¡Qué diferente del barrio de Toulouse en el que había estado recluido! Las vistas desde la ventana de su dormitorio eran monótonas, casas y más casas, todas idénticas, edificios nuevos indistintos que se extendían hasta el horizonte. En lugar de los contornos dentados de las montañas, solo veía una hilera interminable de tejados rojos, y ni una sola teja de pizarra típica de los Pirineos.
Había echado de menos el verdor, la visión espectacular de los picos al tomar una curva, los establos destartalados y los pastos en los que pacían los animales. Y los olores. El olor a hierba y a flores, y el aroma a tierra del ganado. Olores que prefería sin duda a los perfumes empalagosos de las mujeres de Toulouse, al humo de los tubos de escape que viciaba el aire en las calles y al hedor de los cigarrillos en cada café, todos ellos exacerbados por el calor que ya empezaba a ser agobiante en las llanuras que rodeaban la ciudad.
Se preguntaba cómo podían soportar los veranos sin la refrescante brisa procedente del Mont Valier, sin el paisaje exuberante que aliviaba las altas temperaturas. Debía de ser como vivir en un asador, cociéndose lentamente bajo el sol.
Levantó una mano del volante para saludar al conductor de un coche con el que se cruzó. Era Louis Claustre, del municipio vecino de Sarrat, de camino a Oust, el pueblo en el que vivía su anciano primo, como cada domingo. El hombre respondió automáticamente al saludo y Serge pudo ver por el retrovisor que enseguida volvía a mirar para comprobar que realmente acababa de ver al alcalde de Fogas después de tanto tiempo. El coche dio un peligroso viraje hacia el río como consecuencia de la falta de atención. Estaría hablando por el móvil antes de llegar a la rotonda.
Serge se rio entre dientes. Eso era lo que realmente echaba de menos: la política local. El interés de los vecinos por los demás. El ritmo que regía la vida, y en virtud del cual las personas tenían tiempo de saludar y no entraban a los comercios con el móvil pegado a la oreja, sin mostrar la menor educación hacia los dependientes que les atendían.
La tradición tenía mucha importancia para él. Y eso era lo que había hecho que finalmente decidiera volver a casa. Había considerado la posibilidad de dejar su vida en Fogas, a falta del valor necesario para vivir allí sin Thérèse. Pero después de tres meses en Toulouse, lo que más deseaba era regresar al municipio que conocía tan bien, donde nada cambiaba, donde seguían venerándose las antiguas tradiciones y todos se conocían.
Tomó la última curva y el desfiladero se ensanchó para convertirse en un lugar idílico y acogedor bañado por la luz del sol, el Auberge haciendo guardia a la entrada del pueblo, y luego, al alcance de la vista, la tienda de ultramarinos.
Estaba en casa.
Pero cuando el coche llegó al puente familiar sobre el arroyo y Serge se preparaba para aparcar en su lugar habitual, justo delante del escaparate, empezó a sentirse desconcertado.
¿Qué demonios había pasado allí?
Había gente por todas partes, pululando por doquier y sentados a las mesas de la terraza del bar. Era algo nunca visto. Carteles nuevos, una terraza con una pérgola de madera y plantas trepadoras. El viejo banco mohoso que hasta entonces había ofrecido la única posibilidad de sentarse en el exterior había desaparecido. Y en la puerta, un hombre alto y delgado que Serge no había visto en su vida estaba repartiendo folletos como si fuera el dueño de la tienda.
Fabian no podía creer lo que veían sus ojos. Había un montón de personas, todas ellas esperando la gran inauguración del centro de jardinería que tendría lugar en media hora. Y durante la espera, la tienda estaba haciendo negocio, ya que la multitud allí congregada consumía bebidas y helados y compraba productos locales.
—¡Recojan su tarjeta de fidelidad! —exclamó Fabian de nuevo, mientras ponía un par de tarjetas en las manos de dos turistas que se dirigían al bar—. Por la compra de diez consumiciones, la siguiente es gratis. Aquí tiene, monsieur.
Recibió con una de sus tarjetas de fidelidad al hombre achaparrado que acababa de aparcar justo delante del escaparate. ¡Como si fuera el amo del lugar! El hombre emitió un gruñido cuando sus dedos artríticos cogieron el papel y lo arrugaron hasta convertirlo en una bola que arrojó a la papelera.
—¡Se fiel a tu madre! —le oyó decir Fabian mientras entraba en la tienda.
Eso bastó para que este abandonara su puesto y le siguiera.
Y se alegró de haberlo hecho. En cuanto el hombre cruzó el umbral, la atmósfera en la estancia quedó cargada de tensión. Josette se puso en posición de firmes tras el mostrador y Christian, repantingado en el bar junto a Véronique, enderezó la espalda con un brusco movimiento. Y Annie Estaque, sentada a una mesa con Stephanie y Chloé, se puso lívida.
—¡Serge! —consiguió articular finalmente Josette, al tiempo que corría a recibirle con dos besos—. Ya has vuelto. No te esperábamos.
