendero, salió a un claro. No era lo bastante grande para servir de pasto a un gran rebaño, pero era ideal para un invernadero o dos. Y el terreno parecía cumplir los requisitos necesarios: era un prado cuadrado con una ligera pendiente, rodeado de árboles en tres de sus márgenes, salpicado por el amarillo y el púrpura de las flores de crocus. El propietario había seguido utilizándolo hasta que ya no tuvo fuerzas para salvar la larga distancia desde Fogas hasta allí y llevar a los animales a pastar en aquel prado en Picarets heredado de sus antepasados.
Era un problema recurrente del municipio, repartido geográficamente en dos abruptos valles enclavados en las montañas, que estaba teniendo un impacto visible en el paisaje. Con el tiempo, cuando los jóvenes emigraron y con la población restante envejecida, los campos bien cuidados que la generación de Annie recordaba haber visto en su infancia desaparecieron bajo la maleza, puesto que sus propietarios a menudo eran demasiado ancianos o se encontraban demasiado lejos para seguir explotándolos. Como consecuencia se llenaron de vegetación, y muy pronto el bosque los reclamó para sí. Los muros en ruinas que delimitaban las terrazas excavadas en la ladera de la montaña eran la única prueba de que alguna vez habían sido cultivados.
Por esa razón, cuando Stephanie empezó a interesarse en alquilar un poco más de terreno, recibió innumerables ofertas de ancianos y propietarios que ya no vivían allí, desesperados por encontrar a alguien que realizase el mantenimiento de sus parcelas. Visitó un par de ellas, pero el acceso en coche era complicado, o se encontraban en la otra vertiente de Fogas. Aquel terreno era simplemente perfecto.
Y las vistas eran impresionantes. Podía ver el fondo del valle y al mismo tiempo seguir con la mirada los árboles que se extendían en la vertiente contraria hasta el horizonte de picos nevados que se alzaban detrás de la colina. Vio unos milanos rojos volando en círculos perezosamente en el cielo color cobalto, emitiendo de vez en cuando un chillido que atravesaba el silencio. Stephanie se sentó en la hierba, notó que estaba un poco húmeda, a pesar del sol primaveral, y se maravilló de hasta qué punto le sonreía la vida.
Si obtenía beneficios suficientes de las primeras ventas, podría poner otro invernadero en ese terreno y aumentar la producción. Obviamente dependería del alquiler. Pero André había dicho que no creía que le pidieran demasiado.
Cerró los ojos y se dejó empapar por el calor del sol, relajando la mente. Unos cuantos momentos de calma, y luego volvería a la rutina diaria.
—¡Soy una estúpida! —dijo Josette mientras se enjugaba las últimas lágrimas con el pañuelo que Annie le había ofrecido, y volvió a ponerse las gafas—. No sé qué me ha pasado.
—Comparrrtir el espacio con alguien puede tener ese efecto. ¡Vérrronique y yo casi llegamos a las manos cuando estaba viviendo en la grrranja!
Josette se rio, bastante más calmada tras los cinco minutos de consultorio sentimental de Annie Estaque.
—Gracias, Annie. Eres una buena amiga.
—¡Ah sí! No estés tan segurrra. ¡Solo estoy prrrotegiendo la máquina de café! Ahora tómate un respiro, yo me ocuparé de la tienda un rato.
Josette observó su propio reflejo en el espejo deslucido sobre el tocador mientras Annie bajaba las escaleras. Tenía el rostro un poco hinchado y las mejillas encendidas, pero aparte de eso nadie hubiera podido decir que se había disgustado.
Se preguntaba si no se debería a la edad, mientras reseguía las finas líneas que tenían como punto de partida las comisuras de los ojos. ¿Se debería a eso su exagerada reacción ante la sugerencia de Fabian de quitar la chimenea? ¿Se habría convertido en una de esas mujeres de las que solía burlarse, que se aferraban al pasado y lo usaban a modo de escudo para protegerse del futuro?
Josette suspiró, levantando la fina capa de polvo que cubría la superficie de mármol. ¡Incluso allí arriba había polvo! No era de extrañar que no fuera la misma de siempre. Pero había sido injusta al tomarla con Fabian. Sobre todo porque últimamente se llevaban muy bien.
La semana anterior, cuando la tienda había estado cerrada debido a las obras y no sabía qué hacer, Fabian le había propuesto ir en coche hasta el Col d’Agnes para hacer un picnic. Hacía un día magnífico, muy cálido, de modo que Josette aceptó su propuesta y pasaron un día estupendo.
No podía recordar la última vez que había estado allí. Debió de ser cuando trabajaba en las tareas de trashumancia, conduciendo ovejas y vacas hasta los prados situados a mayor altitud durante el verano. ¡Debía de hacer más de treinta años! Había olvidado la belleza de aquellos prados, las vistas panorámicas de los escarpados picos de los Pirineos por un lado, y por el otro las llanuras que se extendían hasta Toulouse. Al volver allí sintió nostalgia por explorar con más detenimiento la región que en su juventud había llegado a conocer tan bien.
