—Por supuesto. Casi conseguí hacerte creer que había sido tu guapo novio parisino.
—¿Fabian? Él no es… —Se interrumpió a sí misma y se llevó una mano a la boca—. ¡Por eso le hiciste caer de la bicicleta!
—No te hagas la inocente —espetó, volviendo a apretar la navaja contra la piel de Chloé al sulfurarse, haciendo que la niña se retorciera en sus brazos—. Os vi a los dos besándoos. Delante de mi hija.
La punta de la navaja ahora estaba dirigida a la garganta de Chloé. La niña permaneció inmóvil, siguiendo un instinto primigenio que la alertaba de la ira a punto de estallar en el interior de aquel hombre que la retenía. Y el peligro que suponía para las dos. Como si también se hubiera dado cuenta, Stephanie intentó cambiar de tema.
—¿Y el foro de Internet? Pierre… —Stephanie titubeó, sintiendo que se ahogaba al pronunciar el nombre.
—Una mera distracción. Para mantenerte ocupada y ganar tiempo para idear un plan. Y así lo hice, Stephanie. Tracé un plan tan genial que ni siquiera voy a necesitarte. Dejaré que sigas viviendo tu vida sola, preguntándote continuamente dónde podrá estar Chloé.
La poca energía que le quedaba a Stephanie se agotó de pronto, y todo su cuerpo pareció deshincharse, como los globos que Chloé no ató bien en su fiesta de cumpleaños del año pasado.
—No puedes…
—¡CLARO QUE PUEDO! —Chloé se dio cuenta de que el hombre estaba ahora verdaderamente furioso, por la manera en que su brazo se cerró alrededor de su cuerpo, apretándola contra su pecho, la mano todavía tapándole la boca. Pero siguió inmóvil, temerosa de que el menor movimiento desencadenara un arrebato de violencia—. Y lo haré. Es mi hija y por eso debe estar conmigo. Y una vez nos hayamos ido, no podrás encontrarnos. ¡Nunca!
Aquello fue el colmo para la niña. Aunque lo hubiera intentado, no habría podido contener el llanto. Tenía los ojos anegados en lágrimas, que rodaban por sus mejillas y le empapaban la camiseta. Sintió que el hombre aflojaba la presión al notar las lágrimas en el brazo, y en ese momento una palabra se coló entre los férreos dedos que le tapaban la boca.
—¡Mamá!
Con eso bastó.
Madre e hija se miraron a los ojos para comunicarse velozmente un mensaje sin palabras.
Y entonces Stephanie atacó.
Tomó impulso desde su lugar en la puerta y se abalanzó hacia la navaja con los brazos estirados. En ese momento, Chloé echó la cabeza hacia atrás para golpear al hombre con todas sus fuerzas. Comprobó satisfecha que había recibido el golpe en plena nariz y luego le oyó aullar, dejando caer la navaja, que voló por la entrada y aterrizó en las baldosas de la cocina, al llevarse las manos a la cara.
Súbitamente liberada de la mano que casi la estrangula, Chloé se dejó caer al suelo para apartarse rodando de forma instintiva, y se puso en pie al llegar a la base de las escaleras.
—¡CORRE, CHLOÉ! —gritó Stephanie, mientras luchaba para mantener al hombre inmovilizado en el suelo.
Pero Bruno era más fuerte que ella. Se la quitó de encima empujándola hacia un lado, y la mujer aterrizó colisionando contra la mesa de la cocina. Luego empezó a avanzar hacia Chloé, con el rostro sangrante.
—¡CHLOÉ! ¡CORRE! —gritó Stephanie mientras intentaba volver a ponerse en pie, y le hacía señas frenéticamente a su hija para que huyera.
¿Adónde?
Chloé estaba atrapada. El hombre las había encerrado y tenía la única llave. Solo quedaban las escaleras.
Lanzó una mirada desesperada a su madre y echó a correr, subiendo de dos en dos las escaleras al oír los pasos torpes del hombre retumbando tras ella. Giró en el descansillo y oyó su respiración. Dos escalones más. Otros dos. Dos más y estaría en el piso de arriba.
El pie derecho avanzó en el aire, pero no llegó a posarlo en el suelo porque de pronto fue apresado por unos dedos que se aferraban al tobillo. Empezó a perder el equilibrio, y alzó las manos para aferrarse a la barandilla. Luego vio de reojo a su madre abalanzándose sobre las piernas del hombre, tirando de ellas hacia atrás. Como consecuencia, Bruno se desplomó en el suelo, golpeándose la barbilla con un escalón.
Pero en su caída arrastró también a Chloé.
Cayeron separados por varios escalones y durante una décima de segundo se miraron a los ojos, como un ciervo y un cazador justo antes de que este apriete el gatillo, y enseguida Chloé gateó para volver a ponerse en pie, incorporándose sobre las piernas que la propulsaron para huir del peligro.
El hombre estaba demasiado cerca. Parecía que movía un brazo a cámara lenta. Estirándose. Reduciendo la distancia entre ambos. Alargó el brazo para asir el pie que Chloé tenía más atrasado, justo cuando esta por fin acabó de subir las escaleras.