—¡Ya! —dijo con un ladrido mientras sus ojos examinaban el cambio de imagen de la tienda.
Era totalmente distinta.
El espacio oscuro que durante toda su vida había permanecido inalterable había sido ampliado, y los largos estantes de madera habían sido reemplazados por anaqueles modernos, cuyas brillantes superficies reflejaban la luz. Las verduras estaban ahora dispuestas en cestas colocadas de forma escalonada, habían desaparecido las cajas de cartón que abarrotaban el suelo y el nuevo expositor de quesos duplicaba en tamaño a su precedente, mostrando hermosas ruedas que parecían estar suplicando que las cortaran en porciones. En medio de la tienda había una nueva hilera de estanterías, que a un lado acogían los artículos de primera necesidad y en el otro productos locales, entre ellos la miel y las mermeladas de Philippe Galy de Saint Girons. Y Josette ahora tenía un asiento al lado de la puerta de entrada, en lugar de estar merodeando por la parte de atrás de la tienda, una caja registradora y una balanza electrónica; las ristras de salchichón colgaban a su derecha, y en la pared del fondo, el armario de los cuchillos de Jacques parecía como nuevo.
—¿Qué te parece? —le preguntó Josette, y Serge percibió que le temblaba la voz.
No respondió. Estaba demasiado perplejo.
Avanzó hacia el interior de la tienda, dejando atrás el puesto de los periódicos, los mapas y las guías, para echar un vistazo a la nueva arcada que daba acceso al bar y examinar los cambios introducidos. Se mostró encantado al ver que la larga mesa seguía en su sitio, aunque ahora había además otras más pequeñas. La barra había sido remodelada para que se adaptara mejor a la forma del rincón, y sobre ella destacaba la presencia de una máquina de café de aspecto diabólico. Los vasos ahora pendían de bastidores hechos a medida dispuestos sobre la barra, y las botellas de licor estaban dotadas de dispensadores adecuados. Ya no se servía a ojo. Las paredes estaban adornadas con fotos en blanco y negro enmarcadas de Fogas, tal como él lo recordaba en su infancia.
—¿De quién ha sido la idea? —dijo Serge por fin.
—Mía. —El joven de gran estatura que había encontrado en la puerta dio un paso adelante.
—¿Y tú eres…? —preguntó Serge perforándole con la mirada.
—Es mi sobrino, Fabian —explicó Josette—. Fabian, ¿te acuerdas de Serge Papon, el alcalde de Fogas?
—¡Oh, por supuesto!
Fabian le tendió la mano y Serge la aceptó con un gruñido.
—Fabian, ¿eh? ¡Debería haberte dejado en el fondo de la cantera cuando eras un chaval!
—¿Te gustan los cambios que hemos hecho? —preguntó el joven sin ningún reparo.
Serge dio un último vistazo a su alrededor, molesto por los cambios no solicitados y preparándose para decir una ordinariez. Pero justo entonces vislumbró algo en uno de los extremos de la tienda. Un conjunto de cestas de mimbre superpuestas que contenían lo que parecía…
No era posible.
—¿Son cruasanes del día? —preguntó, apretando el paso mientras se acercaba para verlos mejor.
—Sí —dijo Fabian, que con un par de zancadas alcanzó fácilmente al hombre de menor estatura—. Los hacemos traer del horno de Col de Port cada mañana. También se pueden encargar. Lo mismo con el pan. O con los
pains au chocolat.
O los
chausson pomme.
Todo hecho a la manera tradicional.
Serge alargó una mano y cogió la baguette más cercana. Sus dedos acariciaron la corteza crujiente que presentaba la resistencia justa de una barra perfecta. Obviamente ilusionado cogió un cruasán, cuyas capas se desprendieron deliciosamente al llevárselo a la boca y darle un mordisco.
Increíble.
—Quizá le apetezca un café para acompañarlo, monsieur Papon —dijo Fabian con una sonrisa—. Además le daré una tarjeta de fidelidad.
Pero Serge no le escuchaba, ensordecido por el canto de su corazón. Por fin había pan de verdad y pastas. ¡En su municipio!
—Bueno —dijo mientras daba cuenta del último bocado y se chupaba los dedos en señal de satisfacción—. ¿Qué otras sorpresas me habéis reservado?
Stephanie había insistido en que se encontraba lo bastante restablecida como para asistir a la inauguración de su centro de jardinería. Había decidido que no quería posponerla. Pero ahora, mientras Fabian la ayudaba a cruzar la carretera, no estaba tan segura de poder aguantar.
El día anterior, la ambulancia no había tardado mucho más que la policía, y los médicos en St. Girons habían insistido en que Stephanie debía pasar la noche en el hospital en observación. Ella había insistido en que Chloé pudiera quedarse a su lado. Pero por la mañana, cuando Fabian fue a visitarla, ya estaba vestida con las prendas que le había traído Josephine Dupuy, y anunció que estaba preparada para la inauguración de su negocio. A pesar del moratón que le ensombrecía un ojo, las costillas rotas, los puntos de sutura que le habían dado en la nuca y el brazo roto y enyesado, en el que ya exhibía la firma de Chloé.