Cuando se casó y empezó a trabajar en la tienda, todo su mundo quedó restringido a aquellas paredes que rara vez abandonaba. Como mucho iba de vez en cuando con alguno de los vecinos al mercado de St. Girons. Y desde que Jacques murió, aquellas escapadas se hicieron casi imposibles. Tenía que encontrar a alguien que la sustituyera en la tienda y dependía de que alguien la llevara, puesto que no había servicio de autobús.
Eso era lo que había inspirado a Fabian otra de sus ideas descabelladas durante aquella excursión.
Cuando Josette reconoció que le gustaría poder salir más pero que no veía el modo de hacerlo, Fabian insinuó que debería aprender a conducir. Así de sencillo. Como si tuviera dieciocho años.
Josette pensó que el aire de la montaña estaba afectando el funcionamiento de la mente urbana de su sobrino, pero en los días posteriores Fabian insistió, convenciéndola de que era muy fácil y ofreciéndose a ayudarla con la teoría. Incluso había encargado los libros para que empezase a aprender para el examen.
Miró por la ventana del dormitorio hacia el garaje, que llevaba cerrado desde el verano pasado. En su interior descansaba un Peugeot 308 nuevo, de color cereza madura, como un chupachups con ruedas. Los asientos de atrás todavía tenían la funda protectora, y el coche apenas había hecho dos mil kilómetros. Había convencido a Jacques de que se lo merecía más o menos hacía un año. Sería su primer coche nuevo. Pocos meses después, murió.
No había tenido valor para desprenderse de él, y había considerado la posibilidad de regalárselo a Christian. Pero a Fabian se le había ocurrido otra posibilidad. Tal vez tenía razón. Quizá podría aprender a conducir. Aunque solo fuera para ver la expresión estupefacta de Jacques cuando saliera marcha atrás del garaje con aquel coche bonito y brillante.
Y esa era la razón por la que tener a Fabian a su lado era algo positivo. Desde el día en que llegó y anunció su intención de quedarse Josette supo que tendrían que llegar a alguna clase de acuerdo. No quedaba otra alternativa: una casa y un negocio repartido literalmente a partes iguales, como la casa de su primo en Massat. Su primo la había heredado a medias con otro de sus primos, y como no se ponían de acuerdo levantaron un tabique justo en medio, de ese modo el inmueble quedó dividido en dos. ¡Una locura! Algunas de las ventanas habían quedado afectadas por la división resultante de aquella solución ridícula, y como consecuencia la casa era ahora prácticamente inhabitable.
De modo que solo tenía una opción, dado que no podía dejar atrás a Jacques: esforzarse porque funcionara. Y hasta entonces, en honor a la verdad, había sido Fabian quien más había puesto de su parte.
Respiró hondo y enderezó la espalda. Cuando regresara de su vuelta en bicicleta, se sentarían a hablar y encontrarían una solución. Simplemente necesitaba más espacio. Su propio espacio para poder hablar con Jacques, eso era todo, para poder compartir días como hoy. Días especiales.
Se volvió a secar los ojos y luego empezó a bajar las escaleras.
Jacques se sentía frustrado. Había presenciado la discusión entre Josette y su sobrino y se había sentido verdaderamente horrorizado ante la perspectiva de perder la chimenea. Pero eso dejó de tener importancia cuando vio a su mujer salir del bar llorando: era incapaz de seguirla. No entendía por qué no podía ir más allá del bar y la tienda. Como tampoco entendía aquella segunda existencia que se le había otorgado. Solo sabía que en el momento en que cruzaba el umbral hacia las escaleras empezaba a sentirse mareado, como si perdiera aquel contacto provisional con la que ahora era su realidad.
Y por eso se quedó allí, sintiéndose impotente, cuando de repente vio el calendario.
Era 30 de marzo.
Josette incluso había hecho un círculo con un marcador rojo alrededor de la fecha. Jacques se dio un golpe en la frente. ¡Era un idiota! Había estado tan absorto haciendo guardia por si volvía a ver al hombre vestido de camuflaje que había perdido la noción del tiempo. No era de extrañar que su mujer la hubiera pagado con Fabian, debía de estar muy disgustada.
Pero ¿qué podía hacer? El único talento que le quedaba en su vida de ultratumba era aquella ridícula habilidad para mover el aire. Podía hacer danzar las llamas del fuego con su aliento, o que cualquier papel saliera volando al espirar con fuerza. Pero no era capaz de hacer nada más. Era verdaderamente patético. Una versión fantasmagórica de aquella máquina para eliminar las hojas secas que Bernard Mirouze cada otoño insistía en que era necesario adquirir en los plenos del ayuntamiento.
Resopló con escarnio ante sus propias deficiencias y un estornudo le hizo tambalearse, levantando el polvo de la superficie del bar. Y entonces le llegó la inspiración. Respiró hondo y se puso manos a la obra.
Poco después estaba de pie, admirando su obra de arte, cuando Annie Estaque bajó por las escaleras y cogió el trapo del polvo.