—¡No es tu hija!
Stephanie dijo aquellas palabras sin gritar. En realidad apenas había alzado la voz.
Pero aquello bastó.
El hombre se detuvo. Se giró hacia Stephanie, que seguía aferrada a sus piernas. Y en medio de aquel silencio, ella repitió las palabras:
—No es tu hija, Bruno. Déjala en paz.
Chloé no dejó de correr. Fue a su cuarto y al darse la vuelta para cerrar la puerta vio cómo el hombre daba una bofeteaba a su madre, haciendo que su cabeza se golpeara contra la pared.
—¡BRUJA MENTIROSA!
Chloé cerró la puerta de un portazo y de inmediato se dio cuenta de su error.
No había cerradura.
Debería haber ido al cuarto de baño.
Demasiado tarde. El hombre se estaba acercando.
Chloé cogió una silla y la colocó debajo del picaporte para atrancar la puerta. Después echó a andar hacia atrás, y entre sollozos ahogados en su garganta oyó la voz de ese hombre, que le decía a su madre con un rugido que la mataría.
Luego le oyó intentar forzar la puerta.
—¿No puedes ir más rápido? —preguntó Josette a Véronique por detrás de su espalda cuando esta tomaba una curva en tercera, con un chirrido de neumáticos, y el motor se quejaba con un rugido.
Véronique no respondió. Estaba plenamente concentrada en la conducción. Y en el precipicio que se abría a su derecha y al que se había acercado demasiado en algunas de las curvas.
Al darse cuenta de que no iba a obtener respuesta, Josette volvió su atención a la mujer sentada en el asiento del acompañante.
—¿Has conseguido ya que funcione ese móvil?
Annie farfulló una respuesta ininteligible y después se llevó el móvil de Véronique a la oreja, mientras las curvas de la sinuosa carretera la zarandeaban de un lado a otro en su asiento.
—¡Ahora da señal! —anunció.
Annie oyó varios tonos consecutivos en el móvil, unos débiles pitidos con interferencias, como si estuviera llamando a la India o algún otro país exótico y no a un receptor justo al otro lado de la colina. Después dejó de emitir tonos, y lo que oyó a continuación permanecería con ella durante el resto de su vida.
Jadeos. Miedo. Una niña en peligro.
—¡Chloé! ¿Errres tú, cariño?
—¡Annie! ¡Ayúdame! ¡Por favor! ¡Ven a ayudarme!
Un grito. Agudo. Solitario. Y como ruido de fondo, el crujido de una puerta de madera quebrándose y una voz masculina.
—¡Chloé! —gritó Annie en el auricular—. ¡Chloé, ya llegamos!
Pero la niña no respondió. Solo se oían ruidos amortiguados. Una respiración agitada por el pánico. Sollozos. Y luego la voz grave de un hombre gruñendo y gritando.
Y luego la línea se cortó.
—¿Qué pasa? —inquirió Josette con urgencia cuando Annie apartó el móvil de la oreja, con el rostro ceniciento.
—Vérrronique —dijo Annie, con un tono de voz comedido que dotaba aún de mayor énfasis su petición—, de verrras tienes que conducir más rápido. La niña necesita nuestrrra ayuda.
Véronique miró de reojo a su madre, y al ver el rostro demacrado y el preocupante tono macilento que había adquirido su piel pisó aún con más fuerza el acelerador.
—Aguanta, Chloé —murmuró Annie con la mirada fija en los árboles que desfilaban por la ventanilla a toda velocidad—. Ya llegamos.
Chloé había olvidado por completo que tenía un móvil. Cuando sonó, no sabía qué hacer. El picaporte se movía con fuertes sacudidas y podía oír el suave murmullo de su voz intentando convencerla de que saliera.
En realidad deseaba salir.
Estaba preocupada por lo que podría pasarle a su madre si no lo hacía.
Entonces sonó el móvil a todo volumen y el hombre empezó a gritar. Y a intentar derribar la puerta a puñetazos.
Annie. La encantadora Annie al otro lado de la línea. Chloé deseó poder deslizarse por el micrófono y transportarse fuera de allí.
Pero ¿y su madre?
No podía abandonarla.
Balbuceó unas cuantas palabras en un intento de hablar con Annie, pero luego oyó un fuerte estrépito producido por los fuertes golpes del hombre sobre la puerta y la madera empezó a resquebrajarse.
Dejó caer el teléfono asustada. Aterrorizada. No había salida.
Otro golpe. Esta vez, el marco de la puerta empezó a ceder.
Presa del pánico, Chloé se volvió hacia el póster de Jules Léotard, su fuente habitual de inspiración. Pero él ni siquiera le devolvió la mirada. Tenía la vista fija en el enorme roble del jardín.
El roble.
Corrió a la ventana y la abrió de par en par.
¿A cuánta distancia estaría la rama?
¿Podría llegar hasta ella?
—¡Chloé! ¡No puedes escapar!