Cuando Fabian intentó protestar, Stephanie se limitó a alzar la barbilla, y con una mirada que él ahora conocía de sobras, pasó de largo a su lado y salió por la puerta, con Chloé haciendo las veces de bastón humano.
Era una mujer increíble. Lo había sabido todo el tiempo, desde el primer minuto de su llegada a Fogas, cuando volvió en sí y la vio mirándola desde las alturas en el bar, con el pelo alborotado, los ojos centelleantes, el arma lista para atacar. Le abrumaba pensar lo cerca que había estado de perderla.
El mundo de Fabian había sufrido una profunda transformación en las últimas cuarenta y ocho horas. La revelación de Chloé le había sumido en un abyecto sufrimiento al enterarse de que otro hombre había conquistado el corazón de Stephanie, y además había sobrevivido a lo que había resultado ser un intento de asesinato; un intento motivado, irónicamente, por la presunción de que estaba saliendo con esa misma mujer a la que no podía conquistar.
Y en cuanto se hubo recuperado, se encontró envuelto en una misión para salvarla.
Y lo hizo. Él de entre todos los vecinos. El raro. El cretino. El forastero.
Mientras la acunaba en sus brazos esperando a la ambulancia, supo que nunca amaría así a nadie. Hasta el punto de estar dispuesto a dar su vida por ella. Y cuando Stephanie se despertó en el hospital y le cogió la mano, Fabian creyó que el corazón le iba a explotar.
Christian le contó más tarde cómo Bruno Madec había conseguido dar con Stephanie. Cómo la había engañado, jugando con ella por Internet mientras la observaba a diario desde las colinas que rodeaban el pueblo. Le había costado uno o dos segundos atar los cabos. No había ningún Pierre. Nunca había existido.
Ahora se le ofrecía una segunda oportunidad, y Fabian se había prometido a sí mismo no cometer el mismo error.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Stephanie mientras apoyaba su peso en él, y Fabian se sentía reconfortado.
—Por nada —replicó mientras la guiaba a través de la multitud reunida para la gran inauguración—. ¿Estás segura de que no prefieres estar sentada?
Stephanie sonrió y le apretó el brazo en el que se estaba apoyando.
—No, de veras, estoy bien.
Y era cierto.
El día antes, cuando vio a la policía metiendo a Bruno a empujones en el furgón, sintió como si por fin le hubieran quitado unos grilletes invisibles de los tobillos. Ahora era libre. Podría dejar de mirar atrás continuamente de reojo. Dejar de preocuparse por el futuro y la posibilidad de que las encontrara. Ya lo había hecho. Ahora todo había acabado. Ya nunca volvería.
—¿Cómo te encuentrrras, Stephanie? —Annie Estaque caminaba ahora a su lado, y su cara presentaba todavía vestigios de su preocupación por los sucesos acontecidos el día anterior en Picarets.
—Estoy bien, Annie. Gracias a ti y a todos los demás, estoy bien.
Annie hizo un movimiento brusco con la mano para quitar importancia a la gratitud de Stephanie.
—Tú hubierrras hecho lo mismo. Si no recuerdo mal, tampoco hace tanto tiempo que atacaste a un intrrruso con una barra de pan duro.
Su comentario provocó una carcajada popular.
—Puede que tenga que volver a quitárselo de encima muy pronto —intervino René, ante lo cual Fabian se ruborizó.
—¡Que hable! —reclamó Christian, de pie al lado de Serge Papon y Véronique—. Creo que ha llegado el momento de que digas unas palabras, Stephanie.
Stephanie se aclaró la voz y se puso ante la multitud que se agolpaba en la parcela de terreno que había estado tanto tiempo en barbecho. La tierra que ella había convertido en su propio centro de jardinería.
Se sentía henchida de orgullo.
Las puertas de la entrada habían sido atadas con una cinta, que a su vez estaba unida a una gran tela que cubría un cartel situado al lado de la valla. Al otro lado había plantas, aromáticas hierbas, arbustos y macetas de colores que jugarían un papel determinante en su futuro y el de Chloé.
—Me gustaría agradeceros a todos que hayáis venido hoy —empezó a decir—. Especialmente a Serge Papon, nuestro alcalde. Es magnífico tenerte de nuevo en casa, Serge.
Los asistentes dedicaron un cálido aplauso a Serge, quien asintió con la cabeza en señal de reconocimiento.
—Llegará lejos —murmuró en un tono de voz solo audible para Christian—. Oye, no me acuerdo si voté a favor de este negocio.
—Por supuesto —fue la respuesta que llegó en un murmullo—. Eres el principal responsable del desarrollo sostenible. ¿Acaso no lo sabías?