Miró por encima del hombro y vio que el hombre ya había conseguido practicar un agujero en la puerta y había pasado un brazo a través de él, intentando retirar la silla. Entonces se subió al alféizar de la ventana. Con el corazón en la garganta y las palmas de las manos empapadas.
Se las secó en los vaqueros. Tenían que estar secas si quería tener una oportunidad.
Después miró hacia abajo. Craso error.
Estaba muy alto.
Tras ella, pudo oír a aquel hombre forcejeando con la silla, y luego el ruido que hizo esta al caer en el suelo, y supo que había llegado el momento. No estaba hecha para eso. No estaba lista para ser una acróbata. Todo el tiempo dedicado a la práctica no habría servido de nada si no era capaz de hacer aquel salto.
—¡Me obedecerás! —rugió Bruno al entrar en la habitación y pisotear el móvil—. ¡Eres mi hija!
Su miedo se esfumó. Su mente quedó despejada. Y mientras saltaba por la ventana, alargando sus cortos brazos para salvar la extensión de aire entre la casa y la ventana, se sintió libre, colmada por un sentimiento de pertenencia, y la seguridad de un amor que siempre había estado allí para ella.
Además, sabía que su madre nunca mentía.
F
abian no había hecho un buen tiempo. Había tenido que hacer uso de todas sus fuerzas solo para conseguir que girasen los pedales. Lo único que le apetecía era meterse en una bañera de agua caliente y luego irse a la cama. Y quedarse en ella durante una semana.
Acababa de tomar la curva a la salida de la aldea y estaba a punto de emprender el ascenso del tramo más empinado hasta la casa de Christian, paralelo al campo en el que vivía su toro,
Sarko,
cuando algo le llamó la atención.
A su izquierda. En dirección a la casa de Stephanie.
Se detuvo y miró hacia allí, pero no pudo ver con claridad debido a los márgenes del bosquecillo que ahora se interponían entre él y la casa de Stephanie.
Esperó unos momentos, intentando atisbar algo entre los árboles, pero no vio nada.
Aun así, se alegró de haber hecho una breve pausa.
Haciendo la promesa a sus piernas de que faltaba muy poco, empezó a pedalear de nuevo.
¡Lo había conseguido!
Después de lo que se le antojó una eternidad en el aire, Chloé había conseguido aferrarse a la nudosa rama del roble. Casi se le desencajaron los brazos al intentar frenar la repentina inercia de su peso. Se balanceó en la rama el tiempo suficiente para absorber parte del impacto de su salto, y después las manos cedieron y aterrizó en el suelo rodando.
Tenía las palmas desgarradas y se había torcido un tobillo, pero lo había conseguido. Y lo que era aún mejor, cuando se levantó del suelo, sin saber qué hacer, vislumbró la inconfundible figura de Fabian subiendo penosamente la cuesta de la carretera en bicicleta.
Fabian. Por lo que su madre había dicho en la casa, él ya conocía a aquel hombre, que le había derribado de su bicicleta. Y sin embargo, había sobrevivido. Sabría qué hacer.
Su instinto la advirtió de que sería mejor no llamarle a gritos. Si aquel hombre se daba cuenta de que iba en busca de ayuda, tal vez haría daño a su madre.
En lugar de eso, corrió a refugiarse en el bosque detrás de la casa, ignorando la sensación de quemazón en el tobillo que se intensificaba a cada paso. Cuando llegó a los árboles se precipitó por el sendero, saltando por encima de las piedras y las raíces y haciendo uso de las manos para subir más rápido la pendiente.
Si era lo bastante rápida lo alcanzaría al otro lado de la curva.
Si no, entonces…
Entonces su madre podría morir.
Fabian la oyó antes de poder verla. El crujido de las ramas de los arbustos, los jadeos, los sonidos propios de un animal huyendo.
No le habría sorprendido encontrarse de nuevo con un jabalí que cruzara la carretera ante él.
¡Lo que no esperaba era encontrarse con Chloé!
La niña aterrizó delante de las ruedas de la bicicleta, con ramas en el pelo, la cara cubierta de barro y sangre fluyendo de las heridas en las manos.
—¿Qué demonios? —Fabian bajó de la bicicleta de un salto y corrió a su lado, ayudándola cuidadosamente a incorporarse—. ¿Qué ha pasado, Chloé?
—¡Mamá está en peligro! —dijo todavía con la respiración entrecortada, llevándose las manos a las costillas, sin haber recuperado el aliento—. El hombre que te atropelló está en la casa y ha amenazado con matarla.
A Fabian se le heló la sangre.
—¿El hombre de Bretaña? ¿Está armado?
Chloé asintió.
—Lleva una navaja.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y Fabian fingió no haberse dado cuenta al verla secarse furiosamente la cara.
—Voy para allá —dijo en un tono audaz, confiriendo a su voz más valentía de la que realmente sentía—. ¿Puedes ir corriendo a casa de Christian a buscar ayuda? ¿Y decirle que llame a la policía?
Chloé volvió a asentir y Fabian izó la bicicleta para colocarla en sentido contrario.